Andrés* repasa cada noche sus ideas. Las escribe en la hoja de su cuaderno azul —el que esconde debajo de su cama— para no olvidarlas, en la celda donde cumple una condena de diez años de reclusión por tráfico de drogas en una cárcel del Ecuador. “Necesitamos láminas de zinc para construir más aulas”, “podríamos decirle al sacerdote que nos ayude a conseguir más talleres”, “¿cómo podemos traer medicinas para los viejitos?”, “las armas siguen entrando. La ley los ayuda. No sé qué va a pasar”. Esas son las preocupaciones de Andrés, mientras observa cómo la banda delictiva que lidera a su cárcel sigue consiguiendo fusiles y granadas.

En menos de 16 meses, seis masacres carcelarias han dejado al menos 372 personas presas asesinadas en el país, (aunque las organizaciones sociales sitúan en 500 aquel balance de muertes violentas). Con ese panorama, parecería difícil pensar que la crisis carcelaria del Ecuador tiene solución. 

Pero Andrés aún piensa que hay esperanza. No es el único. Elizabeth Pino, una mujer excarcelada, quien ahora da talleres a personas presas, siente que la violencia aún puede parar. Lo mismo dicen familiares, agentes de seguridad penitenciaria, seis especialistas y defensores de derechos humanos que han trabajado e investigado el sistema carcelario y la violencia durante años. 

Estas son seis alternativas urgentes que buscan la paz en las prisiones.

Las organizaciones sociales, aliados estratégicos

Marina* recuerda cada día a Esteban*, su hijo, asesinado el 28 de septiembre de 2021, en la peor masacre carcelaria documentada en Ecuador. En ella, murieron al menos 125 personas. 

Su voz es firme, gruesa, pero a veces se quiebra. “La muerte de mi hijo sigue impune y no podemos quedarnos así. Yo voy a luchar por él, y por todos los presos porque no quiero que se vuelva a repetir”, reclama, frente a otras personas que perdieron a sus familiares en esa matanza. Ella es una de las voces del Comité de Familiares por Justicia en las Cárceles que se formó el 30 de abril último, en Guayaquil. 

Marina siempre lleva una biblia en la mano. Asegura que su hijo intentaba rehabilitarse. “Piensan que todos son criminales sanguinarios, y no es así, la mayoría no lo son”, increpó.  “Nosotros somos quiénes sabemos lo que viven y lo vamos denunciar”, prometió.  Ella lo hará el 21 de junio de 2022, cuando el Comité participe en el período 184 de las sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. 

Las organizaciones civiles como el Comité han tenido presencia en cárceles para apoyar a los presos en diferentes campos: asesoría legal y jurídica, acceso a la salud, acompañamiento psicológico, vínculos familiares, arte y cultura, e incluso con servicios religiosos. Pero también reportaban lo que ocurría afuera de las cárceles. 

régimen semiabierto y la prelibertad

Un familiar de una persona privada de libertad protesta contra la violencia en las cárceles. Fotografía de David Díaz para GK.

Así lo hicieron hasta que Rafael Correa llegó a la Presidencia. Con la Constitución de Montecristi, aprobada en 2008, el gobierno esbozó el Plan Nacional para el Buen Vivir, un cúmulo de políticas públicas que, según el Plan, cubría aquellas competencias que tenían las organizaciones sociales. Entre ellas, las que trabajan en prisión. 

Algunas se mantuvieron en las prisiones apoyando a los internos. Sin embargo, con la apertura de las megacárceles de la Penitenciaría del Litoral en Guayaquil, de Latacunga, y la de Turi, en Cuenca en 2014, dice Billy Navarrete, director del Comité Permanente para los Derechos Humanos de Guayaquil (CDH), las restricciones crecieron. Y para él, la violencia también es uno de los efectos de la restricción a las organizaciones. 

Elizabeth Pino dice que la organización Mujeres de Frente no solo la acompañó en su proceso de rehabilitación (que no encontró en prisión), sino que le permitió tomar fuerza para su vida en libertad. “Comprendí mi valor como persona, saber que yo siempre fui más que mi pasado en la cárcel. Pero también entendí que tengo mi propia autonomía”, relata. Ahora, ella es una de las voceras de Mujeres de Frente. 

Para Billy Navarrete y Elizabeth Pino, el sistema de rehabilitación debe permitir nuevamente el acceso sin restricciones de las organizaciones a los pabellones.

