A Yolkin* lo mataron dos veces. La primera fue en una cárcel. La segunda fue a través de una mentira. Lucía*, la madre de Yolkin, estaba aliviada, feliz, con las manos cruzadas en el pecho, mientras esperaba que le permitieran ver a su hijo, quien cumplía una condena de un año y ocho meses en el pabellón 5 de la Penitenciaría del Litoral, en los extramuros industriales de Guayaquil. Yolkin estaba ahí desde hacía siete meses, cuando se desató la peor masacre en una cárcel del Ecuador: por un compañero de prisión, Lucía supo que al mayor de sus cinco hijos le dispararon ese día. Había al menos 100 muertos, pero a ella le dijeron que él estaba bien —que estaba vivo. 

Seis días después de la masacre, ella seguía sin saber de su hijo. Lucía estaba sentada, sola, en una carpa improvisada en la entrada del Laboratorio de Criminalística y Ciencias Forenses de la Policía Nacional, al pie del estero Salado de Guayaquil. El sol ardía esa mañana. Hasta allí llegó después de preguntar en el hospital Guasmo Sur —a donde fueron trasladadas las personas privadas de la libertad heridas, en el parque Samanes —donde entregaban información sobre las personas fallecidas, y en la Penitenciaría. 

Un día antes, el 3 de octubre, en la puerta de entrada de la prisión, cubierta de rejas, un guía carcelario le aseguró que su hijo no estaba ahí y que preguntara en el laboratorio qué había pasado con él. “No se imagina la alegría que sentía, porque me dijeron que él estaba recuperándose. No entendía por qué me mandaron a Criminalística, pero igual fui con la ilusión de verlo bien”, recuerda. 

Apenas llegó al laboratorio, Lucía dio los nombres completos de Yolkin y sus datos al personal de criminalística. “Sí, está aquí. Tranquila, mi señora”, le informó una sargento de la Policía, recuerda ella. Pero no era cierto. “Ella solo me veía, pero no tuvo el valor de decirme nada”, dice. 

Fue un oficial quien la llevó por un trecho flanqueado por palmeras. Llegaron hasta un edificio frío, donde el olor nauseabundo de cuerpos descompuestos le irritó la nariz y la mente. “Les pregunté: ¿por qué me traen?, ¿qué tengo que ver aquí?”, relata Lucía. Entonces, el policía le dijo: 

—Señora, no sé por qué no le contaron antes. Es muy duro lo que le voy a decir, pero su hijo fue asesinado. 

Lucía recuerda esas palabras con claridad, pero no lo que pasó después. Se desplomó. Iván*, otro de sus hijos, fue a reconocer el cadáver de su hermano mayor. A él también le habían dicho que Yolkin estaba vivo.

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A Lucía le mintieron seis veces durante seis días antes de anunciarle que Yolkin fue asesinado con un disparo en el estómago en la Penitenciaría del Litoral, aquel 28 de septiembre. Yolkin falleció ese mismo día por un trauma abdominal penetrante —según consta en su autopsia— y es una de las 119 víctimas de la masacre. “¿Quién me va a responder por las mentiras?, ¿por los días en los que tuve que rogar en esas puertas preguntando dónde estaba mi hijo si ya sabían que me lo habían matado?, ¿quién me va a responder por qué no les importó su vida?”, reclama.

Ecuador es un país de silencios y su sistema de rehabilitación, un pozo olvidado que descarta la vida. Es un modelo fallido que hoy solo logra recoger cadáveres. 

§

“A ‘Timoteo’ —así llamaban a Yolkin en la Penitenciaría— lo dispararon en el estómago”, alertaba un hombre en una nota de voz que llegó al celular de Lucía. Días después, supo que era un amigo pastor cristiano con el que Yolkin compartía jornadas de oración y alabanza.

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No era la primera vez que Yolkin estaba en la Penitenciaría —la mayoría por hurto. Lo hacía, lamenta Lucía, porque luchaba contra su adicción a la ‘plo plo’, una droga que combina cocaína y bicarbonato de sodio con agua, previamente mezclado sobre fuego. A veces, Yolkin dormía en las calles. Otras, conseguía un cuarto donde aterrizar. 

Lucía siempre lo buscó, pero era difícil seguirle el rastro desde que el padre de Yolkin se lo llevó, cuando él era aún un niño. “Tuvo una vida difícil y lo entiendo. Yo también soy una sobreviviente. Sin embargo, él nunca dejó de ser cariñoso, alegre y yo igual con él”, cuenta. 

