retrato de la familia de Henry

La mañana del día en que lo iban a matar, Henry Quezada le pidió a Victoria Espinoza, su madre, que le guardara seco de pollo, uno de sus platos favoritos, para cuando regresara por la tarde. Era el 23 de junio de 2022. Henry Quezada se levantó a las siete de la mañana. Era jueves de Inti Raymi, día de solsticio, una celebración mayor de los pueblos indígenas que elevan su gratitud al Inti, el dios Sol. En su honor, ese día tiene lugar la más grande Raymi —la fiesta por la vida, la cosecha y la naturaleza.

Aquel jueves era, también, el undécimo día de paro nacional, el más largo del siglo XXI y el segundo en menos de tres años. Fue convocado y liderado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), que planteaba 10 exigencias que, decía la organización, el gobierno de Guillermo Lasso no había atendido. La principal, el congelamiento de precios de los combustibles.

Casi 10 horas después de despertar por última vez, Henry Quezada moriría tras ser abatido por el disparo de 99 perdigones. Al día siguiente, el entonces ministro del Interior, Patricio Carrillo, aseguró, en una corta rueda de prensa que a Henry Quezada le habían disparado a corta distancia: de entre cinco y ocho metros. La cercanía entre el agresor y Henry “comprobó”, según él, que los manifestantes —que habrían estado armados con escopetas— hirieron de muerte a Henry Quezada.

Pero un análisis forense de la Fiscalía hecho al cadáver de Henry Quezada y una reconstrucción de los hechos lograda con verificación de imágenes, medición del lugar, consulta a un perito, y al menos diez testimonios de familiares —especialistas, testigos y un sobreviviente de impacto de perdigones— contradicen aquella versión oficial.

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Henry Quezada era un hombre mestizo que desde niño admiraba la cultura andina y se sentía cercano a la herencia de los pueblos indígenas. Por eso quería ir al Inti Raymi de resistencia, un concierto gratuito en la Universidad Central, convertida en refugio para miles de personas que marcharon a Quito durante el paro.

Tenía 39 años y unas pocas canas en su melena negra, brillante, lacia y tan larga que llegaba a cubrirle el pecho. Vivía en San Bartolo, un populoso y tradicional barrio del sur de la ciudad, con su madre y su hermana mayor, Jeanneth.

Su padre Ernesto falleció en 1996, tres años antes del feriado bancario que en Ecuador congeló sueños, levantó movilizaciones y expulsó a millones de ecuatorianos del país. Entre ellos, los hermanos Jeanneth y Henry Quezada. “Primero me fui yo” dice ella, delgada, de cabello castaño claro y mirada imponente. “Pero Henry pensó que yendo, podríamos tener más para compartirlo con mi mamá”, dice con su voz grave. Ella se fue ese año a Londres. Él la alcanzó en la cosmopolita capital británica en 2002. Allá, se enamoró. Tuvo su primera hija, Melanie. Estuvo once años fuera del Ecuador.

A las nueve de la mañana del 23 de junio de 2022, desayunó pan caliente con café con su madre. Cerca de las once, se bañó y se alistó para salir. Se puso un pantalón de camuflaje militar, un buzo gris delgado y, sobre él, una camiseta negra con un estampado que decía Montañita Beach Ecuador. Se calzó unos Adidas negros. Tomó una chompa rompevientos, fina e impermeable, y la amarró a su cintura, por si llovía.

Antes de salir de casa, habló por última vez con uno de sus clientes de la distribuidora Paesam, donde vendía repuestos de vehículos hacía cinco años. “Hablé unas tres veces con él. Transmitía una tranquilidad, que de ley comprabas”, me dijo una de sus clientas.

Luego subió las escaleras de su casa de dos pisos. Le dio un beso suave en la frente a Victoria, una costumbre que adquirió cuando niño, y que se había consolidado desde que él comenzó a unirse a las protestas estudiantiles lideradas por el Instituto Nacional Mejía, un combativo colegio público fundado en 1897, que ha sido un actor preponderante en la protesta social ecuatoriana.

—Me voy solo a dar una vuelta, no más. Regreso rápido, le prometió a su madre.

Victoria Espinoza nunca más vería vivo a su hijo.

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Henry Quezada supo del Inti Raymi de la resistencia porque dos días antes, fue con unos amigos a donar frutas y alimentos a los centros de acopio donde cientos de voluntarios recibían cobijas, almohadas, ropa, agua, bicarbonato y todo aquello que necesitaran las familias y niños que dormían en la Central.

