En marzo de 2017, Freddy Leonel Salas Estrada entró a la Penitenciaría del Litoral. Había atropellado a una persona en una autopista de Guayaquil y había sido condenado a cinco años de prisión. Hoy podría estar libre: el 15 de junio de 2020, su familia interpuso una solicitud de acceso a cambio de régimen semiabierto, un proceso de rehabilitación en la que una persona sentenciada puede cumplir su condena fuera de la cárcel si reúne una serie de requisitos establecidos en el reglamento del Sistema de Rehabilitación Social —el principal es que haya cumplido el 60% de su pena. “No quiero que me lo maten a mi hijo. Llevamos más de un año pidiendo la agilización de sus trámites. Ya sobrevivió a cuatro masacres, ¿quieren entregármelo muerto?”, reclama su madre una mañana de noviembre de 2021. 

En el Ecuador, estar preso en la Penitenciaría del Litoral (y en varias otras cárceles) es una ruleta rusa —una amenaza constante que viola, en todo momento, el viejo principio legal de que las penas deberían ser proporcionales al crimen que se comete. 

Revisé el proceso penal —desde la audiencia de flagrancia de formulación de cargos hasta la solicitud de cambio de régimen— y comprobé que Freddy Salas ya sobrepasó el 85% de su sentencia en la Penitenciaría. 

Su madre ha presentado cuatro escritos solicitando que el juez Jorge Aldas Macías, de la Unidad Judicial Especializada de Garantías Penitenciarias de Guayaquil, quien conoce la causa, le permita a Freddy Salas dejar la cárcel más violenta y poblada del Ecuador y  pasar los cinco meses que le quedan supervigilado por el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de la Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI), que es el Organismo Técnico del sistema penitenciario. Freddy Salas podría estar en libertad, cumpliendo con las actividades establecidas por los ejes de inserción familiar, laboral, social y comunitaria fijadas como fines del régimen semiabierto.

Cinco meses puede sonar a poco. Freddy Salas debería salir el 9 de marzo de 2022. Pero en la Penitenciaría del Litoral cada minuto es desesperante. Cada día se sobrevive, se espera, se recobra energía y esperanza. Supe, antes de publicar este reportaje, que finalmente se fijó una fecha para la audiencia en la que el juez le otorgará o no el acceso al régimen semiabierto: será el próximo 26 de noviembre. 

“Es urgente que salga”, dice su madre. Es, en realidad, una cuestión de vida o muerte. Desde el 23 de febrero de 2021, la violencia no ha cesado en esa cárcel, en la que más de 8 mil personas presas conviven hacinadas —la tasa asciende a más del 52%—, donde no hay acceso a la salud ni programas efectivos de reinserción ni rehabilitación social, mientras las bandas delictivas intentan asumir, a costa de cientos de vidas, el liderazgo en las prisiones. 

Más de 320 personas han sido asesinadas en las cuatro masacres de febrero, julio, septiembre y noviembre, frente a las débiles acciones de los gobiernos del expresidente Lenín Moreno y el actual, Guillermo Lasso. Tanto Moreno como Lasso le han declarado la guerra al narcotráfico sin asumir que ha sido el mismo Estado quien ha abandonado a miles de personas a las mafias. Ha pasado un año y la crisis estructural del sistema penitenciario sigue matando a personas.

Muchas de las víctimas de las masacres, incluso, no tenían nada que ver con la disputa  entre las bandas delictivas, sino que están ahí por crímenes no relacionados a aquella confrontación entre las facciones del crimen organizado. En la masacre de la Penitenciaría de noviembre Helen, una mujer trans que debía cumplir su sentencia en una cárcel de mujeres, fue asesinada en el pabellón de varones. Ella cumplía una sentencia de 30 meses por posesión de drogas. John Campuzano, un contador que cumplía una prisión preventiva por un delito relacionado al mercado de valores en el caso conocido como Ecuagran, fue asesinado y su familia reclama justicia. Abraham Muñoz, vinculado a una venta irregular de insumos médicos de hospitales públicos de Guayaquil, también murió en la masacre. Luis Felipe Aguaisa, quien había sido trasladado de Galápagos mientras se desarrollaba un proceso penal en su contra, fue asesinado en el brutal motín. Sus padres se enteraron de su muerte por redes sociales. Son seres humanos que merecen ser nombrados porque existen, porque hoy sus familias están rotas y reclaman respuestas.

