La Revolución Ciudadana (RC) atraviesa su momento más crítico desde su fundación. De ser una fuerza hegemónica, capaz de articular mayorías en la Asamblea Nacional, ganar elecciones consecutivas y moldear el Estado a su medida, pasó a vivir una fractura interna cada vez más visible.

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Las peleas públicas, expulsiones, renuncias y declaraciones cruzadas entre sus principales figuras muestran que el correísmo, tal como se lo conoció durante la «década ganada», ya no es el mismo. 

Su estructura interna está erosionada por la falta de democracia, la imposición de liderazgos y el papel omnipresente de Rafael Correa, quien hoy representa tanto su activo más fuerte como su mayor obstáculo.

Entender esta crisis no sólo es relevante para los simpatizantes o críticos del correísmo, sino para todos los ciudadanos interesados en la salud de la democracia ecuatoriana. 

La caída o transformación de la principal fuerza política de oposición reconfigura el panorama nacional. A continuación, analizamos el auge del correísmo, las tensiones internas que han desencadenado su fractura, la decadencia política de sus principales referentes y lo que podría venir a futuro.

El auge del correísmo: de la revolución ciudadana al poder absoluto

El correísmo nació como una alternativa rupturista en un país harto de la partidocracia tradicional. En 2006, Rafael Correa, un economista sin trayectoria partidaria previa, capitalizó el descontento popular con un discurso de transformación estructural. 

Prometió una «revolución ciudadana» basada en la justicia social, la soberanía nacional y el cambio del modelo económico. 

En apenas unos años, logró consolidar un proyecto político que transformó la Constitución, centralizó el poder en el Ejecutivo, controló instituciones clave del Estado y articuló una maquinaria electoral casi imbatible.

Durante una década, el correísmo no solo fue una corriente política poderosa, sino la estructura que rediseñó el Estado ecuatoriano. 

En 2007, Rafael Correa llegó a la presidencia con un discurso radicalmente diferente al de sus predecesores. La promesa era clara: acabar con la “partidocracia” y construir una “revolución ciudadana” que devolviera al Estado su rol rector, ampliara derechos sociales y colocara al pueblo, y no a las élites, como el centro de la política pública.

Correa impulsó una nueva Constitución, transformó la institucionalidad del país (modificó las estructuras y el funcionamiento del sistema judicial, el legislativo, el ejecutivo, los organismos de control) y centralizó el poder con un liderazgo fuerte y carismático. 

Durante su mandato, los ingresos por el boom petrolero se canalizaron en grandes obras de infraestructura, reducción de la pobreza, ampliación del acceso a la salud y educación pública. 

Este proceso consolidó su hegemonía electoral, permitiéndole ganar tres elecciones presidenciales consecutivas con márgenes abrumadores.

El correísmo no solo controló la Presidencia sino también la Asamblea Nacional, la Corte Constitucional, la Contraloría, la Fiscalía y otras instituciones clave. 

Su partido, Alianza PAIS, logró convertirse en una maquinaria electoral invencible por casi una década. Pero ese poder absoluto tenía un costo: la dependencia total del liderazgo de Correa y un modelo de mando vertical y centralizado.

La llamada “década ganada” fue también la década de la personalización política. Nada se decidía sin la palabra del líder. Y cuando llegó el momento del relevo, ese modelo mostró sus límites.

Tensiones internas y escándalos: el inicio de la fractura

La crisis del correísmo no es nueva, pero se ha vuelto inocultable tras la derrota de Luisa González frente a Daniel Noboa.

En 2017, Correa dejó el poder y designó a Lenín Moreno como su sucesor. El resultado fue el inicio del derrumbe del correísmo tal como se lo conocía. 

Moreno se distanció rápidamente de su mentor y abrió la puerta a investigaciones por corrupción que afectaron a figuras clave del correísmo, incluyendo al propio Correa.

Desde entonces, la Revolución Ciudadana se reconfiguró como una fuerza opositora, primero desde el resentimiento por la “traición” de Moreno, y luego desde el intento de reorganizarse en torno al liderazgo en el exilio de Correa. 