“Me preguntaba ‘¿mami, qué será de llevarles?’, mientras también hacíamos compras para la casa porque ya se nos terminaban”, recuerda Victoria Espinoza. Ahí se enteró del concierto, que se haría en la universidad pública más antigua del Ecuador. Decidió ir con dos amigos, Paúl Ramos y Roberto Terán. Creyeron que el concierto, en el que tocarían, entre otros artistas, los Humazapas, Igor Icaza, Grecia Albán, era una buena forma de conmemorar el Inti Raymi junto a las comunidades indígenas, que durante 18 días marcharon a Quito desde sus territorios.

Pasadas las 12 del día, tomaron una camioneta hacia el Puente del Guambra, en el centro norte de Quito. Caminaron menos de diez minutos y llegaron a la Central cincuenta minutos después.

Pero no encontraron a nadie en la universidad. No sabían que, minutos antes, la asamblea indígena que se instaló allí decidió que las mujeres indígenas y amazónicas liderarían una movilización hacia el Ágora de la Casa de las Culturas, un teatro de bancas de madera y aforo para 4250 personas, que ha servido como refugio de las comunidades indígenas que han llegado a Quito en varias movilizaciones. La Casa de las Culturas, incluido su ágora, estaba bajo control de la Policía que la había requisado. Las mujeres irían a exigir que les permitieran entrar.

Un grupo de mujeres indigenas se manifiesta en Quito

Miles de mujeres elevaron su grito de protesta contra el gobierno de Guillermo Lasso el 23 de junio, horas antes de que Henry Quezada fuera asesinado. Fotografía de Nicole Moscoso para GK

Mientras las mujeres marchaban hacia el ágora, abrazadas unas a otras, el ministro de Gobierno, Francisco Jiménez había anunciado el retiro de policías y militares del ágora como un “gesto de buena voluntad”. Se suponía que sería el comienzo del diálogo que pondría fin al paro. Para celebrarlo, les dijo un manifestante a los tres amigos, allá se haría el concierto.

Los tres salieron de la Central y caminaron hacia el ágora, que está a unos 20 minutos a pie.

En las calles, no había policías, ni enfrentamientos: solo rezagos de plantas y banderas tricolor que la marcha de las mujeres había dejado a su paso. Llegaron a las 2 de la tarde al ágora, que está sobre las avenidas 6 de Diciembre y Patria, a uno de los costados del parque El Arbolito, donde horas después, Henry Quezada sería asesinado.

En el ágora, no había rastros del concierto. Una decena de indígenas descansaba en las bancas. Henry Quezada y sus amigos tampoco sabían que una hora antes, Leonidas Iza, presidente de la Conaie, había anunciado que los manifestantes irían a la Asamblea Nacional a exigir que el presidente Guillermo Lasso sea destituido. Entonces, los tres salieron de la Casa de las Culturas a las 2:30 de la tarde.

Decidieron quedarse en El Arbolito para averiguar si habría concierto o no. Los tres hombres le dieron una vuelta completa al parque. “Escuchábamos detonaciones, pero eran los voladores en son como de fiesta, porque iban hacia arriba”, dice Paúl Ramos. Los ‘voladores’ son artefactos explosivos artesanales, usualmente usados como juegos pirotécnicos, pero que en el paro algunos manifestantes los disparaban hacia el cielo y también contra policías y militares como respuesta a sus bombas lacrimógenas. “Parecía que todo iba a estar tranquilo”, dice Paúl Ramos.

Caminaron unos pocos metros y comieron un cevichocho, un encurtido del grano andino chocho con cebollas, con tomates, emblema del sincretismo gastronómico de la costa y de la sierra ecuatoriana. “Después, nos íbamos a ir a la casa”, dice Pául Ramos. Pero en menos de quince minutos, otro tipo de estruendos los alarmó.

Una capa blanca llegaba a El Arbolito desde el sur.

El parque está rodeado por cuatro calles: la Tarqui, que lo ubica frente a la Contraloría General del Estado, por el sur. La avenida 6 de Diciembre, que lo une con el parque El Ejido, por el oeste. También la 12 de Octubre, el trayecto hacia el norte por el que cientos de estudiantes van a sus universidades, por el este, y la avenida La Patria, donde están las fiscalías y las paradas de buses, por el norte.

¡Booooom, boooom, boooom! tronaban las escopetas negras antidisturbios, que miden poco más de setenta centímetros y se detonan tiro a tiro, conocidas como truflay, disparadas por los policías.

A menos de 200 metros, en la Asamblea Nacional, la ilusión de un posible acuerdo se había quebrado. Los manifestantes, liderados por las mujeres indígenas, solo pudieron llegar a la entrada del palacio legislativo, en la avenida 12 de Octubre y la calle Yaguachi. Un contingente de más de 150 uniformados, entre policías y militares, detuvo su paso.