Aún sin poder entrar a las cárceles, organizaciones como el CDH o Mujeres de Frente nunca dejaron de trabajar por los presos. Ambas forman parte de la Alianza contra las Prisiones, una coalición de seis colectivos, formada tras la primera masacre carcelaria, el 23 de febrero del 2021.  

“Estuve en muchísimas cárceles durante seis años, jamás me pasó nada. Lo principal es que las prisiones necesitan ser abiertas”, asegura la abogada Daniela Oña, especialista en Derechos Humanos y quien realizó un trabajo sosteniendo en el sistema penitenciario local por más de seis años. Con “abrir las cárceles”, Oña se refiere a que “es necesario que se vincule a varios actores: que se permita la entrada a periodistas, a universidades, a las organizaciones que han trabajado ahí históricamente”, explica. 

Cuando cumplía su condena, Elizabeth Pino conoció a Andrea Aguirre, una investigadora del sistema carcelario y punitivista de Ecuador. “Ella y sus compañeras, que ahora también son las mías, nos ofrecían talleres, nos gestionaban la atención médica y siempre nos apoyaron. Yo recuerdo clarito cuando me trajeron a mis hijos para que pudiera verlos. Me devolvían la vida”, dice Elizabeth Pino. 

Ella recuerda que los servicios básicos, como la gestión de la atención médica, no deben recaer en la sociedad civil. Sin embargo, ante la ausencia estatal, son estas organizaciones quienes terminan proveyéndolos. Pino resalta la importancia de su trabajo. Afirma que el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI) debe potenciar su presencia: son los investigadores y defensores de derechos humanos quienes conocen a profundidad el sistema.

Depuración de la fuerza pública y recuperación del control político

Para abordar la crisis, es indispensable depurar a la Policía y las Fuerzas Armadas. Además, se debe fortalecer a los agentes penitenciarios. 

La corrupción sigue haciendo mella

Presos, personas excarceladas, agentes penitenciarios, investigadores, especialistas, defensores de derechos humanos y activistas cuestionan el poder de varios agentes de la Policía en las cárceles. Exigen una depuración interna urgente. “Se sabe que aquí la ley les colabora a las bandas. No solo ellos, todos saben, desde los guías, los propios directores. Y meten más y más ley [se refiere a policías] como si eso solucionara algo”, cuestiona Mateo*.

Los agentes policiales forman parte del equipo de seguridad de las prisiones en los filtros de ingreso desde hace años. Sin embargo, ahora la Policía está dentro de las cárceles. Incluso, un general en servicio activo dirige el SNAI. Para el investigador Luis Córdova, coordinador del programa de investigación Orden, Conflicto y Violencia, aquel liderazgo es un signo claro del control político de la Policía en Ecuador (y, asegura, de las Fuerzas Armadas). 

En 2015, por ejemplo, un año después de haberse abierto las tres megacárceles en el país, se creó la Unidad de Inteligencia Penitenciaria.  El antropólogo Jorge Núñez, quien ha investigado el sistema carcelario y la inteligencia policial, dice que, en teoría, era una gran innovación. Sin embargo, “su función terminó siendo que la policía produzca inteligencia no para controlar las prisiones, sino para controlar el territorio de los mercados ilegales de venta de droga al menudeo”.  

En un conversatorio organizado por la institución, le consulté al general Pablo Ramírez, actual director del SNAI, cuál era el rol de esa unidad. Me contestó que, a través de las alertas de la inteligencia penitenciaria, que fueron al menos 800, se ha salvado la vida de cientos de presos. 

Aseguró que en la cárcel de Santo Domingo, donde estalló la sexta masacre carcelaria, se “garantizó la vida” de 153 personas presas, aunque no explicó cómo. Tampoco respondió sobre la presunta colaboración de la policía y de esa unidad de inteligencia con bandas narcodelictivas.

flecha celesteOTROS CONTENIDOS SOBRE VIOLENCIA DE GÉNERO

Lo cierto es que ni  el general Ramírez, ni el ministro Patricio Carrillo, ni el presidente Guillermo Lasso han logrado responder la pregunta que repetimos en cada rueda de prensa: ¿cómo siguen ingresando las armas? 

