Reportaje originalmente publicado el 23 de febrero de 2022.


La alarma de un microondas blanco pita y alerta a Bartolo*. ¡Chuuuuucha, se quema!”, grita apresurado, con la voz gruesa y agitada, y saca el plato blanco ardiente del microondas. Parece un giradiscos. Es su principal instrumento de vida: ahí come el seco de picudo que tanto le gusta, un pescado bañado en un sofrito de tomate con abundante arroz amarillo, una exquisitez popular en Portoviejo, la ciudad en la que vive Bartolo. En ese plato también “quema” lo que le da de comer: la cocaína. 

Algunos le dicen “oro blanco”. Otros, “el perico”. Pero Bartolo llama “la merca del infierno” a la droga que más circula en Ecuador —en 2021, el año con mayor número de decomisos en la historia del país, se incautaron más de 173 toneladas de cocaína, que supera el 82% del total decomisado el año anterior

Pero ese infierno, admite Bartolo, le permite vivir después de haber sido confinado 12 años en la Penitenciaría del Litoral. Con eso, se mete unos cuantos billetes al bolsillo, que completa vendiendo cocos o reparando cocinas o refrigeradoras. Con eso, cuenta, compra comida para tres bocas, que a veces son cinco cuando llegan sus nietos, y paga la gasolina de su motocicleta.

Con mucho cuidado, Bartolo va reduciendo a polvo las piedritas de cocaína, como los granitos de sal gruesa que se riegan en cada cocina. Así llega la compra que hace desde laboratorios y cristalizaderos en Esmeraldas, una ciudad también costera y también atravesada por la pobreza y el flujo de droga, más al norte del Ecuador. Tac, tac,tac tac, tac, tac —suena una cuchara sopera que los aplasta contra el plato blanco caliente, lleno de coca. 

Bartolo es rápido: es la experiencia que ha ganado en sus más de 40 años. En veinticinco minutos ya ha desvanecido una fundita de droga, que entraría en la manito de un niño de cinco años. Mientras lo hace, alguien nos ha mirado fijamente. 

Unos ojos pequeños, abiertos como dos parasoles, me observan desde abajo. Es Jorgito*, un niño de dos años, que se va abriendo paso por el piso de cemento para abrazar a su abuelo. Bartolo, aún con las manos empolvadas con los rezagos de la cocaína amarga, carga a su nieto. “Trabajando estoy mijo, para que seas fuerte”, le dice.

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July*, su esposa, una mujer de cabello rizado y ojos cafés,  ha estado sentada en un sillón en completo silencio. Me sirve un vaso de cerveza y me señala cada rincón de su vivienda. Me invita a observarla. La casa de caña y techo de zinc, pintada con colores pasteles, que Bartolo construyó hace seis años, está enclavada en la cima de un barrio laberíntico, con basura en cada esquina, polvoroso, con casas de caña, donde los carteles de políticos que lanzaban promesas se van desvaneciendo como sus palabras. 

Sus vecinos se asombran tanto con mi llegada que de a poco, recelosos, me miran de arriba para abajo a través de sus “ventanas”, que solo son telas tendidas, reconociéndome extraña. Bartolo y July viven en el Portoviejo olvidado, con lo básico: dos cuartos de dos por dos metros, cuatro sillas y dos mesas de madera café, brillantes por el aceite con el que las limpian a diario, y un baño. Todo está impecable, limpio: los vasos, los platos, la cocina.  “Aquí sobrevivimos, na’ más”, me dice Bartolo  con las cejas levantadas y con Jorgito en brazos. 

Cuando Bartolo dice “sobrevivir”, lo dice en un sentido literal: todos sus amigos están muertos, asesinados por policías durante persecuciones y por antiguos compañeros que, con el tiempo, se convirtieron en competencia.

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Hay historias que se escuchan mejor cuando el sol se ha ido, como aquella que me contaron durante mi primera visita a La Zona. Es una calle larga que se arma y rearma cada noche con los puestitos informales de uno de los 300 barrios de Andrés de Vera, una de las diez parroquias urbanas de Portoviejo, la capital de Manabí, la segunda provincia con más flujo de droga en Ecuador, privilegiada con puertos marítimos, pero quebrada por la violencia, el sicariato y las redes de delincuencia organizada. 

No hay letreros, tampoco nombres, pero cada quien sabe cuál es su lugar. Sí existe una frontera visible: una garita hecha de caña marca el ingreso a La Zona. A las siete de la noche, parece la hora de salida de un colegio nocturno: adolescentes y jóvenes se agrupan en las puertas de madera de casitas resquebrajadas y apiñadas una junto a la otra. No viven ahí, esas son solo sus paradas. 