La tensión creció. El general Freddy Sarzosa avisaba por un megáfono a los miles de manifestantes que los asambleístas no sesionarían de forma presencial sino virtual: “Tanto personal policial como Fuerzas Armadas tienen la orden estricta de no reprimir”, prometía el alto mando policial y advertía: “Estamos claros, compañeros. Aquí nos vamos a mantener, firmes”.

Del otro lado, Nayra Chalán, vicepresidenta de la Confederación de los Pueblos de la Nacionalidad Kichwa (Ecuarunari) increpó a los policías: “Ustedes también son del pueblo. No queremos gases lacrimógenos. No queremos balas”, dijo Chalán y repitió que no se irían.

Las mujeres entrelazaron sus brazos y, con la fuerza de los manifestantes que tenían detrás, levantaron una ola de presión humana para intentar avanzar a la Asamblea. Los agentes, de su parte, ponían sus brazos en las espaldas de sus compañeros, con todo su peso, para evitar el colapso de su defensa.

Faltaban cinco minutos para las 3 de la tarde. Indígenas y policías estaban a centímetros. En cuestión de segundos, el humo blanco comenzó a emerger desde el piso. La niebla espesa del gas ahogaba y aturdía. Cientos —quizá miles— corrieron hacia el parque, desorientados, en zig zag, buscando un lugar seguro. En el camino, niñas caían al piso, ahogadas, con los labios agrietados y ramas de eucalipto en sus manos, con las que aliviaban los efectos del gas.

Volver a casa para los tres ya no era posible. Henry Quezada, Paúl Ramos y Roberto Terán decidieron avanzar hasta la Esfera de Movimientos Oscilantes, una escultura de ocho metros, hecha de varillas soldadas que forman dos círculos —más conocida en Quito como “la bola blanca”—, que está en el parque, sobre las avenidas Tarqui y 12 de Octubre. A unos metros, está el pabellón de las Artes, una pequeña galería, donde un grupo de paramédicos voluntarios había improvisado un centro médico durante el paro.

manifestantes durante las protestas en junio 2022

En la avenida Tarqui y 12 de octubre, decenas de manifestantes armaron una barricada con adoquines, frente a tres trucutú policiales que lanzaban bombas lacrimógenas, agua y emitían alarmas ensordecedoras. Fotografía de Vanessa Terán para GK.

Los manifestantes que volvían de la Asamblea huyendo del gas se dividieron en cuatro grupos. Unos se ubicaron a lo largo de la calle Tarqui —varios con mascarillas, otros encapuchados— y armaron una barricada de piedras en la intersección de ambas avenidas. Más de cuarenta llevaban escudos de madera, cartón y planchas de metal, se ubicaron en la vereda de la misma calle.

El segundo grupo se atrincheró frente a la Embajada de Egipto, una casona antigua de dos pisos, pintada por el terracota de los ladrillos que la cubren. El tercero, en cambio, frente a las puertas frontales del edificio de la Contraloría.

El cuarto se plantó en el parterre de la calle Tarqui y 6 de Diciembre, de cara a la esquina de la Contraloría, que la policía y el Ejército custodiaban desde la mañana, y que estaba cercada con vallas y alambres para impedir el paso de los manifestantes. Ellos derribaron las cercas jalándolas con sus brazos, pero estaban tan enredadas, que no lo lograron.

Eran las 3:45 de la tarde. Henry Quezada y amigo Roberto Terán vieron la llegada de los imponentes trucutú policiales, esos carros cisterna blindados con mangueras de alta presión y parlantes y sirenas ensordecedoras.

Paúl Ramos hizo un video. Henry Quezada señalaba con su brazo derecho a la multitud que huía hacia El Arbolito. “Miren arriba”, grita Ramos en el video, para alertarlos y que evadieran las bombas de gas. Henry Quezada rozaba su rostro con su brazo derecho, para limpiarse el sudor con el buzo gris que usaba.

Retrato de Paul Ramos

Paúl Ramos, amigo de Henry Quezada, desde hace catorce años, señala la dirección a la que corrió su amigo a las cuatro de la tarde, la última vez que lo vio. Fotografía de Diego Lucero para GK.

Estuvieron allí hasta las 4 de la tarde. “Nos dimos la vuelta y quisimos ir un poco más al centro del parque para ver qué estaba pasando en la Tarqui y 6 de Diciembre”, recuerda Paúl Ramos, señalando al edificio de la Contraloría, una tarde de agosto en la que me acompañó a recorrer el sitio donde murió su amigo.