Cada día en la Penitenciaría no es más que una nueva oportunidad de que se desate una nueva masacre y la suerte que ha salvado en cuatro ocasiones a Freddy Salas simplemente ya no alcance para mantenerlo con vida.

Para Freddy Salas, llegar vivo al final del día es siempre un respiro. Es un alivio en la celda que lo confina, mientras su familia mira con indignación cómo líderes delictivos como Álex Salazar, quien comandaba uno de los pabellones de Los Tiguerones en la Penitenciaría, recuperan su libertad a través del mismo mecanismo que Freddy Salas exige hace meses. 

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Freddy Salas manejaba su motocicleta por la calle Portete, que atraviesa Guayaquil, la ciudad donde se ha buscado la vida como jardinero y guardia de seguridad, la noche del 12 de noviembre de 2016. Avanzaba por esa vía, en busca de medicinas para su padre, quien padece diabetes, cuando impactó a un hombre en la calle. 

Ambos resultaron heridos: Freddy Salas fue hospitalizado y tuvo una “incapacidad” —ese es el término usado en el Código Orgánico Integral Penal para referirse a daños físicos o mentales que evitan su reinserción a su rutina diaria o trabajo— de 35 días. El peatón también fue ingresado a una clínica local. El médico legista determinó que estaría incapacitado entre 31 y 90 días. Según los análisis de alcoholemia realizados tanto a Freddy Salas como al peatón, sus niveles estaban en cero, consta en el expediente.

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Freddy Salas, aún herido, no logró ir a la audiencia de formulación de cargos en su contra, que se instaló el 13 de noviembre de ese año, en la Unidad Judicial Sur Penal de Guayaquil. Luego de una hora de audiencia, fue formalmente procesado por delito de lesiones causadas por accidente de tránsito. El COIP establece diferentes escalas de sanción de acuerdo a los días de incapacidad de la víctima. En este caso, Freddy enfrentaría una pena de uno a tres años de prisión. 

La audiencia oral y pública de procedimiento directo —un método que concentra todos las etapas del proceso penal en una sola audiencia, aplicado en delitos flagrantes y sancionados con hasta cinco años de prisión— estaba fijada para el 24 de noviembre de 2016 en la Unidad Judicial Penal Valdivia Sur, pero fue suspendida. 

La audiencia finalmente comenzó a las diez y treinta de la mañana el jueves 29 de diciembre de ese año. Siete días antes, el 22, el peatón interpuso una acusación particular, pues permaneció más días hospitalizado, aunque no de gravedad. Debido a que la incapacidad del hombre superó los 90 días, Freddy Salas enfrentaba una pena mayor: de tres a cinco años de cárcel, según el COIP. 

Después de presentarse las evidencias y alegatos, el juez Édgar Ojeda Jiménez sentenció a Freddy Salas con la pena máxima: cinco años de prisión, que tendría que cumplir en la Penitenciaría del Litoral. Además, el juez dispuso la reducción de diez puntos en su licencia de conducir y el pago de la multa de diez remuneraciones básicas unificadas, es decir, más de tres mil dólares. 

Su madre dice que el defensor público que representó legalmente a Freddy falló, pues, aunque el fiscal expuso una serie de testimonios, debía haber sido presentada una serie de videos registrados por cámaras de seguridad del sector que documentaron el accidente. “El señor se atravesó y no fue como dijeron, pero no pudimos hacer nada. El abogado que lo defendió, supuestamente, tampoco actuó bien”, dice su madre, indignada. 

La sentencia ejecutoriada contra Freddy Salas fue emitida el 4 de enero de 2017 y fue detenido dos meses después, el 9 de marzo de ese mismo año. Durante los primeros 20 días permaneció en la Unidad de Control de Tránsito del cantón Durán, que queda a pocos minutos de Guayaquil, y el 29 de marzo fue ingresado a la Penitenciaría. 