La fachada colegial, sin embargo, es solamente una ilusión. En ese barrio no hay escuelas, ninguno de sus casi dos mil habitantes ha pasado de la primaria. Ríen cuando les pregunto si quisieran estudiar en la universidad. No es una opción, dicen. 

Los adolescentes de aquel barrio invisible no intercambian libros, ni juegos: venden cocaína, polvo —pasta base de cocaína grisácea, más barata y más adictiva— y marihuana. Ellos son el rostro del mercado ilícito de droga interno con el que más de 15 familias, conectadas a otros núcleos familiares, comen y, como Bartolo y su familia, sobreviven.

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Cada vendedor la oferta como puede: muestran unas funditas de bolos que, en lugar de la fruta azucarada congelada, están llenas de droga. Cada dosis la venden por dos dólares. Algunos expendedores las venden con un poco más de sustancia, otros con menos, pero al mismo precio. Los dos jóvenes que trabajan para Bartolo, por ejemplo, tienen su estrategia marketera: la droga que compra Bartolo, dice él, es una de las más puras —se puede comprobar diluyendo la cocaína en los dedos, si los rezagos son aceitosos, es buena. Además, para que puedan ganar cincuenta centavos más, Bartolo pone un poco más de droga en las fundas. Y le funciona: entrega más sustancia, pero también vende más.

Algunos la “cortan”: mezclan la cocaína con pastillas —una aspirina, por ejemplo— para rellenar el empaque. Si un consumidor es inexperto, no lo notará.

Allí, en ese comercio que mantiene a cientos de personas, hay un acuerdo tácito que nadie puede romper: está prohibida la venta de heroína y, sobre todo, de la hache, una droga que se cocina con  heroína —puede ir desde el 25% hasta el 80%—, pero que se mezcla con otros químicos como la cafeína y otros aún más tóxicos —entre ellos, veneno para ratas y residuos de cemento. 

Es algo así, dicen los expendedores, como un pacto de dignidad. Esa sustancia, que sume en adicciones insuperables a niños, adolescentes y adultos en Guayaquil, está vetada. Quien incumple, puede morir. 

Días antes de mi llegada, en enero de 2022, asesinaron al único hombre que se atrevió a venderla en zonas cercanas. La heroína da más dinero —es más cara— y es mucho más adictiva, aunque, por experiencia de los microtraficantes, “trae más problemas”. Pero eso no quiere decir, admiten, que las sustancias que venden sean “más buenas”. 

El coronel Byron Ramos, segundo al mando de la Dirección Nacional de Antinarcóticos de la Policía Nacional, dice que en 2021 se decomisaron apenas tres toneladas de cocaína en Portoviejo. Lo atribuye a que en la ciudad prima el consumo interno y no la droga del tráfico internacional. 

En Portoviejo la droga abunda: aquellas sustancias que sostienen a familias, están guardadas bajo los suelos, en caletas improvisadas, en colchones y en rincones secretos. Se vende no solo por la noche, sino durante el día. Llega desde los proveedores a gran escala que, me dijo Bartolo, también abastecerían a las bandas carcelarias y a microtraficantes como él. Es un secreto a voces. “Yo tuve el contacto [quien vende la droga a gran escala] por un amigo que hice en la cárcel. Y se sabe: cuando esas bandas se organizan, es inevitable que les vendan también. Pero eso sí, no te puedes atrever a preguntarle a tu contacto. Eso es delicado. Te pueden matar por eso”, me dice. 

Son familias enteras dedicadas al menudeo de la cocaína. “Ellos controlan la cantidad de los productos y son ellos quienes construyen a sus propios vendedores y cuidan a sus compradores”, explica el antropólogo Jorge Núñez, director de Kaleidos, el Centro de Etnografía Interdisciplinaria de la Universidad de Cuenca, quien ha estudiado el menudeo de drogas durante años. La restricción de la venta de heroína y hache, dice Núñez, es “una suerte de economía moral de la venta de droga al menudeo”. Pero también es una suerte de prudencia frente a la expansión del mercado de heroína, que trae otras dinámicas. “Ellos saben que pueden llegar a ser mucho más violentas”, explica Núñez. 

Para los pobres de La Zona, la cocaína es el cerro por el que caminan hacia la sobrevivencia. “Son emprendimientos ilegales en economías de subsistencia”, dice Núñez. Sobre todo, para aquellas personas que no consiguen un empleo formal, en un país donde más de cinco millones de personas viven con menos de noventa dólares al mes, según el reporte del  Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), de julio de 2021.