Comenzamos a bajar la colina de la bola blanca. Debíamos recorrer casi 120 metros para llegar a la Contraloría. Pero después de caminar menos de 50 metros, frenó a raya. “Nunca pudimos llegar”, recuerda. “Pasaban manifestantes con la cabeza rota, asfixiados”, dice Ramos. “En una de esas, cayeron demasiadas bombas. Henry salió corriendo para la 6 de Diciembre”, dice Paúl Ramos, quien, junto a Roberto Terán, se resguardó en el Pabellón de las Artes. Fue una bifurcación de caminos: el pabellón está a la derecha y la 6 de Diciembre, a la izquierda.

Fue también una bifurcación de destinos: esa fue la última vez que vieron vivo a su amigo Henry Quezada.

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A las 4:02 de la tarde, vi a Henry Quezada. Estaba solo, frente a la Embajada de Egipto y de los edificios de la Contraloría.

El cielo quiteño del 23 de junio no auguraba lluvia: era un azul celeste despejado. Cada tanto había que cerrar los ojos por el sol que ardía en los ojos y en la piel de los manifestantes, mancillada por once días sin descanso. Sin embargo, la nube de gas lacrimógeno era tan densa que no permitía observar con claridad el interior del edificio.

El edificio nuevo de la Contraloría fue construido por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército. En 2019, durante otro paro nacional, el edificio fue incendiado. Para entonces, aún no pasaba oficialmente a manos de la Contraloría. Y en junio de 2022, las obras de reconstrucción continuaban a cargo del mismo departamento militar, que seguía como responsable del edificio. Que el Cuerpo de Ingenieros esté a cargo aún del edificio es trascendental para saber quién le disparó a Henry Quezada.

El edificio nuevo de la Contraloría —que se empezó a construir en 2013— tiene cuatro puertas, tres pisos de parqueaderos y otros cuatro de oficinas, cubiertas por ventanales de vidrio espejo. El 23 de junio, estaba custodiado por policías y militares. Un piquete de soldados estaba en una de las puertas. Los policías, en cambio, se desplegaron en los pisos de oficinas y las terrazas. Desde los parqueaderos, oficinas y terrazas, disparaban las bombas con sus truflay. Dos helicópteros sobrevolaban la zona.

Los manifestantes estaban agachados y con sus escudos artesanales, de madera, metal y cartón. No eran más de 200 personas formando la primera línea. Detrás de ellos, había al menos cinco mil protestantes. Todos, mirando hacia arriba para esquivar las bombas. Algunos lo lograron. Otros las atrapaban con guantes de cuero viejos cuando tocaban el suelo y las depositaban en galones de agua para detener el paso del gas.

En esa primera línea estuvo Henry Quezada.

Corría entre la Embajada de Egipto y la Contraloría. Su cabellera larga, su estatura —medía 1,79 metros— y su pantalón de camuflaje militar lo hacían visible en medio de los cientos de cascos improvisados amarillos y rojos con los que los manifestantes intentaban protegerse. “Él no tenía ninguna protección, pero estaba ahí, junto a todos”, dice Óscar, un hombre de 40 años, ex alumno del Mejía, el colegio de Henry Quezada, que estuvo ese día ahí, y que pidió que su identidad se mantuviera en reserva en este reportaje.

“Vi que saludó rápido con una persona, que también era Mejía”, cuenta Óscar, quien no conocía a Henry Quezada. “Pero entre Mejías nos reconocemos ”, explica. Según él, Henry Quezada estaba molesto. “Indignado por la represión que había. Muchas bombas, ya no se aguantaba más”, recuerda. Segundos después, Henry Quezada tomó una de las piedras que los manifestantes sacaban del parque y, desde la vereda donde empieza la calle Tarqui, la lanzó hacia el nuevo edificio de la Contraloría con su brazo derecho.

Óscar fotografió el lanzamiento de la piedra. Revisé y verifiqué la metadata de la fotografía: fue tomada a las 4:05 de la tarde. La distancia entre Henry Quezada y el edificio de la Contraloría era de unos 25 metros. Después de lanzar la piedra, escapó de una bomba lacrimógena. La fotografía de Óscar se viralizó y fue compartida por miles —incluso medios de comunicación— en redes sociales. En la imagen, se ve a Henry Quezada delante de una espesa nube de gas lacrimógeno.

