Miguel fue asesinado en la cárcel de Santo Domingo el mismo día en el que se cumplían dos años de la muerte de Josefina*, su madre, fallecida en 2020 por una enfermedad terminal. Durante una semana, Miguel había alertado a su esposa, su padre y sus hermanas con cortas llamadas diarias. “Ñaña, aquí algo va a pasar en el pabellón, pero estamos intentando cuidarnos”, le dijo a Marina*, una de sus ocho hermanas, cinco días antes de ser asesinado en la séptima masacre carcelaria documentada en Ecuador. 

No fue el único. David*, un joven de 26 años, abrazó a su pareja, Camila*, en la última visita, tres días antes de morir. La acompañó hacia la salida de la prisión de Santo Domingo, asentada en la zona sur de fincas y cultivos de la ciudad tsáchila, y le prometió que estaría con ella siempre. “Lo sentí nervioso. Me pidió que me cuide, que cuide a mi familia. Casi no nos contaba nada para no preocuparnos. Él era así. Pero me fui con la sensación de dolor en el pecho. Esa fue su despedida”, relata Camila, sentada en una silla blanca plástica, aferrada al celular en el que solía recibir los mensajes de David. 

familiares de víctimas de masacre carcelaria

Los familiares de víctimas de masacre carcelaria esperaban afuera de Criminalística en Santo Domingo. Ilustración de Axel Rogel, Zinecdoc, para GK.

En los días previos a los asesinatos del 18 de julio en aquella cárcel, que había sido también el epicentro de la sexta masacre carcelaria del 9 de mayo—que dejó al menos 44 muertes— Miguel y David intentaron protegerse, dicen sus familias. Pero no pudieron. Desde mayo, esta prisión vivía en conflicto y amenazas de más asesinatos, sobre todo, dicen fuentes reservadas, por la ambición de Los Choneros, la banda que volvió a captar a la organización R7 como aliada en su búsqueda por liderar las cárceles y centralizar el tejido criminal del narcotráfico en el país. Los comerciantes que trabajan cerca de la zona dicen que se escucharon detonaciones apenas siete días antes de la masacre, cuando presos de máxima seguridad retuvieron temporalmente a casi veinte agentes policiales que vigilan uno de los filtros de acceso. Hubo detonaciones de bala los días siguientes, pero no trascendió. 

Pese a las llamadas de las familias al Servicio Integrado de Seguridad ECU 9-1-1, y los pedidos de auxilio de los presos de aquel día, David y Miguel no sobrevivieron. Ambos son dos de las más de 385 víctimas en los últimos 17 meses que deja la violencia intracarcelaria en Ecuador, que parece no tener final frente a la ausencia de políticas estatales efectivas para frenar las muertes. 

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La primera llamada de Miguel, en medio de la masacre, llegó a la una y media de la tarde del 18 de julio.

—Por favor, ayuda. Llamen a la policía. Me dispararon, me dispararon, dijo Miguel, con la voz baja, casi como un susurro, recuerda su hermana Marina.

Marina fue siempre la hermana menor a la que Miguel recurría cuando estaba en prisión: la llamaba cuando necesitaba zapatos, pero también cuando la convencía de llevarle el seco de gallina criolla que tanto le gustaba. También era la amiga que escuchaba los deseos de Miguel para sus tres hijos —dos niñas y un adolescente— que hoy han quedado huérfanos. 

Fue también quien llegó más rápido a la cárcel de Santo Domingo, cuando las detonaciones retumbaban en el recinto carcelario el 18 de julio. 

Marina es, ahora, la hermana menor que contiene a sus hermanas mayores, sentadas en el suelo árido de las inmediaciones del Servicio Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de la ciudad, a donde llegaron los cuerpos de las doce víctimas. La vi con los brazos cobijando la espalda de Vilma*, su hermana mayor, mientras esperaban que un funcionario del laboratorio las llamara para ingresar a la morgue a reconocer el cadáver de Miguel. 

Marina y Camila no están solas. Una madre afrodescendiente llega; su hijo también fue asesinado. Aún sin conocerse, ella abraza a las familias que, como ella, se sientan en una veintena de sillas plásticas, bajo una carpa blanca que los blinda ante el calor. Más de diez personas permanecen allí. Se paran, golpean la puerta de Criminalística. A veces se desbordan por el llanto. Sus compañeros los contienen, abrazándolos, ofreciéndoles una botella de agua. 

Aquel día, el 18 de julio, después de recibir la alerta de Miguel, Marina y su familia llegaron a la cárcel de Santo Domingo, enclavada en el sector Bellavista, en la zona verde y rural del cantón, a las dos y media de la tarde.

Para entrar al recinto, hay que cruzar al menos cinco minutos entre plantas y cultivos en una avenida larga de Bellavista, que más de una vez han servido de refugio para los internos que logran fugarse de esa prisión, que tiene una tasa de hacinamiento del 80%. 