Pero dentro de esa ecuación de supervivencia,  la violencia es un factor inevitable del cálculo. En realidad, explica Núñez, llega a ser autorregulada por los propios expendedores, como el acuerdo implícito que terminó matando al vendedor de heroína. Pero también es la violencia que se ejerce contra los usuarios. 

“A mí muchos me desean el mal porque vendo más”, dice Bartolo. Ha perdido a varios de sus usuarios. No porque hayan preferido la que oferta otra familia —aclara—, sino porque los otros “los obligan a comprarles. Ellos saben que no pueden meterse conmigo y les hablan, les gritan, les arrinconan. Algunos me llaman para contarme y vuelven. Otros ya no”, cuenta. 

Allí, a diferencia de las redes de delincuencia organizada, la disputa no se convierte en matanzas entre competidores, no concibe aquella escala de violencia: sino contra los usuarios, amedrentados por los expendedores que sí o sí deben vender su producto. 

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Como en toda comunidad, hay cada personaje: desde el cantante que quiere parecerse al salsero Frankie Ruiz, el nieto que juega pelota en las calles polvorosas, el sobrino comedido que ayuda a llevar los racimos de plátano verde, hasta la hermana que acolita a recorrer el barrio donde los gallos cantan a cualquier hora. La Zona se alimenta con sus voces en un laberinto caluroso, lleno de techos de zinc y casas convertidas en caletas —parecidas a largas casas de árbol que con un deslave se arrancarían como plumas, donde no hay policía —no vi a ningún agente durante los cuatro días que estuve ahí— y se trabaja más de 15 horas al día por un plato de comida.

Aunque la venta de drogas parecería ser un negocio rentable que permite la vida de lujo de los narcos que salen en las series de Netflix —Cocaine Inc. tituló la revista Times en 1991 sobre la mega red que era el Cartel de Cali—, los eslabones más bajos de su operación nunca ven el oropel de los yates, las mansiones, los relojes de oro y los banquetes opíparos. 

En la casa de Bartolo hay verde, pan, leche y, si hace calor, cerveza. Vive al día. Cada mes compra dos “aparatos”, así llama a los paquetes de droga, envueltos en cartón —uno de mil gramos de cocaína, otro de mil gramos de polvo— es decir, dos kilos de droga por los que paga más de mil quinientos dólares. Pero la ganancia no es inmediata.  “Nunca ves la plata en montón. Vendes de poco en poco y con eso comes. Recién arreglamos la nevera, ahí se me fueron más de cien dólares”, dice Bartolo. Este mes, me cuenta, al fin comprará una cocina nueva, la que tenía,  ya no sirve. “Están los niños, a veces se compra más, otras menos”, me dice y me señala su sala, donde hay dos sillones y una televisión: “Aquí no hay riqueza”.

Además de la comida, en su casa hay un problema aún mayor. El hijo de su esposa July tiene una adicción severa a las drogas —aunque ella prefiere no decir a cuál. Ha intentado más de una vez internarlo en una clínica de rehabilitación, pero el dinero no alcanza y tampoco confía en esos sitios. Más de una vez ha escuchado sobre maltratos y golpizas contra los internos. Hay algo en el rostro sonriente y al mismo tiempo esquivo, como avergonzado en ocasiones, de July que me hace pensar que es la misma que venden en su casa. “Ya mismo vuelvo a los caminos del señor”, dice July, quien se ha convertido en la ayudante de Bartolo. 

Ella es quien prepara los platos para “quemar” la cocaína y quien corta las fundas para los empaques. A veces también ayuda a licuarla en un pequeño procesador de alimentos. Está frustrada, pero lo dice en voz bajita, como un susurro. Antes trabajaba, cuando estaba casada con un pastor evangélico. Ahora, su vida es la antítesis, aunque, dice, siempre fue agredida. En nombre de Dios y en nombre del infierno.

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July no quiere comer con el dinero que llega de la venta de la droga, de aquella de la que no ha logrado salir su hijo. “Esto es lo que vivo. Intento no meterme mucho, pero por ahora, no hay más”, dice. 

Un silbido largo, desde afuera de la casa, interrumpe nuestra conversación. Es un cliente más que ha llegado a su puerta. 

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La Zona no es la única que vive del microtráfico en el país. Tampoco es una alternativa nueva. La  investigación El consumo de drogas en el Ecuador: una aproximación cuantitativa, de Pablo Bonilla y Pablo Andrade, publicada en 1990, permite entender el ingreso de las sustancias al mercado local. 

La marihuana, por ejemplo, tiene una larga data de consumo en el país. Se esparció en diferentes estratos sociales a partir de la década de 1970. En cambio, la cocaína ingresó para quedarse al país en 1983, aunque, plantearon los investigadores, hay registros desde los años setenta, e incluso a inicios del siglo XX, cuando se consumía en círculos de artistas y bohemios acaudalados. 