Oscar testigo protegido

Óscar, ex alumno del histórico colegio Mejía, estuvo en primera línea junto a Henry Quezada. Así fue el momento en el que tomó una de las últimas fotografías con vida, que se viralizó en redes sociales. Fotografía de Karol E. Noroña para GK e intervenida por Daniela Hidalgo para proteger la identidad de Óscar.

Luego, Henry Quezada corrió rápidamente hacia la izquierda, y se quedó en el primero de los cuatro carriles de la calle Tarqui, frente a la embajada egipcia. En ese momento, el famoso quiosco de Doña Martha, que estuvo 30 años afuera de la sede diplomática, fue derribado por los manifestantes que, segundos después, salieron disuadidos por el gas.

Henry Quezada caminó más de 25 metros hacia el interior de El Arbolito para escapar de los efectos de los gases lacrimógenos. Óscar, también afectado por la irritación, también corrió hacia el centro del parque.

Eran las 4:06. Henry Quezada intentaba limpiarse las lágrimas y aliviar el ardor, pasándose su brazo izquierdo por el rostro. Apoyado en un árbol, permaneció durante unos dos minutos. “Le cogió la bomba y tosía bastante. Dobló las piernas y puso sus manos en los muslos”, dice Óscar. “Ahí como que botó saliva unos minutos. Se recompuso y volvió. Yo todavía estaba afectado y me quedé en el centro del parque”, cuenta Óscar. 

 

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A las 4:08 de la tarde, Henry Quezada se recompuso y regresó a la primera línea.

Las bombas lacrimógenas continuaban con su estruendo seco y aturdidor, cayendo sobre la calle Tarqui y El Arbolito, al menos tres por minuto. Pero de pronto, empezaron a caer sin interrupción alguna, como el redoble de un tambor represivo.

Sus detonaciones eran tan fuertes que los manifestantes solo atinaron a correr para resguardarse detrás de escudos y árboles. Tanto, que el grupo de paramédicos que estaba en el monumento de la Bola Blanca corrió para acercarse a la primera línea en la calle Tarqui. “Fue un momento de altísima violencia. Con mis compañeros dijimos: avancemos sí o sí porque ahí va a haber heridos”, recuerda el paramédico Christian Rivera.

Fue una lectura trágica y correcta. “A los pocos segundos nos gritaron: ¡Paramédico, paramédico! Llegamos hasta el filo del parque El Arbolito. Ahí estaba un grupo de manifestantes que trajo a Henry Quezada para que lo ayudemos”, recuerda Rivera.

“Mi pecho, mi pecho”, decía Henry Quezada, agotado, casi gimiendo, intentando aún respirar. Unos voluntarios lo ayudaban a caminar. Seis paramédicos del Cuerpo de Bomberos de Quito se acercaron a auxiliarlo. Se sentó por algunos segundos y se aferró a uno de los árboles del parque El Arbolito. Con su mano derecha cubierta de sangre, intentaba cubrirse el corazón, como recabando oxígeno y aliento.

“¡Tranquilo, mijo. Vos puedes. Resiste, mijo!”, le gritó un manifestante que tenía cubierto el rostro con una camiseta blanca. Le pregunté si era su familiar. “No, pero es uno de los nuestros”, me respondió el hombre, ex alumno del Mejía. “Aléjense, aléjense. Dénnos aire, ¡una camilla, por favor!”, pidió un joven que veía, horrorizado, lo que sucedía.

Eran las 4:10 de la tarde.

Durante casi cinco minutos, los paramédicos intentaron tranquilizar a Henry Quezada y despejar el espacio. Decenas de personas —unas al borde del llanto, con los ojos vidriosos de tanto gas, como presintiendo lo que en minutos ocurriría— unieron sus manos para hacer un cordón humano que les permitiera llevar a Henry Quezada al Pabellón de las Artes.

Estaban a menos de 30 metros, pero en medio de las bombas lacrimógenas que eran detonadas cada minuto, la mirada curiosa e indignada de cientos de manifestantes y los gritos, parecía un kilómetro entero.

En ese momento, Henry Quezada se desvaneció. Solo alcanzó a abrir los ojos durante algunos segundos.

En el pabellón de las Artes, le practicaron reanimación cardiopulmonar y le descomprimieron el tórax, maniobras para permitir la oxigenación de los órganos durante emergencias. Pero no lo lograron.

El cielo celeste de aquel Inti Raymi que prometía paz se extinguió. En menos de diez minutos, una nube gris cubrió a Quito. Enseguida empezó a llover.

Menos de una media hora después, se confirmó su fallecimiento.

Últimos minutos

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Henry Quezada estudió siete años en primaria. Otros cinco en el colegio. Trabajó más de diecinueve. Respiró durante más de catorce mil días. Durmió más de quince mil horas. En solo dos minutos, entre las 4 y 8 y las 4 y 10 de la tarde del 23 de junio de 2022, recibió 99 perdigones en su cuerpo.