La corrupción enquistada y el entramado de privilegios en el sistema carcelario que es una red con las bandas narcodelictivas en prisión —pero también en las calles— ha sido denunciada en al menos tres informes: de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Asamblea Nacional, y de la Comisión de Pacificación Penitenciaria

Cada documento ha detallado los privilegios de los líderes, sobre todo, de Los Choneros y Los Águilas. No solo gozan de licor, dinero y arsenal de armas por doquier —hay fotografías que lo demuestran—, sino de indumentaria y alimento diferenciado. Incluso la educadora Nelsa Curbelo, ex integrante de la Comisión de Pacificación Penitenciaria, reveló que, en gran parte, su renuncia fue porque “no quería ser manipulada”. Además, aseguró que detectó una serie de privilegios, sobre todo con una de las organizaciones que más base financiera y arsenal de armas tienen en prisión, que no quiso avalar. 

Las autoridades tienen complicidad directa en el ingreso de armas”, dijo Carlos, un agente de seguridad de la Penitenciaría del Litoral luego de la tercera masacre carcelaria. Muchas de ellas, son fusiles y otras armas de largo alcance. 

Policías en servicio activo han sido detenidos como presuntos miembros de bandas delictivas, mientras que militares han sido reconocidos como inversionistas de captadoras ilegales de dinero. Incluso un cabo de la Fuerza Naval del Ecuador fue aprehendido por ser una de las cabecillas de una banda dedicada al sicariato en Durán.  En el cuartel Modelo  de Guayaquil se sustrajeron 140 armas. Solo se han recuperado 15.  El coronel Holger Cortez hizo la escandalosa admisión de que más de seis mil balas recogidas tras sicariatos y asesinatos en febrero de 2022  fueron fabricadas en la empresa pública Santa Bárbara, adscrita al Ministerio de Defensa.

El investigador Luis Córdova cuestiona el silencio de investigaciones sobre las Fuerzas Armadas, que desde el 2011 son los encargados del control de armas en el país. En 2018, por ejemplo, se desarticuló una banda delictiva que contrabandeaba arsenal de armas del Ejército al Frente Oliver Sinisterra, que en ese año mató a periodistas, civiles y un militar. 

Para la depuración, mecanismos civiles vitales

La urgencia de la depuración de la fuerza pública —y del personal del sistema de rehabilitación, que incluye desde agentes de seguridad hasta la dirección de los centros carcelarios— no es nueva. Córdova y Núñez las han planteado desde hace años. 

El ministro Patricio Carillo dijo a GK que la “depuración va en camino”, aunque aún no hay evidencias concretas de ese proceso. Pero es imprescindible: al menos 627 policías han recibido la baja de 2018 a 2021 por su participación en presuntos delitos como homicidios, crimen organizado y extorsión. Hay casos que todavía no se conocen. 

Para el investigador Córdova, es clave una auditoría administrativa a la Unidad de Asuntos Internos en la Policía y a su par de las Fuerzas Armadas. “Tienes muchas investigaciones acumuladas ahí, pero que no se llevan porque no hay ningún actor externo que supervise la transparencia”, dice Córdova. 

Un claro ejemplo: el caso de captación ilegal de dinero Big Money. Según Carrillo, había al menos 300 policías más de 130 militares involucrados. Por eso, dice Córdova, “la autodepuración se ve imposibilitada por los intereses que existen de por medio que genera un círculo vicioso adentro. Lo vemos, por ejemplo, en la narcotización en la agenda de seguridad. Entonces, tienes una Unidad Antinarcóticos con un presupuesto totalmente asimétrico frente otras unidades. Esa es su prioridad”, dice Córdova.

El presidente Guillermo Lasso ha marcado claramente esa prioridad en su agenda. Prometió inyectar 1.200 millones de dólares a la Policía e incorporar 30 mil agentes hasta 2025. “Mientras crece la violencia criminal, también la influencia política y el poder económico de la Policía y las Fuerzas Armadas”, dice Córdova. 

Córdova plantea la construcción de mecanismos civiles —que involucren a la academia y a la sociedad civil— en la supervisión de la fuerza pública. Dice que aquella medida debe aplicarse, sobre todo, para identificar patrones de conducta institucionalizados con fines dañinos y corruptos. 

Es importante, dice, que se establezcan las responsabilidades de los líderes por la conducta de sus subordinados. También dice que la supervisión debe incluir la constitución de veedurías de planes de seguridad. 