El ingreso a la cárcel es una calle amplia, de al menos quinientos metros, que de lado a lado tiene pequeñas tiendas de snacks y restaurantes que ofertan tigrillo y ceviche. Allí, decenas de familias, policías y agentes penitenciarios se alimentan y confluyen antes de separarse en cada filtro de la prisión. 

Marina, hermana de víctima de la séptima masacre carcelaria

Marina, hermana de víctima de la séptima masacre carcelaria, habla sobre su hermano. Ilustración de Axel Rogel, Zinecdoc, para GK.

Apenas Marina y su familia llegaron, temieron la muerte de Miguel. 

“Nosotros llamamos al ECU 9-1-1 muchas veces, pero hasta allá no llegaba nadie. Estuvimos casi dos horas escuchando cómo se seguían matando adentro. Tienen toda clase de armas ahí y nunca responden. Esperan a que los maten para entrar. No les importa la vida”, cuestiona Marina, mirándome fijamente, sin pestañear, mientras sus pies —con unas chancletas desgastadas por el calor— se mueven incesantemente, entrelazándose. 

La demora de las autoridades para actuar en las masacres se ha convertido en el factor común de las siete matanzas en el país en año y medio. Ni aún cuando ha regido el estado de excepción, con mayor militarización y personal policial en las prisiones, se han evitado muertes. Los fusiles, granadas de uso militar, machetes, televisiones y drogas —arsenal y armas y privilegios— siguen ingresando a las prisiones. Ninguna autoridad ha respondido por esos delitos, pese a que más de una vez los presos, las familias e incluso agentes penitenciarios, como Carlos, han denunciado la complicidad de funcionarios carcelarios para su libre entrada.

flecha celesteOTROS CONTENIDOS SOBRE LA CRISIS CARCELARIA

Tampoco lo ha hecho el personal de la Unidad de Inteligencia Penitenciaria, una unidad carcelaria policial que desde el 2015 debe ocuparse de generar alertas e investigaciones que prevengan incidentes de violencia. Al contrario, expertos, como el antropólogo Jorge Núñez y el investigador Luis Córdova, coinciden en que este grupo habría afianzado nexos entre las redes de delincuencia organizada y miembros de inteligencia. Incluso la ex directora Nacional de Rehabilitación Social, Alexandra Zumárraga, lo repitió en abril pasado: “el mayor poder de las mafias más grandes es la alianza con la Policía”.

Los tres especialistas han replicado, una y otra vez, la urgencia de la depuración de la Policía, cuyo control político en Ecuador ha crecido ampliamente, y las Fuerzas Armadas, que desde el 2011 es la institución encargada del control de armas en el país. 

La estrategia securitista del gobierno actual está condenada al fracaso y a la muerte. No hay responsables directos por las masacres y las indagaciones de los crímenes continúan en indagación previa, una fase preprocesal que no camina. El proceso de pacificación que había ofrecido el gobierno, y al que se alinearon siete bandas narcodelictivas, no se cumplió. 

Aquella estrategia también parece estar sentenciada al silencio. 48 horas después de la masacre, el presidente Lasso no ha emitido palabra alguna sobre la violencia. 

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El 18 de julio, la Policía llegó pasadas las cuatro de la tarde. Pero ningún funcionario de la cárcel salió a dar información a las familias hasta esa hora. “Confirmamos que Miguel había sido asesinado porque una señora nos mostró una foto y ahí lo vimos. A las seis ya nos dijeron en la cárcel que era él y nos fuimos a Criminalística”, recuerda Marina. 

Las imágenes eran impactantes. Marina tuvo que ver fotografías donde cuerpos apilados —incluido el de su hermano— eran aún disparados por miembros de la banda delictiva R7, una organización dedicada al microtráfico de drogas, la extorsión y el sicariato que se creó mientras Jorge Luis Zambrano, alias JL, liderada a Los Choneros. En las filas de JL estaba también Freddy Anchundia, que hizo “equipo” con Angelo Javier Achilie, alias Negro Angelo. Con él formaron a los R7. Trabajaron en conjunto hasta el asesinato de JL, en diciembre de 2020. Los fundadores de los R7 se alejaron de Macías y Roldán “por haber percibido una traición” de ellos contra Zambrano. Es decir, señalaron su posible participación en el asesinato de JL, alineados con una organización de narcotráfico internacional mexicana. No eran los únicos: lo mismo han dicho otras bandas narcodelictivas que ahora enfrentan a la ya fragmentada organización Los Choneros.