El informe de la autopsia practicado a su cadáver, suscrito por una médico legista, determinó que 55 perdigones le impactaron el tórax. 26 perdigones llegaron a su cráneo y al menos 18 a su abdomen. El informe concluye que Henry Quezada murió por una “hemorragia aguda interna por la laceración de sus pulmones debido a la penetración y paso de múltiples proyectiles (perdigones) de arma de fuego”. Fue, dice el informe, una “muerte violenta”.

Los impactos de perdigones en el cuerpo de Henry Quezada

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La médico forense extrajo 14 perdigones de su cuerpo para analizarlos. Estableció que, por las “características de los orificios de entrada, así como del área afectada”, a Henry Quezada le dispararon a una distancia “larga”: aproximadamente 25 metros.

Es una conclusión que contradice directamente la versión del entonces ministro Patricio Carrillo. “Al existir 14 perdigones alrededor del tórax, entre 40 centímetros, la persona debió haber estado entre cinco y ocho metros”, dijo Carrillo. Según él, la policía “se mantuvo a una distancia de entre 30 a 35 metros”. Eso comprobaba, según el Ministro, que habrían sido los manifestantes “los que están usando esos armamentos y que son absolutamente letales”, dijo. Pero otros análisis desbancan esas afirmaciones.

Los perdigones son proyectiles de plomo —u otro metal— contenidos en cartuchos de escopetas. ¿Cuántos? Depende del tamaño del perdigón. Virgilio Ojeda, especialista en armas, dice que, por ejemplo, para que 100 perdigones entren en un cartucho, deberían ser, de al menos, dos milímetros. Si son más grandes, el cartucho tendrá menos municiones. “Cuando se disparan, se dispersan gradualmente hasta que penetran en la piel”, explica Miguel Ángel Moreno. Mientras más cerca está la víctima, los perdigones se separan menos pero producen mayor daño.

La dispersión de los perdigones

como funciona un perdigon

Para determinar la distancia de un disparo, los antropólogos forenses calculan lo que se conoce como la “rosa de dispersión” de los perdigones. Es decir, la zona del cuerpo comprometida por los impactos.

Henry Quezada recibió la mayor cantidad de perdigones en la caja torácica —la interconexión entre las costillas, el esternón y la columna vertebral— que protege a los pulmones y al corazón. “Si uno de estos proyectiles, al menos uno, ingresó a la caja torácica, lacera el pulmón”, explica el antropólogo forense Miguel Ángel Moreno. “Como los perdigones son tan potentes y tan pequeños, la caja no hace resistencia. Y como existe tejido blando, que es el músculo, llegan directamente al pulmón y produce, sobre todo, hemorragia interna”, expone Moreno, un experto que identificó decenas de cadáveres en la etapa más álgida de la pandemia del covid-19 en Guayaquil.

Por eso la muerte de Henry Quezada fue tan rápida. “Cuando los pulmones son lacerados, solo tienes pocos minutos para actuar”, explica Moreno. “Puedes estar consciente y caminar, pero luego sufres un shock hipovolémico por la falta de sangre que ya no hay en las arterias de la caja torácica”, lamenta Moreno.

Por las heridas de los órganos comprometidos, y la estatura de Henry Quezada, la persona que le disparó “estuvo frente a Henry a 25 metros aproximadamente y se explica por las regiones anatómicas que fueron comprometidas: su cráneo, su cuello, su caja torácica, y el abdomen”, analiza Moreno. Fue un solo disparo. “En el extracto de la autopsia se especifica que no hay impactos posteriores y solo existe una sola trayectoria por la dispersión de los perdigones en su cuerpo”, dice.

Pero aún hace falta una pieza clave para determinar si el disparo llegó desde la Contraloría o desde un costado, donde había manifestantes —aunque Óscar, que estuvo en primera línea, dice no haber visto armas—: el balístico. Aquel análisis permitirá saber —asegura Moreno— si el disparo fue de izquierda a derecha, derecha a izquierda, de arriba a abajo o de abajo hacia arriba y a qué tipo de arma corresponde (si es industrializada o o artesanal).