Reforma policial 

El antropólogo Jorge Núñez plantea una alternativa estructural y legal: una reforma al sistema policial. Córdova coincide.

Jorge Núñez dice que el sistema de traslados de la Policía —que funcionan como castigos— también se aplican sistemáticamente en la prisión, aunque son poco efectivos. Para él, debe haber una reforma que pare los traslados. Se debe, más bien, convertir a la Policía en una institución civil con el mismo personal. “Hay que trabajar en mantener la estructura laboral de la Policía, que en realidad es buena, en torno a los beneficios de jubilación y retiro, escuela de formación y comercios”, dice Núñez. 

Pero para él, la clave también está en descentralizar el liderazgo de la institución. “Es importante romper con la estructura de generales, coroneles, tenientes coroneles. Es decir, instaurar otro tipo de organización que no sea militar. Aquello causa que sea bastante centralizada y piramidal”, afirma. 

Agentes de seguridad penitenciaria, solos y vulnerables

José*, un joven agente penitenciario de una cárcel de la Sierra ecuatoriana, dice que cumple su oficio, sobre todo, por compromiso. Pero lo hace con temor. “Te amenazan. Yo tengo compañeros que viven con miedo y no es un secreto que muchos en otras cárceles trabajan para la mafia. Claro que es una decisión decir sí o no, pero también, imagínate, si sales, te cogen y dicen que van a matarte”, afirma. Hay familias que denuncian que varios agentes les cobran hasta 500 dólares por ingresar un celular. “Otros incluso te extorsionan”, dice la madre de un preso. 

El involucramiento de agentes penitenciarios, a quienes aún llaman guías, en redes de delincuencia organizada no es un secreto: el líder de Los Tiguerones ejerció ese oficio. Pero tampoco es aislada la falta de garantías de seguridad con la que a diario trabajan los guías como José. 

Desde que las masacres carcelarias estallaron, el país supo que las cárceles tenían el 70% de déficit de agentes penitenciarios. Se enteró, además, que trabajan en tres turnos con un sueldo de poco más de 800 dólares. Lo hacen en medio del hacinamiento de prisiones que aún superan tasas de 150%, pese a que la media nacional, según el SNAI, es menor al 15%. 

En el país, un agente aún debe custodiar a más de 62 presos —pese a que la Organización de las Nacionales Unidas,  fija que debería ser 1 por cada 10. Pero el guía Carlos, de la Penitenciaría, llegó a custodiar a más de 600 presos. El agente José, en cambio, dice que debe vigilar a más de 100. 

Dice José que muchos guías “podrán ser corruptos por decisión, porque les seduce el dinero. Pero otros no, a otros les toca porque lo haces o te matan”, alerta. Para él, la promesa del gobierno de incorporar a 1.400 agentes —el 1 de junio ingresaron 100 al sistema carcelario—, debe ir ligado a la baja del hacinamiento. “Estamos un poco esperanzados, pero aún no vemos un cambio tan grande. Esperamos que el gobierno cumpla para que podamos seguir trabajando”, dice. 

El Ministerio de Justicia, institucionalidad que necesita construirse

La decisión era previsible, pero ampliamente cuestionada. El 16 de mayo de 2022, el general de Policía en servicio activo, Pablo Ramírez, director del SNAI, anunció que el Servicio formaría parte del Ministerio del Interior como un viceministerio. 

Aquella decisión, dice Alexandra Zumárraga, ex directora nacional de Rehabilitación Social, es un “error garrafal”. Asegura que la movida confirma el poder “no solo operativo, sino político de la Policía Nacional en la administración de las cárceles”, pero también de la violencia en las calles. El problema, sin embargo, admite Zumárraga, es que la falta de construcción de competencias del Estado para encargar las cárceles a otra institución. 

Pero aún es posible construirlas, dice Zumárraga, y recuerda al extinto Ministerio de Justicia. Aquel ministerio, creado en 2007, tuvo como primer eje la administración del sistema penitenciario, que antes de esa fecha era potestad del Ministerio de Gobierno. 

En ese año, el gobierno también prometió impulsar grandes mecanismos de derechos humanos. Durante los primeros años parecía cumplirse, dicen dos presos que cumplen sus condenas en dos megacárceles desde el 2010. La administración de Correa logró bajar los niveles de hacinamiento y, aseguran, dignificar la vida de los internos. Luego, la gestión sería cuestionada. Se sentían encapsulados, aislados de sus familias y más abandonados que antes. 