Ahora, una pequeña dosis está a solo dos dólares de distancia. Por ella roban, por ella trabajan. Pero cuando llegó la pandemia del coronavirus, cuenta Bartolo, su emprendimiento ilegal comenzó a dejar de ser rentable. Además, otra preocupación. Él, que desde los diez años vio cómo vendían droga en ese barrio de forma independiente, teme la llegada de bandas delictivas organizadas, como las que operan a cuarenta minutos de su barrio, en el puerto de Manta, punto neural del tráfico internacional de narcóticos.

El coronel Ramos, subdirector de Antinarcóticos, opina lo mismo que Bartolo. La policía lo atribuye a la “evolución del narcotráfico” y la sofisticación de producción de droga en dos departamentos colombianos fronterizos que colindan con Ecuador: Nariño en el oeste, y Putumayo en el este. Más de mil toneladas de cocaína se cocinan en esos laboratorios. 

La dinámica, dice Bartolo, está cambiando y ahora es más violenta.  Una semana después de nuestro encuentro, siete personas fueron masacradas en Portoviejo, mientras velaban a un hombre asesinado el 29 de enero. La primera hipótesis de la Policía fue que se debía al “expendio de drogas o al tráfico internacional”. 

Ecuador ha sido, históricamente, un país logístico en la cadena de venta y distribución de drogas a gran escala. Y ahora parece haber potenciado su rol, sin control o medida que lo frene. La Policía, por ejemplo, muestra con orgullo sus decomisos en la televisión y en redes sociales. A cada hora se anuncia una confiscación. Desde 2010, cuando se incautaron 18 toneladas de droga, hasta el 2021, cuando se batió un récord histórico de 210 toneladas, ha habido un incremento del 1066% de incautaciones, según el registro de la dirección de Antinarcóticos. El  ascenso es visible, sobre todo, desde el 2015. Pero los grandes decomisos no han detenido la violencia en las calles y las cárceles;  por el contrario, la situación ha empeorado. 

Hay, además, un nudo crítico que necesita discutirse: la fallida política antidrogas que aún no encuentra rumbo en el país. En lugar de “combatirla” —palabra bélica usada por el gobierno— se multiplica. Y aquellos mercados de subsistencia, dice el antropólogo Jorge Núñez, están siendo reemplazados por otros más violentos. Para la Policía, es una “disputa de territorio”. Pero para Núñez, el conflicto es aún más profundo, uno en el que el Estado tiene incidencia directa. Y hay una serie de hechos que confluyeron para que ocurra. 

Comenzó, explica Núñez, cuando la Base de Manta fue expulsada del país, en 2009. Aquella salida marcó el quiebre de las políticas de cooperación entre Ecuador y Estados Unidos, que volvió a la fracasada “guerra contra las drogas”, un asunto de seguridad nacional y regional desde los años 70, que ha arrebatado miles de vidas, hacinado cárceles y ha costado millones de dólares. 

Dice Núñez que esa fractura, que perjudicó en mayor medida al país norteamericano, no implicó una transformación de la lógica de esa batalla. “El Estado siguió teniendo una visión de interdicción de ataque para perseguir a la gente que se dedica a estos mercados», dice. Lo único que cambió, comenta, es que, en lugar de perseguir a las rutas internacionales, la policía ecuatoriana creó  “el territorio del microtráfico” —una expresión que se escucha en cada rueda de prensa y pronunciamiento policial. 

En aquellos momentos se afianzó, dice Núñez, la persecución contra los pequeños traficantes. En las cárceles ecuatorianas, ese es el delito que más confina, tanto a hombres como mujeres: el 26% de hombres presos y el 55% de mujeres presas en Ecuador cumplen sus condenas y órdenes de prisión preventiva por tráfico ilícito de sustancias.

En 2015, un año después de haberse abierto las tres mega cárceles en el país —la Penitenciaría del Litoral, en Guayaquil, la cárcel de Latacunga, en Cotopaxi, y la cárcel de Turi, en Cuenca— se creó la Unidad de Inteligencia Penitenciaria. “Era una gran innovación, en teoría, pero su función terminó siendo que la policía produzca inteligencia no para controlar las prisiones, sino para controlar el territorio de los mercados ilegales de venta de droga al menudeo”, dice. La solución del gobierno del actual presidente Guillermo Lasso tampoco busca cambio: volvió a declarar la “guerra contra el narcotráfico”, ofreciendo fortalecer a la policía. Lo cierto es que ni la violencia, ni el flujo de droga en Ecuador han cesado. 