Las grietas del sistema carcelario van más allá de las rejas, son también efecto de infancias abandonadas en las calles, de los barrios que intentan levantarse solos frente al olvido del Estado. Desde los 11 años, niños como Yolkin, ya están inmersos en círculos de violencia y delincuencia, me dijo Bernarda Ordóñez, secretaria de Derechos Humanos y quien preside el Organismo Técnico del Sistema de Rehabilitación Social. 

Yolkin tenía 31 años cuando fue detenido el 4 febrero pasado en Guayaquil. En aquellos días, él solía salir a reciclar en el sector de la Florida, en el norte del Puerto Principal. «Un hombre pasó y pensó que mi hijo quería robarle. Pero no fue así, no hurtó nada. Sin embargo, una patrulla que estaba haciendo su recorrido lo paró», cuenta Lucía. Dos agentes policiales revisaron a Yolkin, que en ese momento no tenía nada. «Le pidieron la cédula y cuando vieron que tenía antecedentes le dijeron: ‘pero si este ya ha ido tres veces, una más no le va a importar’. Le dijeron al señor que lo denuncie, pero no lo hizo formalmente», reclama. 

Yolkin no tuvo recursos para contactar a un abogado, según su madre, y fue condenado a un año y ocho meses de prisión sin haber tenido una defensa legal. Fue ingresado a una cárcel donde conviven más de 8 mil personas privadas de la libertad aunque su capacidad alcanza solo para 5.246 ubicados en 12 pabellones. 

La Penitenciaría no solo es la prisión más violenta del país, sino una de las 10 más sobrepobladas en Ecuador: la tasa de hacinamiento asciende a más del 52%, en condiciones precarias, sin acceso a la salud, a la justicia, a alimentación adecuada, a un sistema de rehabilitación digno y humano. La población penitenciaría allí representa el 21% del total registrado a escala nacional, que suma 37.533 personas hasta el 20 de octubre de este año. Y eso no es todo. La Penitenciaría también refleja los vacíos y burocráticos trámites del sistema judicial: el 70% de presos permanece en la cárcel sin una sentencia ejecutoriada. 

Cuando Yolkin entró a la cárcel, decidió tomar un camino más espiritual. Él se lo contó a su madre cuando la llamó para avisarle que estaba cumpliendo su pena, en abril de 2021. Optó por ingresar a la pastoral de la prisión, un espacio de acompañamiento espiritual que busca la pacificación tras las rejas. Para muchos, unirse a “Los Aleluyas” —así llamaban a Yolkin y a sus compañeros de fe— era abrir una posibilidad de alejarse de la violencia de las mafias que operan en las cárceles, ante la ausencia del Estado. 

Lucía dice que estaba preparando un cuarto para él en su casa, para que Yolkin volviera a su hogar y ya no a las calles. Se lo contó unos días antes de la masacre y Yolkin esperaba que llegara diciembre para apelar a su sentencia. «Yo no tuve dinero para poderlo ayudar antes, porque estaba muy enferma, pero sí reuní para sacarlo de ahí. Él estaba ilusionado y se portó bien. El juez que lo sentenció le dijo que si todo iba bien, podría ser libre de nuevo pronto», recuerda Lucía. 

§

Ocho horas antes de que la masacre estallara en la Penitenciaría, Yolkin y Lucía hablaron por última vez. Fueron casi tres horas de charla: rezaron, rieron, lloraron y, sin saberlo —dice Lucía, se despidieron, a través de una llamada

Era casi la una de la mañana y a Lucía se le cerraban los ojos del sueño. Pero dice que recuerda claramente lo que le dijo su hijo:

—Las cosas aquí no van bien, algo malo se aproxima, mamita. Pero quiero que sepas que si a mí me dieran una pistola para matar, yo prefiero morirme. 

—Mijo, ¿qué está pasando?, ¿cómo te ayudo? 

—Tranquila, mi reina. Pero si algún día no estoy, quiero que seas fuerte, que te acuerdes de mí, que vivas, que busques la alegría para que te sanes.

Lucía no volvió a saber más de su hijo. Tenía miedo, dice. Perder a un hijo es un dolor fulminante, que no cierra. Y Lucía ya lo había vivido: 11 años antes, José*, su segundo hijo, fue asesinado mientras intentaba defender a su cuñado de los golpes de un grupo de hombres. 

La masacre comenzó a las nueve de la mañana, pero la Penitenciaría no durmió aquella madrugada. Allí ya sabían lo que iba a pasar. “Algunos nos armamos porque ya conocemos lo que ocurre, incluso avisamos días antes, pero nadie hace caso. Así pasó en las otras masacres”, dice Jorge*, un preso que aún cumple su condena en esa cárcel (y que habló bajo condición de no revelar su verdadero nombre). 

