Las motocicletas policiales y los manifestantes se cruzan como vectores descontrolados sobre el plano cartesiano de la plaza Santo Domingo, en el centro histórico de Quito. Son movimientos erráticos: ellos corren, resbalan, cambian de curso en un segundo, alcanzan a lanzar un golpe; las motos derrapan, girando casi sobre su propio eje, los policías regresan a ver y van a la carga. 

Las llantas dejan huellas biseladas sobre las piedras antiquísimas que, otra vez, como tantas otras, una vez más, como siempre, como hace tres siete diez quince veinte años —infinitas veces repetida la historia— son arrancadas para ser lanzadas hacia los policías, enmascarados, armados y pertrechados con petos, cascos, visores, toletes y las recortadas que escupen, como un silbido tísico, las bombas de clorobenzilideno malononitrilo —un compuesto químico que pica en los ojos, ahoga y hace llorar. Hay al menos doce asfixiados por gas. “Un herido en el ojo por una bomba lacrimógena”, dice un paramédico voluntario que no quiere que le pregunten nada, peor dar su nombre. Otro está herido en la ceja.

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Son las 7 de la noche del viernes 17 de junio de 2022. Ecuador acaba de cumplir 200 años de haberse independizado de España. Pero no mucho parece haber cambiado. La agitación social es tan recurrente y cíclica que parecería ser una estación del año ecuatorial: verano, invierno, protestas, protestas, verano, invierno. El país se enrosca sobre sí mismo, se derrota, convencido de que así mismo es esto. Encuentra en el choque violento no una solución, sino la catarsis narcótica y engañosa que desfoga la rabia pero no arregla nada. 

Es el quinto día de un paro nacional que arrancó débil. Hay unas 700 personas en el más hermoso centro histórico de América Latina, y el sol, que ha señoreado en el cielo azul más hermoso del mundo, empieza ocultarse. 

El lunes pasado,  12 de junio , el gobierno de Guillermo Lasso, que gobierna —o eso intenta— el país desde el 24 de mayo de 2021, se ufanaba de que las protestas, dirigidas por Leonidas Iza, el izquierdista radical que dirige una fraccionada Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), no habían tenido la intensidad esperada. 

En un universo paralelo, el paro no pasó de esos estadios iniciales. Pero la detención de Iza, en la madrugada del martes, bajo cargos de un presunto delito de paralización de servicios públicos, reavivó la indignación de ciertos sectores sociales. Desde ese momento, la violencia ha llegado por oleadas hasta Quito. 

Hace meses el gobierno es criticado por su inefectividad para resolver dos crisis puntuales: la de la seguridad en las calles y en las cárceles, y la de los hospitales del país, desabastecidos en algunos casos hasta de hilo para suturar. 

Como un espejismo, distante y borroso, aparecen la exitosa campaña de vacunación contra el covid-19, la creación de una nueva reserva marina en Galápagos o la recomposición de las reservas internacionales. Mucha gente tiene hambre y miedo hoy —y no puede vivir de los éxitos iniciales del gobierno, y pierde la paciencia y la fe de que ya estamos camino de la reactivación económica. 

Aún así, esto no es octubre de 2019. “Esa vez se levantó el pueblo”, dice el conductor de un Uber mientras espera que le den paso en una barricada de palos y llantas encendidas en la Ruta Viva, que conecta el aeropuerto internacional de Quito con la ciudad.  “Acá no es la gente”, dice. “Hasta cuándo no dejan trabajar”, le grita el conductor de un taxi amarillo —un raro consenso entre dos facciones al parecer irreconciliables del mundo del transporte. 

Un grupo de policías ha llegado a un consenso con los manifestantes: pueden quemar las llantas pero cada diez minutos dejar pasar a un grupo de autos.  Los jóvenes manifestantes no son de la zona. Muchos están intoxicados por la adrenalina de la violencia y la punta espirituosa. “Vea, casero”, le dice un hombre que conduce un Toyota Corolla de un verde ya pálido —debe ser un modelo 98 ó 99—, “tengo dos niños, deje pasar”.