Se multiplica a diario. Se muestra en los sicariatos contra niños, incluso, en los puentes donde ahora se cuelgan cadáveres, en las familias lloran a los muertos de masacres como las de la Playita del Guasmo

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Bartolo a veces se arrepiente de haber asesinado a varios hombres. Me lo confiesa al oído, mientras me ofrece un vaso de agua y se sienta frente a mí. Recuerda cada uno de sus rostros. La primera vez que mató a alguien, tenía 14 años. Fue uno de sus vecinos, pero nadie sospechó de él. “Yo era chiquito, un pelado, nadie me volteó a ver. Qué se iban a imaginar”, cuenta. La vida en aquellos años costaba un millón de sucres. Al cambio de hoy, cuarenta dólares. 

Añora a sus padres. Su papá era médico y su madre, trabajadora en su propia casa. Aunque vivían en aquel barrio de casas de dos cuartos, con las paredes resquebrajadas y cimentadas en pisos polvorosos, querían que Bartolo fuese abogado o político. Soñaban por él. “La política es un mero show. Prefiero robar para mí y no para otro”, me dice. 

Bartolo hace una pausa. Comienza a sonar una de sus canciones favoritas. Frankie Ruiz canta: “Deseándote. Cada día, cada noche deseándote. Para hundirme en tus abismos inventándote…”. Y prosigue. “Yo a los once años ya estaba metido en el ‘mundo del hampa’. Sentía que pertenecía ahí, que podían respetarme. Creía que tenía poder”, cuenta. Lo tuvo. Trabajó con los hombres de Macario Briones, conocido como Don Maca, histórico mafioso manaba que tuvo por varios años el control en la Universidad Técnica de Manabí. El mismo Don Maca que violaba a mujeres que no podían denunciarlo por el miedo, el matón y también el hombre que muchos recuerdan por el dinero que regalaba.

Pero la ilusión de poder ganada a sangre y llanto se agota. Y a Bartolo se le extinguió cuando lo encerraron en la Penitenciaría del Litoral. Con los años, parecía una estatua solitaria. Triste. Siempre en silencio. “Ahí uno conoce lo que es la soledad. Claro que me ofrecieron unirme a una banda. Pero ahí también conocí a Dios. Gracias a Él sigo con vida”, confiesa. 

Dice Bartolo que nunca fue más feliz como el día en el que salió de la Penitenciaría, la prisión asentada en el cemento infractor de la vía a Daule, en Guayaquil. Ni bien cruzó la puerta de hierro de la cárcel más violenta del Ecuador, viajó más de cuatro horas hasta la playa de Crucita — a la que iba con su madre y cuando el corazón le dolía— para  quitarse el hedor ácido y húmedo de 12 años de encierro

Cierra sus ojos achinados y levanta las manos hacia el cielo, como lo hizo ante ese mar verde azul de su provincia hace casi seis años. Se entrega al recuerdo. Sonríe y sus mejillas regordetas de las que brotan surcos y cicatrices, sudan como si una lluvia le cubriera el rostro avejentado. 

Su vida siempre ha estado con la droga, la “merca” que hoy vende, y que más de una vez lo puso en en el trance que amortiguó día a día las muertes de sus amigos.  “Más allá de la puta droga está la conciencia”, dice. Aquella voz gruesa y puntillosa que parecía nunca quebrarse cede. Bartolo mira al piso durante unos segundos y se recompone. “Dios me salvó. Y ya no quiero volver a matar, por ella” ,  dice con firmeza, señalando a July. Un día antes, sin embargo, molió a golpes a un hombre del barrio. No quiere hablar de eso. 

Le pregunto a Bartolo si quisiera cambiar de vida. “Pero ya cambié, ¿no ve?”, me responde. “No voy a dejar de vender, sino, ¿cómo vivo? ¡! Esto no es la ciudad de la que usted viene. Nosotros somos los hijos invisibles de la coca y aquí vivimos hasta que la muerte llegue. ¿Ha visto policías por aquí? Y cuando vienen, se les da una vacuna de 200 y nada más. Así es aquí”, me dice, como retándome a enfrentar la realidad. 

¿Y Jorgito?, pregunto. Bartolo me mira con esos ojos que vieron a otros morir por su mano. Se le ha desdibujado la sonrisa. Se levanta de la silla y me deja sola. Lo veo de lejos, afuera de su casa. Su mano oculta su cara. El rostro bajo, casi humedecido. Una lágrima golpea el suelo. 


*Bartolo accedió a recibirme en su casa con la condición de que su nombre y el de sus familiares no fuera divulgado.

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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