Son varias las versiones en torno a lo que sucedió el 28 de septiembre. Pero, Jorge y Carlos*, un guía penitenciario que aceptó hablar conmigo si no publicaba su nombre, coinciden en que el ataque fue dirigido a Los Fatales, una banda delictiva creada por Alias Junior, quien junto a Alias Fito, líder de Los Águilas, ambas células derivadas de Los Choneros —la banda criminal más peligrosa del país— buscan el control en la Penitenciaría. Ellos eran los hombres más cercanos a Jorge Luis Zambrano, alias JL o Rasquiña, quien fue el líder absoluto de Los Choneros, hasta el día en que fue asesinado a balazos a finales de 2020 en una cafetería en un centro comercial de Manta, una ciudad donde el narcotráfico ha hecho metástasis.  

Desde su muerte, ninguno de sus secuaces y lugartenientes ha logrado igualar su poder.  La violencia, influenciada por las prácticas sanguinarias de cárteles internacionales, se ha intensificado. De hecho, explica la abogada Alexandra Zumárraga, ex directora nacional de Rehabilitación Social, fue alias “JL” quien “inauguró las decapitaciones” en el país.

El guía Carlos, por un lado, dice que Los Fatales intentaron aliarse con Los Tiguerones, otra de las bandas en la cárcel, liderada por alias Willy, un exagente penitenciario. “Ellos no tenían bandera, por así decirlo, por eso intentaron unirse a Los Tiguerones. Pero Los Choneros y los Águilas los mandaron a matar a todos por volteados. Exterminaron a todo el pabellón”, aseguró. Volteados es, en jerga penitenciaria, traidores. 

En cambio, Jorge dice que fueron los Tiguerones y Los Lobos, que lideran los pabellones 9 y 10 de la Penitenciaría, quienes atacaron a Los Fatales para levantar su poder en el centro carcelario. 

Yolkin no se lo dijo a su madre, pero en su celda habitaban dos miembros de una de las bandas delictivas que fue atacada ese día. Ellos lo extorsionaban para que pague 200 dólares cada semana. Lo supo después, cuando varios de los ex compañeros de pastoral de Yolkin le contaron a su madre que un “suizo”, como llaman a los gatilleros en la Penitenciaría, lo vio desde el techo y lo siguió hasta su celda. “Ellos pensaban que los chicos [de pastoral] los protegían. Mi hijo intentó esconderse, como lo hizo en las masacres anteriores, pero ahí me lo disparan”, dice Lucía, quien pregunta por qué el Estado no hizo nada y cómo es que las mafias continúan consiguiendo arsenal para matar dentro de la Penitenciaría. 

“Los presos tienen el control y hay demasiadas formas para ingresarlas”, explica Carlos, el guía. “Las meten en los carros que ingresan con comida, por ejemplo, o a través de los uniformados. Pero todo es con la orden del de arriba. El director lo sabe. Por eso aquí solo hay directores de paso. O los amenazan o les dan dinero”, asegura. Lo mismo dice la abogada Zumárraga, quien asegura que, durante su gestión entre 2010 y 2011, las mafias operaban de la mano de ciertos funcionarios públicos. Ella fue amenazada de muerte más de una vez por ordenar traslados de líderes delictivos, como Óscar Caranqui. Sin embargo, no cedió y lo cumplió. 

§

Desde que las primeras noticias de la masacre empezaron a emerger, los gritos y los reclamos poblaron la entrada del departamento de criminalística, donde funcionarios anunciaban los nombres de los muertos como si vocearan novedades de feria. Pero el 6 de octubre, había silencio. De lejos vi a Lucía, sentada, esperando que le entregaran el cuerpo de su hijo. Estaba cansada, con una botella de agua vacía. Para ella, esos seis días son una mentira. “Vi que no me iban a dar respuestas y los guías decían que en el hospital del Guasmo estaban los heridos”, recuerda. Fueron al menos 80 las personas heridas durante la masacre. Pero Yolkin no estaba entre esa lista de personas. 

El jueves 30 de septiembre, Lucía y sus hijos fueron al hospital Guasmo Sur, en el sur de Guayaquil, para preguntar por Yolkin. “Ese día, un señor del hospital nos dijo que sí estaba ahí, en el piso 1, que salió de peligro. Pidieron mi número y dijeron que el médico iba a llamar”, recuerda. Pero nunca pasó. 

Lucía volvió al hospital a las 12 y 30 de la tarde, el sábado 2 de octubre. Esperaba al hombre que daba la información. La madre estuvo ahí hasta las ocho de la noche, exigiendo noticias. “Lo único que sé, y no me pregunte más, es que efectivamente el médico dice que su familiar está ahí está fuera de riesgo”, le aseguró otro miembro del hospital. 