Once años después, el 15 de noviembre de 2018, se oficializó la transformación del Ministerio a Secretaría de Derechos Humanos y se creó el SNAI. Ambas instituciones han sido insuficientes para diseñar y ejecutar una política de rehabilitación efectiva. 

Pero al ser un Ministerio, dice Zumárraga, quien ejerció su cargo de 2010 a 2011, incluso pese a la falta de presupuesto, era posible una mayor presencia en las prisiones. El SNAI, ahora, se ha reducido a una planta central con dos edificios separados en Quito. Para el director del CDH Guayaquil, Billy Navarrete, eso ha causado, incluso, que las familias de los presos, que en su gran mayoría son pobres, tengan que desplazarse para tramitar los beneficios penitenciarios de sus familiares. Esos trámites, ha cuestionado la Fundación Dignidad, una organización que trabaja por los derechos de las personas presas, se diluyen en procesos burocráticos que no encuentran fin. 

En noviembre del 2021 escribí un reportaje amplio sobre aquella obstaculización: entre septiembre y la primera quincena de octubre de ese año, apenas dos trámites de prelibertad y 41 trámites de régimen semiabierto ingresaron a la Dirección de Beneficios Penitenciarios del SNAI para ser analizados y ser enviados a un juez. 

Sin embargo, esa podría ser la realidad de las 36 cárceles ecuatorianas. El equipo de comunicación del SNAI, que tiene sede en Quito, donde se revisan los trámites, me explicó, en noviembre de 2021, que la recepción de las solicitudes son rotativas. Es decir, durante una semana pueden llegar desde la Penitenciaría. Otra, en cambio, desde el Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi. Así se van gestionando, a paso lento, mientras las familias esperan respuestas. 

familias Penitenciaría

Las familias viajan desde otras ciudades para realizar los trámites de sus seres queridos presos, como María*, que viaja de una provincia serrana a la Penitenciaría del Litoral. Fotografía de Karol E. Noroña para GK.

A Billy Navarrete le sorprende —y le indigna— que no haya oficinas grandes del SNAI en ciudades como Guayaquil, donde está el complejo carcelario más violento del país. O en zonas del país como Latacunga o Cuenca, donde están las otras dos megacárceles. Esa falta de presencia termina afectando a los presos, a sus familias y al sistema en general, cuestiona Navarrete. Por eso, plantean Zumárraga y Navarrete, el Ministerio de Justicia debe volver, pero con civiles a cargo. 

El investigador Luis Córdova lo repite: las cárceles se han convertido en el escenario donde existe mayor “gobernanza criminal porque ahí es donde las bandas han logrado consolidar sus economías criminales”. En ese modelo de gestión delictiva, dice Córdova, hay un involucramiento directo de policías y militares. Es importante, reitera, recuperar el mando político civil sobre la fuerza pública. Eso incluye a la administración carcelaria. 

Comité de Internos, clave 

Andrés*, quien cumple su condena de diez años desde 2018, se ha convertido en una voz de apoyo y resolución de conflictos en pequeños grupos de internos en la cárcel que lo confina. “Aquí somos muchos los que queremos que saquen las armas, quienes no nos metemos con nadie, sino que nos apoyamos unos a otros. Pero también queremos exigir nuestros derechos, sobre todo, la salud de nuestros compañeros, y asesoría jurídica. Necesitamos abogados”, dice. 

A Andrés le gustaría crear un comité, o un proyecto colectivo, que les permita, a él y a otros presos, participar y no ver como único liderazgo la imposición de violencia de bandas delictivas organizadas. “Nosotros, por ejemplo, quisiéramos plantear la idea de rebajas de pena para los delitos relacionados al tráfico de drogas, pero a los de escalas más pequeñas. Muchos lo hacen por necesidad”, asegura. 

Lo que Andrés aún percibe como una ilusión, ya existía en el sistema carcelario hasta antes del nuevo modelo de gestión penitenciaria que se terminó de consolidar con la apertura de las megacárceles en 2014. Hasta antes de 2011, existían las comisiones de internos en prisiones que, al agruparse, formaron al Comité Nacional de Prisioneros, una organización que, desde las celdas, buscaba mejores condiciones de vida para los internos. 