El peritaje pendiente es parte de las diligencias que lleva adelante la Fiscalía de la Comisión de la Verdad por la muerte de Henry Quezada, investigada aún como un homicidio. Dice David Cordero, abogado de la familia Quezada y director del consultorio jurídico de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, que, en ese proceso, debe esclarecerse quién disparó el arma, aunque la responsabilidad puede extenderse si hubo complicidad, si involucra a un uniformado o institución estatal. También habrá otro proceso posterior: un juicio o demanda contra el Estado ecuatoriano dependiendo de la efectividad de la investigación. “Si había gente armada en la protesta, ¿qué hizo la Policía para proteger a Henry? y si dispararon uniformados, ¿qué nos garantiza salir vivos al ejercer el derecho a la protesta. Ahí hay una responsabilidad del Estado”, cuestiona.

Miguel Ángel Moreno analiza también las últimas imágenes de Henry Quezada con vida, cuando corría frente a la Contraloría. “¿Cuál es la distancia entre Henry y la Contraloría?”, pregunta el perito.

La respuesta es: 25 metros exactos.

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Henry Quezada no fue el único manifestante que recibió impactos de perdigones aquella tarde. Jorge*, un rockero treintañero que habló conmigo bajo condición de anonimato, estuvo a menos de cuarenta metros de Henry Quezada y recibió más de 80 perdigones en su cuerpo en el mismo momento en el que Quezada fue abatido. “Si hubiese estado más cerca de Henry, ¿qué hubiera pasado conmigo?”, se pregunta Óscar. Aún tiene las cicatrices circulares en su rostro, estómago, brazos y pantorrillas que le dejaron los proyectiles.

Óscar sobrevivió porque a él le dispararon de una distancia más amplia —de, al menos, 60 metros. Perdió el conocimiento cuando fue impactado, pero se despertó a los pocos minutos. Recibió ayuda y, de la misma forma, volvió al parterre central de la avenida Tarqui para intentar ubicar a su agresor. Pero no lo logró.

Jorge testigo

Jorge*, un manifestante que también se unió al paro nacional, fue impactado con al menos 80 perdigones en su cuerpo la tarde del 23 de junio de 2022. Fotografía de Karol E. Noroña e intervenida por Daniela Hidalgo para proteger la identidad de Jorge.

A las 6:37 de la tarde de aquel 23 de junio, cuando el cuerpo de Henry seguía aún en el suelo de una de las salas del Pabellón de las Artes, la Contraloría envió una fotografía a un grupo de whatsapp de medios de comunicación donde se observa a militares replegados en una de las puertas de ingreso a la institución, frente a donde estuvo Henry Quezada. La foto habría sido tomada antes de su asesinato porque todavía hay sol y el cielo está despejado; fue antes de que empezara a llover. 

militares en la contraloria

Al menos diez militares se replegaron en la segunda puerta de ingreso (desde la izquierda) de la Contraloría ecuatoriana la tarde del 23 de junio de 2022. Henry Quezada estuvo frente a aquella puerta. Fotografía enviada por la Contraloría a las 6 y 37 del 23 de junio.

No fue posible corroborar la hora de aquella imagen. La Contraloría, pese a que fue la institución que la difundió, afirma no saber, pues dice que fue enviada por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, bajo cuyo control sigue el edificio. Ese día, además, no había personal administrativo, ni se permitió la entrada de medios de comunicación, me respondió la institución. El Cuerpo de Ingenieros no respondió a los dos pedidos de información que le envié. Esa dependencia militar es clave, pues el edificio tiene una cámara de video frontal que pudo haber registrado el momento en que Henry Quezada fue herido.  

A las 7 de la noche del 23 de junio de 2022,  la Policía Nacional, regida por el Ministerio del Interior, difundió y viralizó un video en el que se observaba a personas con escudos de metal y escopetas arrimadas a una pared naranja esquinera, en la avenida Gran Colombia. Varios medios de comunicación, incluso, replicaron el video. 

Fui a la esquina que aparece en aquel video. Corresponde a la intersección entre las calles Gran Colombia y Solano, que está a más de 250 metros de la Embajada de Egipto y la Contraloría, en la calle Tarqui. Sí: a más de 250 metros donde Henry Quezada fue impactado.

Allí casi nadie quería hablar sobre los incidentes del paro nacional. Solamente el dueño de un local de esa calle —que pidió no ser identificado— dijo que la pared naranja que aparece en el video había sido pintada de ese color dos meses antes del paro. Antes, era amarilla. “Durante el paro, todos nos fuimos porque los enfrentamientos eran fuertes. Algunos vecinos sí dejaron entrar a policías para que estén en las terrazas”, me contó.

 

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El entonces ministro Patricio Carrillo y el ministro de Defensa, Luis Lara, han dicho y asegurado —una y otra vez— que sus fuerzas no usan armas letales durante las protestas sociales. Peor aún perdigones. Pedí información a la Policía Nacional y al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas sobre su equipo de dotación para las protestas. Nadie respondió a los pedidos que hicimos para este reportaje.