Freddy Salas ha luchado por sobrevivir en esa prisión donde falta el alimento, el agua y hay un fuerte brote de tuberculosis. Solo en 2019 se detectaron más de 120 casos de presos que ingresaron sanos y luego de su reclusión, se contagiaron de la enfermedad. También ha enfrentado la extorsión, las amenazas y el temor de no salir vivo. La violencia comenzó a intensificarse desde que el líder delictivo William Poveda, alias Cubano, fue asesinado el 11 de junio de 2019 en un ataque armado en la cárcel Regional de Guayaquil, ubicada a 500 metros de la Penitenciaría. Su muerte fue atribuida a Jorge Luis Zambrano, alias JL o Rasquiña, el líder de Los Choneros, quien murió baleado a finales de diciembre.  Paradójicamente, JL estaba libre por un recurso de prelibertad: fue ultimado en un patio de comidas de un centro comercial de Manta

El vacío de poder que ha dejado JL se ha convertido en el abono de las nuevas masacres en las cárceles ecuatorianas, ante un Estado que abandona a las personas que custodia y que por ley debe proteger. Después del asesinato de 62 personas entre la noche del viernes 12 y sábado 13 de noviembre, la madre de Freddy Salas vive desesperada. “La vida de mi hijo está en peligro. Usted vio cómo personas inocentes, jóvenes a quienes les faltaban días para salir, fueron asesinados como si no importaran. Yo quiero proteger a Freddy, quiero que esté bien, su vida sí importa y yo la defiendo”, reclama. 

Sí, la de él y la de cientos de personas privadas de la libertad que intentan acceder a los beneficios penitenciarios y cambios de régimen en una larga fila burocrática de trámites que no logran concretarse. Yolkin, víctima de la masacre del 28 de septiembre, quien cumplía una sentencia de un año y ocho meses por hurto, anhelaba acceder a la prelibertad en diciembre de 2021. Es un derecho penitenciario en el que una persona cumple con su sentencia fuera del centro carcelario bajo su control y supervisión. No pudo. Fue asesinado y su madre, Lucía, tuvo que soportar las mentiras de las autoridades hasta que le confirmaron que estaba muerto

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En la Penitenciaría, decenas de familias intentan, casi siempre sin suerte, agilizar los trámites durante horas. “No se apuran con las carpetas”, “pagamos a un abogado y no sirve de nada”, “¿no entienden que de esto depende la vida o la muerte de nuestros familiares”, cuestionan madres, padres, hijos e hijas, tras las vallas que cercan la entrada a la prisión. 

En julio de este año, el presidente Guillermo Lasso había anunciado que, como medida para disminuir el hacinamiento de la población penitenciaria, que en aquellos días superaba el 30% a escala nacional, iba a acelerar el acceso a los derechos carcelarios de al menos 5 mil personas presas. Él mismo reconoció que había un problema de burocracia en los trámites debido a la “debilidad institucional” del SNAI. No hubo cambios. Esa misma medida fue anunciada por Lasso el 15 de noviembre como parte del Acuerdo Nacional por la crisis penitenciaria que ordena al “Consejo de la Judicatura y a la Corte Nacional de Justicia coordinar acciones para dar beneficios penitenciarios solicitados por las personas privadas de la libertad”, declaró en cadena nacional. 

Pero no es una resolución innovadora. Para la abogada Vianca Gavilanes, coordinadora de gestión de Fundación Dignidad —una organización social que da acompañamiento jurídico a las personas privadas de la libertad y sus familias—, así es como siempre debería funcionar. Si leemos los requisitos para acceder al régimen semiabierto, parecería simple. Son siete: 

  • Haber cumplido el 60% de la pena, excepto en los casos en los que una persona presa solicite un recurso de casación, pues significaría que el proceso continúa abierto. 
  • Informe de valoración y calificación con un promedio de al menos cinco puntos durante la ejecución del plan individualizado del cumplimiento de la sentencia. 
  • Certificado emitido por la dirección del centro carcelario, que garantice que una persona presa no haya sido sancionada por faltas disciplinarias graves o gravísimas.
  • Documento certificado que avale que se encuentra en una celda ubicada en mínima seguridad. 
  • Acta que justifique el domicilio fijo en el que vivirá la persona privada de la libertad: contrato de arriendo o documento de compromiso. 
  • Informe jurídico del centro penitenciario que indique que no tiene otro proceso penal pendiente. 
  • Informe psicológico, elaborado por el centro, que garantice que las condiciones para la reinserción de una persona privada de la libertad son favorables, además de certificados de participación en grupos de apoyo grupal, psicoterapia o comunidades terapéuticas. 