El antropólogo Jorge Núñez documentó cómo funcionaba el colectivo en el interior de los pabellones. Los comités, que se fortalecieron desde el 2000, tenían representantes, elegidos cada seis meses. Ellos se convertían en interlocutores frente a autoridades y personal carcelario que los reconocían como voceros de los presos. 

El presidente del Comité Nacional se escogía en consenso cada año. Casi siempre, el liderazgo recaía en el presidente del Comité del entonces penal García Moreno, que se convertía en una suerte de centro de operaciones de proyectos y exigencias. 

Hay documentos y actas, que datan de 2004 y 2005, que forman parte del registro histórico de los penales, citados por Núñez, en los que se observa, por ejemplo, como la Dirección Nacional de Rehabilitación Social, la máxima autoridad carcelaria en aquellos años, se comprometía a “prestar garantías” y permitir que el Comité Nacional de Prisioneros continúe con sus diligencias y trámites para conseguir, por ejemplo. una reforma al entonces vigente Código de Ejecución de Penas.

El Comité también lideró huelgas de internos y motines que no reclamaban lucro, sino derechos: “Visitas familiares, que solían hacerse hasta tres veces por semana, buena alimentación, acceso al agua, que se les permita tener sus emprendimientos: muchos tenían pequeñas tiendas de comida, golosinas, tabacos, carpintería, pues aún en prisión seguían sosteniendo la economía de sus familias”, recuerda Billy Navarrete, del CDH de Guayaquil.

También solían reunirse cuando se les notificaba de un nuevo traslado. En consenso, dice Núñez, dialogaban sobre los niveles de peligrosidad y, de no estar de acuerdo, se lo comunicaban a la dirección de la cárcel. Y los presos eran escuchados: varios traslados de internos de una cárcel a otra se descartaron para evitar episodios de violencia gracias al aviso de los comités. 

Elizabeth Pino, de Mujeres de Frente, dice que esa participación es clave. “Cuando yo estaba presa, fui testigo de cómo intentaron silenciarnos a nosotras y a los proyectos que podíamos haber tenido. La organización es posible, la mediación es posible. Lo entendí cuando mi colectivo me dio las herramientas necesarias. Necesitan escucharnos porque somos nosotras quienes conocemos y vivimos en carne propia cómo funciona el sistema”, asegura. 

Navarrete dice que la organización de internos va de la mano con los procesos de rehabilitación y que, además, “se convirtió en un puente con los directivos, pero también con las organizaciones sociales que trabajamos en prisiones. Cuando yo llegaba a la cárcel, era un representante del Comité quien me ponía al tanto de las necesidades de la prisión y de cuál era su realidad”, recuerda. 

Educación, reinserción laboral y salud, derechos básicos

Las personas presas son un grupo prioritario y vulnerable, según la Constitución ecuatoriana. Por ley, la población penitenciaria tiene siete derechos consagrados: no ser aisladas como sanción disciplinaria, las visitas de sus familias y abogados, poder declarar ante una autoridad judiciales sobre el trato que hayan recibido en prisión, contar con recursos humanos y materiales para garantizar su salud integral, la atención a sus necesidades educativas, laborales, productivas, culturales, alimenticias y recreativas. Las mujeres embarazadas, los mayores de 65, las niñas, niños y adolescentes y pacientes con enfermedades catastróficas también deben tener un trato diferenciado en las cárceles.

Además, existen cinco ejes de tratamientos planteados por el SNAI para el proceso de rehabilitación. Son, también, requisitos para los beneficios penitenciarios:  educación, salud, vinculación familiar y social, cultura y deporte. Según el SNAI, se han sumado 14 mil presos en 2021 a estos programas. Pero en las prisiones no se siente su efectividad.

Rosa*, una mujer ex presa, recuerda que hacía fundas de regalo tres horas al día. Era su actividad de reinserción laboral. El pago, recuerda, era máximo cinco dólares al economato, que es una tienda que funciona en la cárcel, pagada por las familias. “Pero con lo caro que es, no sirve para mucho, para unas fundas de papitas”, dice. 

William*, un preso que cumple su condena en otra cárcel costera,  ingresó al taller de carpintería. Desde ahí, con la madera que le donan, hace lámparas y artesanías para mantener a sus hijos, pues su ex esposa también está en la cárcel. “Yo logro trabajar, pero solo está habilitado para otras 20 personas y no hay rotación. Ese es un problema. No todos logran hacerlo y eso tampoco te permite rehabilitarte si pasas tu día en la celda, sin hacer nada”, comenta. 