Unos días antes del 23 de junio, en un pedido de información para otro texto, la Policía me dijo que sus agentes solo usaban seis elementos en las protestas: chaleco antibalas, casco, escudo, esposas, tolete y agente químico (bombas lacrimógenas).

Pero el 22 de junio de 2022 —un día antes del asesinato de Henry Quezada— policías y militares sí usaron escopetas durante el paro nacional, además de sus truflay. Dos fotografías muestran a los uniformados que otro tipo de escopetas industrializadas. Según el experto en armas, Virgilio Ojeda, en ciertas fotos se los ve con escopetas que pueden disparar perdigones y también otro tipo de municiones como cartuchos de goma o saquete. No se sabe, sin embargo, si quienes estaban en el edificio de la Contraloría tenían ese tipo de armamento.

policías armas

A las 17:12 del 22 de junio de 2022 —un día antes de que Henry Quezada fuera asesinado— policías detonaban bombas lacrimógenas, pero también usaban truflay y escopetas. Fotografía de Marco Terranova para GK.

militares en manifestaciones

El 22 de junio, militares también usaron escopetas. El experto en armas, Virgilio Ojeda, dice que son armas importadas —marca mossberg o winchester— que disparan goma, perdigones y saquetes de sal. Fotografía de Marco Terranova para GK.

La Policía no ha explicado a qué hora fue grabado el video en que se ve a los manifestantes disparar en la esquina de Gran Colombia y Solano. Tampoco a qué día corresponde el video y si solicitó una investigación a la Fiscalía por los “manifestantes violentos que usan armas”. Pedí la información tres veces a la Policía, incluida una entrevista con el comandante encargado de los operativos en la zona. Tampoco hubo respuesta.

También le pregunté a la Fiscalía ecuatoriana si había una investigación abierta por la acusación policial, como en otras provincias, por tráfico y porte ilegal de armas. La institución respondió que, debido a la falta de información (fecha, ubicación exacta y presunto delito) “no ha sido posible realizar la revisión respectiva”. Me dijo que, en caso de tener mayor información, se la remita.

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Henry Quezada siempre le enviaba un mensaje de texto a su madre para avisarle que pronto llegaría a comer con ella. Por eso, cuando él dejó de contestar su celular a las cinco de la tarde del 23 de junio de 2022, Victoria Espinoza pensó que quizá se había lastimado las manos.

Horas después, Victoria Espinoza entendió el silencio. Sabe ahora por qué Henry Quezada nunca avisó. “Es que mijo no se murió. A mijo le mataron”, reclama, mientras su hija Jeanneth acaricia su rostro y besa su mejilla.

Una exigencia por memoria y justicia para Henry Quezada

Ambas miran una fotografía de Henry Quezada. Se lo ve sonriendo, elevando la mano cornuta que todo buen metalero muestra con orgullo. Tenía pensado viajar a Londres para visitar a su hija Melanie, a quien extrañaba mucho, dice Jeanneth Quezada. Eran hermanos, pero también amigos. Por eso, cuando le avisaron que su hermano estaba herido, se subió a una motocicleta de uno de los amigos de Henry para llegar a El Arbolito, a las cinco de la tarde. Reconoció el cuerpo de su hermano y no dejó de aferrarse a él, hasta que su cuerpo fue levantado a las diez y media de la noche de aquel 23 de junio del piso del Pabellón de las Artes.

No estuvo sola. Su primo, Vladimir Cruz, la acompañó. Desde entonces, él se ha hecho cargo de nombrar a Henry Quezada en actos públicos. Él es también un ex Mejía que —junto a otros ex alumnos— han elevado en su memoria la leyenda de su colegio que dice: “Los Mejías no mueren, sino que suben al cielo para convertirse en estrellas”. Paúl Ramos extrañará siempre al amigo que conoció hace catorce años en el Acetatos Bar, un espacio de memoria rockera que levanta su bandera negra por Henry. Pero el luto también se extiende. “No lo conocía mucho, pero realmente me apena saber que lo asesinaron”, me dijo la clienta de repuestos automovilísticos que habló brevemente con él. 

La memoria de Henry Quezada es recordada en un altar en el centro de la sala de su casa, cobijado por la bandera azul y amarilla del colegio por el que más de una vez gritó. Está adornado por unas orquídeas moradas. Una vez, una vendedora de flores me dijo que regalar orquídeas moradas es ofrecer y desear justicia. No sé si Victoria Espinoza lo sepa.

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.
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