Fuentes reservadas dijeron a GK que los R7, cuyos miembros responden a las órdenes de Freddy Anchundia, volvieron a alinearse a Los Choneros, la organización liderada por Adolfo Macías Villamar, alias Fito, y Junior Roldán, alias JR, luego de su quiebre con Los Lobos, con quien se enfrentó en la sexta masacre carcelaria en misma prisión de Santo Domingo. En uno de los videos explícitos de la matanza, uno de los atacantes exclama: “Esto es por Comandante J” [se referiría a alias JR], mientras dispara a uno de los cuerpos desmembrados. 

Durante casi cuatro horas, la violencia continuó, aunque los asesinatos se concretaron en menos de una. Los miembros de R7, según fuentes carcelarias, atacaron primero a José Gregorio Ramírez, conocido en el mundo criminal como alias Goyo. El hombre cumplía una sentencia máxima de más de 34 años por el asesinato de una familia en Manta y colaboraba con los R7. Él habría tenido la intención, dicen las fuentes, de aliarse con la banda narcodelictiva Los Lobos, que se ha convertido en una de las bandas con más expansión territorial en el país no solo en las cárceles, sino en las calles. Para hacerlo, estaba conformando una microbanda llamada Anubis. No logró concretarse.

Varios medios de comunicación han replicado la hipótesis de inteligencia policial que en varios informes asegura que todas las bandas delictivas habrían planeado asesinar a Goyo, quien también participó en la quinta y sexta masacre carcelaria, después de haber descubierto su supuesta participación en la muerte de JL. Pero una fuente reservada, que conoce la dinámica de las bandas narcodelictivas y las ha investigado in situ dice: «ponen sobre Goyo el peso de ese asesinato, cuando durante años han acusado a los líderes actuales de Los Choneros como los colaboradores de un cártel mexicano para matar a JL. Él (JL) fue ambicioso, quiso incluso hacer suyas las rutas nacionales con salida internacional. Parece que crean toda una historia para poner a Goyo como el principal actor. Lo que están haciendo Los Choneros es exterminar a cada uno de sus potenciales enemigos». 

Una hombre preso, que logró sobrevivir a la masacre, relató a GK que el conflicto había comenzado en “La Bomba”, una zona cercana al área de visitas. Con él´ coincide la familiar de otro interno, confinado en el pabellón de mediana seguridad. Él también atestiguó la violencia desde su celda y contó que tuvo que abrir, junto a sus compañeros, los candados del pabellón de máxima seguridad para que los internos de esa área pudiesen salir. 

Alias Goyo fue asesinado y descuartizado. Lo mismo ocurrió con las otras doce víctimas, entre hay ecuatorianos y migrantes venezolanos. 

Marina niega que Miguel haya pertenecido a una banda delictiva. Tenía 37 años y cumplía una condena de cuatro años y medio de prisión —llevaba un año y medio de sentencia— por falsificación de documentos, un delito que se sanciona con una pena de entre tres y cinco años de cárcel. A Miguel lo detuvieron en 2020, dice Marina, con una cédula que no era suya, “aunque nunca la usó”, asegura. 

“Él ya había ‘caído’ [ya había ingresado a prisión antes] por delitos como hurto. Lo detienen con ese documento en Manta y por consejo de un policía, se acogió a un procedimiento abreviado”, relata. Antes de la audiencia, ella escuchó que “el agente nos decía a él y a nosotros que le podían dar más años si no lo hacía y no teníamos dinero para contratar a un abogado”, lamenta. 

familias

                                                                                               Ilustración de Axel Rogel/Zinecdoc

Aún así, dice Marina, Miguel aceptó la condena, con la esperanza de volver a ver a sus tres niños. Primero en la cárcel de El Rodeo, en Portoviejo, Manabí, luego en la prisión de Jipijapa, de la misma provincia, y desde hace cuatro meses en Santo Domingo. 

Sobrevivió a la sexta masacre carcelaria, el 9 de mayo pasado, pero no a la que llegó apenas dos meses después. 

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Camila* no quiere escuchar más las hipótesis que rodean a la masacre. Se niega a hacerlo. Exige no ser retratada por los fotógrafos que aún sin su permiso intentan sacarle una imagen en las afueras de Criminalística, donde también está Marina

Camila, una joven de tez blanca, ojos delineados, cruza sus brazos frente al lente, lo esquiva y camina hacia un pequeño restaurante. Se sienta, mira hacia el suelo y suelta un suspiro. Ella prefiere la denuncia. “Dejaron que me arrebataran a David cuando me lo amenazaron más de tres veces. Ellos [las autoridades] permitieron que lo maten”, relata. Con su mano derecha cubre su pecho. Intenta contener el llanto. 

Camila tiene 25 años. David tenía 26 cuando lo asesinaron. Se conocieron cuando eran aún adolescentes. Con él pisó por primera vez una discoteca, con él viajó a las cascadas que aún no sabe si podrá volver a ver. Por él ingresó a una cárcel cuando tenía 17 años para visitarlo. 