Para Andrés*, quien estudia en una universidad local desde prisión, también hace falta presupuesto. Desde que se extinguió el Ministerio de Justicia, el presupuesto para el SNAI se ha reducido entre un 34 y 40%. “Aquí mucha gente quiere estudiar, pero no puede. Solo hay cuatro computadoras viejitas, que casi no podemos usar y no hay aulas. Un padre nos suele ayudar a conseguir láminas de zinc con donaciones, pero no es suficiente”, lamenta. 

Estudios personas presas

Los adolescentes y personas adultas presas tienen derecho a acceder a la educación mientras cumplen su condena. Muchos quieren hacerlo, pero no pueden. Fotografía de David Díaz para GK.

Un grupo de especialistas, liderado por el abogado guayaquileño Rafael Compte, tiene varias propuestas. La principal: que las 71 universidades ecuatorianas permitan que las personas presas estudien y logren tener una carrera. 

Es viable. Por ejemplo, la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil suscribió un convenio con el extinto Ministerio de Justicia y la Secretaría Nacional de Educación Superior (Senescyt) en 2015 para concretar un proyecto piloto. Más de una decena de presos lograron graduarse, siete años después, carreras como derecho, trabajo social, marketing, hotelería y turismo, administración de empresas.

Compte explica que el Estado entrega un presupuesto a las llamadas universidad cofinanciadas, que incluye entre sus variables proyectos de vinculación con la sociedad. La idea es que esos proyectos incorporen la educación superior de las personas presas. 

Para quienes no pueden optar por una carrera universitaria, plantea Compte, podrían optar, por un grado técnico de construcción, que incluya capacitaciones en albañilería, instalador de cubiertas, plomería, gasfitería, entre otros. Y podría hacerse con acciones coordinadas entre el Servicio Ecuatoriano de Capacitación Profesional (Secap) para que otorgue la certificación laboral. La empresa privada podría tramitar la entrega de materiales. La academia, avalar el proceso formativo. 

Compte y sus colegas también plantean la posibilidad de una reforma legal al Código de Trabajo y Ley Orgánica de Servicio Público que permita que los presos se vayan reintegrando progresivamente al campo laboral. Elizabeth Pino dice las personas ex carceladas son discriminadas y excluidas. A Andrés le preocupa que la corrupción en el sistema carcelario diluya toda posibilidad de rehabilitación. 

La salud también parece una utopía en prisión. Solo 25 de las 36 cárceles tiene un médico general, y solo 2 tienen un programa de salud mental. Hay presos con enfermedades graves, 353 de ellas crónicas y 271 catastróficas, como VIH y tuberculosis. Solo en una cárcel regional, el Ministerio de Salud reportó 650 casos de enfermedades crónicas, duplicando el balance del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de Libertad (SNAI)

Hay familias como la de Segundo Saldarriaga, un hombre mayor de 65 preso en la cárcel de Esmeraldas, que reclama la falta de atención para él, que ya no puede valerse por su cuenta, pero al que le negaron una acción de habeas corpus para cumplir su condena en casa. 

Además de la urgencia de asignación de presupuesto para servicios de salud pública en prisión, hay iniciativas que deben gestionarse. 

Por ejemplo, el Centro de Investigación Microbiológico Molecular, del médico Henry Parra, ofreció realizar gratis exámenes médicos como los de coproparasitario y análisis de sangre y orina a niños y a mujeres embarazadas en la prisión de Guayaquil. Esos exámenes deben complementarse con un diagnóstico médico y con la entrega de medicinas que, dice Compte, pueden conseguirse a través de convenios con la empresa privada. 

Compte y sus colegas también lograron que un grupo de psicólogos aceptara dar asistencia a familias de personas presas. Son 23 profesionales dispuestos a ayudar,  de manera virtual o telefónica. Aún esperan la respuesta del SNAI. 

Intervención en barrios y jueces de paz, el cambio profundo 

No es una coincidencia que los barrios más pobres —y olvidados por el Estado— sean aquellos en los que las redes de delincuencia organizada se asientan aún más. Ecuador es un país pobre: 27 de cada 100 ecuatorianos vive con menos de 2,85 dólares diarios. 10 de cada 100 ecuatorianos sobreviven con menos de 1,60 dólares diarios, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).