Al día siguiente, volvió al hospital del Guasmo, porque la habían contactado para que “firmara” un documento y llevase las medicinas que supuestamente necesitaba su hijo. Allí encontró a dos guías penitenciarios que estaban custodiando a las personas heridas. Cuando ella preguntó por Yolkin, ellos, dice Lucía, le dijeron que él no estaba en ninguna lista, ni en el hospital. 

Primero, le aseguraron que no había rastro de él. Luego que ya había sido trasladado de regreso a la Penitenciaría. “Tranquila, le debieron llamar para que firme su salida. No se preocupe”, le dijo uno de ellos. Lucía volvió a casa sin respuestas claras, pero feliz. Yolkin estaba vivo. Regresaría al cuarto que ella le había preparado.

Al día siguiente, corrió hacia la Penitenciaría para ver a su hijo. Sin embargo, nadie sabía dónde estaba Yolkin. “Sí vinieron algunos presos, pero él no está”, le informó un agente carcelario. Revisaron listas y documentos. Nada. “Sabe qué, mejor vaya a Criminalística. Ahí le han de decir cómo está su hijo”, le dijo.

Lucía llegó a ese edificio frío, donde quería ver a su hijo vivo. Y le entregaron su muerte. 

Una mano la abraza y pausa nuestra conversación. Es Iván, uno de sus hijos, acompañado por su hermano. “No podemos decirle más. La mafia está en la Penitenciaría, pero también está aquí, en las calles”, me advierten. Estaban enojados, tristes, desencajados aún, con los ojos ocultos tras dos gorras. Lucía registró mi número en su celular y así nos despedimos. Días después lo entendería. 

§

Es viernes, 4 de noviembre. Son las 11 de la mañana y esta crónica se iba tejiendo de a poco, cuando a mi celular llegó un mensaje: 

—Hola, puede ayudarme a encontrar a mi mamá.

Había pasado casi un mes desde que conocí a Lucía bajo esa carpa, ambas solas, mientras ella reclamaba la vida de su hijo. Pensaba que era poco probable volver a saber de ella, pese a que intenté ubicarla durante semanas. “Estaba buscando su número y no lo lograba, pero apenas encontré, le escribí”, me contó. 

Luego de la muerte de Yolkin, Lucía quiere volver a abrazar a su madre. La última vez que la vio fue cuando tenía apenas ocho años. Su padre la agredía y ella escapó de la violencia. “Mi hijo no logró conocerla, por eso no me canso de buscarla después de tantos años, necesito verla”, cuenta. Ahora, está decidida a encontrarla, aunque lo único que conoce es que posiblemente esté en Bastión Popular, un barrio en el norte de Guayaquil, que sobrevive entre el empobrecimiento, la organización comunitaria y el crimen organizado. 

Más tranquila, Lucía me cuenta que los restos de su hijo descansan en el cementerio municipal de Monte Sinaí desde el 7 de octubre. Yolkin fue despedido entre rezos y cánticos entonados por su madre, su padre, sus hermanos y sus amigos. “Lo velamos con mucho amor, incluso me contaron que tal vez tiene una niña…es que era bien picaflor y era bien guapo. Eso me da esperanza”, dice. 

Lucía y yo conversamos de nueve a doce de la noche del sábado 6 de noviembre, en el mismo horario en el que solía hablar con Yolkin a diario. 

—Creo que Dios propició este encuentro, niña. Siento que, donde sea que esté, Yolkin está bien, en paz, abogando por nosotros. Él ya no tiene dolor. Pero quiero que sepan cómo era mijo, lo alegre que era, cuánto amaba la vida, cuánto me animaba…

Cada noche, Lucía escucha uno de los últimos audios que Yolkin le envió desde la Penitenciaría: “Mamita, mi reina, sé fuerte, porque tú eres una guerrera”.

—Y cada vez que miro al cielo, lo veo sonriéndome. Él está vivo en mi corazón. Fue el regalo más precioso que Dios me dio. Me lo mataron, pero él está conmigo todo el tiempo. Sé que él se encargará de hacer justicia. 

Yolkin revive en la voz de su madre, venciendo esta vez a la violencia. Mientras el gobierno militariza el país, Lucía añora los días en los que su hijo nadaba feliz en aquellas “piscinas” —como le dicen a esas pozas de agua que se formaban por la lluvia en las calles de los barrios populares, los días de baile y llanto en la Guayaquil que se niega a perder la sonrisa, como Lucía. 


*Nombres protegidos 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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