“Yo me quedé con él en las peores. Estuve con él casi diez años. Y, ¿sabe por qué? Porque él me demostró que él quería cambiar. El 25 de julio podía haberse acogido al régimen semiabierto porque ya había cumplido el 60% de su condena. Ya le habían tramitado los papeles para que saliera. Y nunca va a pasar”, reclama Camila.

David, al igual que Miguel, fue trasladado a la cárcel de Santo Domingo desde la prisión de Jipijapa hace tres meses, en abril de este año. Él cumplía una condena menor a siete años. Su familia ha preferido —por temor a nuevas amenazas— no ofrecer detalles. 

Ambos se conocieron en prisión, y, relatan sus familiares, pensaron que estarían a salvo. Pero luego de la sexta masacre, el panorama cambió. “Yo lo conocía y, aunque me decía que todo estaba bien, sabía que no. Me decía: ‘mi nalgona, tranquila, voy a estar siempre para ti’. Por eso creo que su despedida fue ese pequeño baile la última vez que lo vi”, cuenta. 

David y Camila se vieron por última vez el viernes 15 de julio. “Me dijo que ya se escuchaban cosas feas sobre lo que iba a pasar. Pero no pensé que lo iban a matar”, cuenta. 

Luego del abrazo, Camila no volvió a saber de David hasta que recibió una llamada pasadas de las dos de la tarde de ayer, 18 de julio: 

—Mi nalgona, me van a matar. Cuida a mi mamá, le dijo David. 

“Yo llamé, insistí muchas veces. No pude ayudarlo, porque se demoraron”, recuerda. 

Minutos después, el hermano de David le confirmó la noticia: “a mi brother me lo mataron”.

Camila se entrega al silencio. Y en segundos, un funcionario la llama para reconocer el cadáver de David. 

Camila

Ilustración de Axel Rogel/ Zinecdoc

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A Miguel, su madre Josefina lo “bautizó” ante sus ocho hijas como “El Bebé”. Pasaban horas y horas conversando. Amaban el canto, dice Marina. 

A David le gustaba fantasear con los niños que iba a criar hasta que su cabellera se convirtiera en un cerro blanco, recuerda Camila. 

Marina y Camila ríen cuando intercambian memorias en un círculo de sillas blancas que acerca a las familias de las víctimas. Algunos prefieren no hablar. Aún no logran asimilar lo que ha pasado. Ellas, aún sin conocerse, intentan apaciguar la realidad compartiendo anécdotas. Intentando hablar, pese a que las lágrimas les han secado el rostro. 

Marina sonríe. Dice que Miguel solía ser un hermano que explotaba fácil, pero su carácter cambió cuando Josefina falleció. Desde ese día, aún desde prisión, la relación con sus hermanas mejoró. Tanto, que cada una se turnaba para cocinarle aquellos potajes que le encantaban: la gallina criolla, el encebollado o los cangrejos que iban a prepararle el próximo 23 de julio y que Miguel compartiría con sus compañeros. Ya no será posible. 

“Cuando nos pedía comida, no solo enviábamos para él. Sus amigos lo querían porque él no comía hasta no verlos comer a ellos”, dice Marina. 

Camila también ríe cuando recuerda a David con sus primeras novias. Ella solía molestarle, hasta que él comenzó a “coquetearle”. Fueron amigos durante varios años. Entre conversaciones se enamoraron y, pese a que casi nadie creía que su relación duraría, relata, se convirtieron en una de las parejas de un barrio manteño popular que lograba sobrevivir al aislamiento de la cárcel. 

la cárcel de Santo Domingo

Los familiares de los presos asesinados en la cárcel de Santo Domingo esperaban ayer en las afueras de Criminalística para identificar los cuerpos. Ilustración Axel Rogel/Zinecdoc para GK.

Pero Camila admite que siempre tuvo miedo. “Le decía que quisiera meterle en una cajita para que nadie le hiciera daño. Sabe, yo no me arrepiento de haber estado con él hasta el día de su muerte. Pero nunca dejará de dolerme el ver a la persona que más amé esposado, solo mirándome”. 

En la tarde, después de conversar, Marina y su familia recibieron el cuerpo de Miguel. Fueron a la funeraria e iban a vestirlo. Fue ahí cuando se dieron cuenta de que el cráneo no correspondía a su hermano. Tuvieron que regresar a Criminalística a reclamar el error, que profundizó su indignación.

Marina ha decidido hoy recordar a su hermano, mientras lo velan sin el cuerpo presente, antes de que sus restos descansen en el Cementerio de la Avenida Independencia de Santo Domingo, junto a los de su madre Josefina. “Ellos ahora son mis ángeles. Siempre vas a estar en mi, ñaño”, dice, antes de despedirse.

Camila y Marina prefieren la memoria, antes que el dolor. Solo así logran sobrevivir a la pérdida en el país  que ha sentenciado a sus presos a la muerte. 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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