La tasa de pobreza extrema multidimensional, que incluye indicadores como educación, trabajo y seguridad social, salud, agua y  alimentación, hábitat, vivienda y ambiente sano, también es alta en el país: es 18,7%. Es decir, casi 19 de cada 100 ecuatorianos viven en hogares sin  esos derechos básicos. 

Esa es la realidad de zonas como La Guarachaca, en Esmeraldas, o en Socio Vivienda 2, en Guayaquil, parte de un fallido plan habitacional, que ahora es un barrio abandonado donde la violencia se ha vuelto cotidiana y sistemática. Niños de 10 años asaltan carros y tiendas. El consumo de la droga es común. Son esos niños —así lo evidenció el diagnóstico de las víctimas de las masacres carcelarias— quienes llegan a prisión. 

El 25 de mayo de 2022, hubo dos balaceras en los techos de la Unidad Educativa Fiscal Pedro Vicente Maldonado, pero pasaron casi desaparecidas, pese a que ocurrió frente a una Unidad de Policía Comunitaria. Una persona que presenció el tiroteo —y que prefiere no ser identificada por temor— dice que “el silencio se une a la violencia. Aquí vivimos en un autogobierno y nadie entra. Todo lo controlan las bandas”, dice. 

Para Nelsa Curbelo, el Estado y la sociedad deben entender que esas carencias componen los engranajes para que la violencia escale. “Son personas expulsadas de la sociedad que encuentran sistemas de sobrevivencia. Muchas criadas en medio de la violencia, no han desarrollado ningún ‘anticuerpo’ contra ella. Para ellas, está normalizada. Se traduce a gestos, a palabras, a muertes”, cuestiona Curbelo.Después de haber renunciado a la Comisión, ella regresó para que en Ecuador haya más barrios de paz. 

La exigencia al Estado y la coordinación de entidades como los ministerios de Educación, de Inclusión Económica y Social, y de Salud Pública está sobre la mesa, dice Curbelo. Pero es clave, enfatiza, una intervención social. 

Curbelo se sorprendió cuando conoció Colinas del Sol, un barrio de La Florida, una de las zonas con mayores índices de violencia de Guayaquil, en el que el liderazgo comunitario logró que sus habitantes vivieran en armonía solidaria. Ahí, dice Nelsa Curbelo, una persona logró que tres cooperativas se pusieran de acuerdo para reducir la delincuencia y violencia. “Él lo logró, según nos contó, porque tuvo el apoyo de la policía comunitaria. Comenzaron a convocar a los vecinos, a capacitarlos, y se formó un liderazgo fuerte, que también se consolidó con el soporte de esta institución”, cuenta. 

No es el único caso. Curbelo observó un proceso similar en un barrio cercano a la Penitenciaría del Litoral. “Fuimos con una autoridad, que no conocía esa zona, y aquellas personas que están al margen de todo, sí están organizadas. Tienen comités, están luchando por sus cosas, sus derechos”, recuerda. Son varias las personas expresidiarias, asegura Curbelo, que están al frente de los barrios. “Asumen sus errores y quieren reparar. Su forma de hacerlo es promover una cultura de paz. Tienen clarísimo que su responsabilidad con la sociedad pasa por evitar que otros hagan lo que ellos hicieron”, dice la activista que renunció a la Comisión de Pacificación.

Porto

En Ecuador hay cientos de barrios empobrecidos que necesitan intervención y apoyo. Fotografía de Karol Noroña para GK.

Ellos pueden convertirse en jueces de paz, una figura legal que existe en el Ecuador. Suelen ser los vecinos más respetados de un barrio. No tienen que tener una formación legal, pero sirven como mediadores y jueces en los conflictos de sus comunidades. 

Pero los líderes y las lideresas no pueden lograr el cambio solos. Debe ser un gesto colectivo. En Socio Vivienda 2, hay mujeres que intentan borrar el estigma que mancha a sus calles: organizan ollas comunitarias, incluso trueques entre vecinos para dinamizar la débil economía local. 

Algunas han sido amenazadas por bandas delincuenciales. No es un amedrentamiento reciente. Por eso, enfatiza Curbelo, también hay una corresponsabilidad de la ciudadanía que necesita despertar, dejar atrás, afirma, la impavidez social. Dejar el miedo para actuar.

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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