Que no, le dice un veinteañero. “Deje algo”, le dice otro, que sostiene una botella descartable de Coca-Cola de la que emana un potente tufo combustible. “El carro”, se ríe su compañero, “para quemarlo”, bromea, cruel, ensimismado en su metro cuadrado de poder. El hombre les dice que no, que cómo les va a dejar el carro. “¿Unos cinco dólares?”, le pregunta a modo de oferta. “Bueno, pero solo pasa usted”, le dice. 

Una vecina a unos 25 metros ve la escena angustiada. Otro hombre, cansado de un viaje ida por vuelta de Guayaquil, se baja y se acerca a la mujer, que está junto a su marido. “Vaya, trate de hablar con ellos, veci, a la final lo dejan pasar. Si están dejando. Son unos muchachitos”, dice levantando la voz, porque el parlante del baúl de un auto, abierto como la fauce de un cocodrilo mecánico, está a todo volumen reproduciendo El Necio de Silvio Rodríguez. 

Quiénes son, les pregunta el hombre. “Yo no los conozco. En la tarde les dije que no bloqueen, que nos hacen daño. Pero caso mismo no hacen”, dijo. Eran las 11:45 de la noche. Ya en ese momento se sabía que a Quito la presión se le iba a subir. 

La taquicardia social ha llegado a su pulso más acelerado dieciocho horas después. Aquí, en la plaza de Santo Domingo, la gran mayoría de los manifestantes cantaban y bailaban. Unos pocos, empezaron a provocar a la policía. Tenían ladrillos en sus mochilas. Comenzaron a apuntarlos a los seres de uniforme, que contestaron de la forma en que se contestan las provocaciones en las instituciones obedientes y no deliberantes: sirena, gas, y fuerza. 

Después de las primeras tres bombas, la mayoría de los manifestantes se dispersaron, repelidos por la astringencia, el ardor y la sofocación. A pesar de que lograron despejar a la gran mayoría, el gas siguió cayendo profuso en los rulos grisáceos en la que los escupen las recortadas. 

Una bomba cayó en una zona de paz, asentada a las puertas de la iglesia de Santo Domingo. Ahí estaban paramédicos y voluntarios preparados para atender a los heridos. Uno de ellos empezó a flamear una bandera blanca, mientras policías y manifestantes se correteaban. Parecía la postal del país. 

La policía, habitual en su desproporción, lanzó 15 bombas lacrimógenas más. Fue una andanada de gas muy superior a la que ha usado en todos los días anteriores del paro nacional, cuando las reacciones policiales parecían mucho más medidas que en octubre de 2019 o en el 8 de marzo de 2022, cuando una marcha pacífica por el día de la mujer terminó en actos represivos. 

Después del cruce de gas y piedras, pasadas las 7:30 de la noche, algunos de los manifestantes pacíficos se quedaron en la plaza de Santo Domingo, bailando y cantando frente a los policías. Sin embargo, minutos después, la Policía les dijo que tenían la orden de desalojarlos. 

Más temprano, Leonidas Iza, que no ha logrado cohesionar a todas las organizaciones indígenas y sociales bajo su liderazgo, cuestionado desde el interior del propio movimiento indígena, llamó al gobierno “fascista” y “mediocre”. Dijo que seguirán con sus movilizaciones hasta que no se acepten todas, como si se tratase de una rendición incondicional, las diez exigencias que tiene su organización —varias de las cuales resultan contradictorias o casi imposibles de cumplir. En 48 horas, afirmó, varios de sus militantes se movilizarán a Quito. 

En Santo Domingo, la cuenta de la asfixia crece. Los paramédicos atienden a un paciente más. Una mujer grita que un policía la ha golpeado. El oficial, preguntado no responde. Sigue llegando gente al son de la comparsa y el baile; acaso alguno tenga por ahí preparado un ladrillo, para dar otra ronda de caos. El resto de la ciudad, los pequeños comerciantes del centro, que viven del día a día, y el país entero, se quedan a la espera de saber qué pasará. Mañana es sábado y el domingo, Día del Padre.

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(Ecuador, 2011) Periodismo que importa sobre lo que te importa.

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