Pero de la norma a la práctica, la distancia es amplia. Pedí datos al SNAI sobre cuántas solicitudes de régimen semiabierto y prelibertad se están tramitando en la Penitenciaría, sin embargo, hasta el cierre de este reportaje no ha respondido. 

Lo que sí conocemos es que, entre septiembre y la primera quincena de octubre de este año, apenas dos trámites de prelibertad y 41 trámites de régimen semiabierto ingresaron a la Dirección de Beneficios Penitenciarios del SNAI para ser analizados y ser enviados a un juez. Sin embargo, esa podría ser la realidad de las 37 cárceles ecuatorianas. El equipo de comunicación del SNAI, cuya planta central solo se encuentra en Quito, donde se revisan los trámites, me explicó que la recepción de las solicitudes son rotativas. Es decir, durante una semana pueden llegar desde la Penitenciaría, otra, en cambio, desde el Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi. Así se van gestionando, a paso lento y burocrático. 

Para la abogada Gavilanes, sí es un problema que solo exista una planta central en Quito y que, además, el espacio en el que se receptan las carpetas con las solicitudes se reduce a una pequeña oficina en las instalaciones de la Secretaría de Derechos Humanos, en el norte de Quito. Pero es apenas la primera de una serie de negligencias que truncan el acceso a los derechos penitenciarios. 

La demora en los trámites es estructural, explica, larga como el año que ha esperado Freddy Salas en la Penitenciaría. “En nuestra experiencia, al menos se extiende hasta más de seis meses. Es un proceso burocrático que radica en que todas esas certificaciones e informes recién comienzan a generarse cuando una persona intenta acceder al cambio de régimen”, dice. En cambio, esos documentos, deben irse alimentando de forma progresiva “a medida que vaya cumpliendo su condena. Por ejemplo, en el informe jurídico les piden a las familias las copias certificadas de la sentencia, la boleta de encarcelamiento, el parte policial o las boletas de excarcelación de procesos anteriores, cuando es el SNAI quien debe solicitar toda la información al Consejo de la Judicatura, como fija el reglamento”, cuestiona. 

Hay también un nudo crítico en la elaboración de los informes psicológicos y sociales. “No saben bajo qué criterios se realiza un informe psicológico si nunca les dan un tratamiento efectivo”, dice Gavilanes. “Sabemos lo que ocurre en la práctica, lo burocrático que es”, cuestiona la abogada. Los datos lo ratifican: solo dos de las 37 cárceles en el país tienen un programa de salud mental. Pero eso no es todo. La abogada Gavilanes cuestiona también que existe otro obstáculo para quienes intentan acceder a los beneficios penitenciarios. “Hemos visto varios casos en los que jueces niegan una solicitud porque las personas presas no han sido trasladadas al pabellón de mínima seguridad. La ley dice que debe hacer cuando haya cumplido el 40% de la pena”, asegura.  

La debilidad institucional se extiende incluso a los defensores públicos que asumen casos como los de Freddy Salas. “Hemos visto, con mucha indignación, que muchas veces son ellos quienes las hacen desistir de los procesos. Es sistemático y lo peor es que, si desistes, tienes que volver a presentar ese pedido dentro de seis meses”, dice Gavilanes. Por eso, es vital que las declaraciones del presidente Guillermo Lasso se materialicen de forma urgente. Pero no como un anuncio conciliador, sino como una vía para garantizar la vida. 

Para Freddy Salas y su familia acceder al beneficio no solo es recuperar un proyecto de vida: es salvarse de una nueva masacre, volver a abrazar a su pequeño, caminar sobre un horizonte seguro. Hasta entonces, esperan con ansias la audiencia del 26 de noviembre, con la esperanza de que sea un día en el que la libertad ya no sea un sueño quebrado por la violencia. 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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