Con base en redes sociales, la narrativa del “perseguido político” y el capital simbólico de la “década ganada”, el correísmo logró mantenerse vigente. Pero en la práctica, la estructura interna empezó a mostrar grietas profundas.

Las pugnas internas se agudizaron a medida que el movimiento perdía elecciones. La derrota de Andrés Arauz en 2021 frente a Guillermo Lasso fue el primer golpe duro. 

Luego vino la derrota de Luisa González ante Daniel Noboa en 2023. Y con cada elección fallida, aumentaban las tensiones: desacuerdos por las candidaturas, malestar por la centralización de decisiones en Bélgica (donde reside Correa), falta de democracia interna y una creciente disidencia que dejó de callarse.

La imagen de unidad se fue diluyendo. Lo que antes eran gestos de alineamiento en bloque, hoy son declaraciones públicas cruzadas, expulsiones, renuncias y fracturas abiertas. Lo que alguna vez fue un partido compacto y disciplinado, ahora es un campo minado de egos, resentimientos y rivalidades.

El declive político de Rafael Correa y sus aliados

El deterioro del liderazgo de Correa no es solo un asunto judicial por su sentencia por cohecho en el caso Sobornos 2012-2016, sino también político y simbólico. 

Aunque sigue siendo una figura con capacidad de arrastre, su poder ya no es absoluto. Para muchos dentro del movimiento, su figura pasó de ser la del guía indiscutible a la del obstáculo para la renovación.

Varios hechos ilustran este cambio. Cuando Luisa González denunció fraude electoral tras perder con Daniel Noboa, lo hizo de la mano de Correa, sin presentar pruebas sólidas. Pero muchas autoridades correístas locales, como Paola Pabón, Marcela Aguiñaga, Aquiles Álvarez o Leonardo Orlando, no secundaron la narrativa y reconocieron la victoria del joven presidente. 

El quiebre era evidente.

Marcela Aguiñaga, una de las figuras que más trabajó en la reconstrucción del correísmo en Guayas, dijo sentirse marginada por pensar diferente. Dijo que, por no creer en la tesis del fraude, fue tratada como “oveja negra”. 

En redes sociales, figuras como el alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez, se han enfrentado abiertamente con Correa, cuestionando incluso a su abogado personal. Lo impensable hace unos años, hoy es moneda corriente: disentir públicamente del líder.

Las expulsiones de figuras como el asambleísta correísta Sergio Peña también dejan claro que hay reglas que no se aplican igual para todos. Peña, un joven legislador nacional, abogado especialista en derecho tributario y administrativo,  fue expulsado del movimiento Revolución Ciudadana por haber apoyado la Ley para el Fortalecimiento de las Finanzas Públicas impulsada por el presidente Daniel Noboa. 

Lo cuestionan por romper la línea partidaria, aunque otros correístas también votaron a favor de la misma norma sin recibir sanciones. 

En contraste, Pierina Correa, hermana del expresidente, votó de forma similar en el pasado sin recibir sanción alguna. Peña denunció que en RC “se maneja como una hacienda con capataz”.

La lista de bajas sigue creciendo: los asambleístas Mónica Salazar y Ferdinan Álvarez, Marcela Holguín, Fausto Jarrín, entre otros, se han alejado o han sido marginados por disentir. Y todo esto mientras la dirigencia sigue apostando por un estilo de conducción donde las decisiones no se debaten, se acatan.

Pero no es todo. 

Su cúpula política está seriamente comprometida por procesos judiciales que abarcan desde delitos de corrupción hasta posibles vínculos con el crimen organizado. 

Condenas por corrupción, vínculos con el crimen organizado y una red de prófugos rodean a figuras clave como Rafael Correa y Jorge Glas. Casos emblemáticos como Sobornos, el asesinato de Fernando Villavicencio y el caso Ligados arrastran a exfuncionarios, exministros y excandidatos. Detallaré cada uno a continuación.

Los juicios y condenas no solo pesan sobre figuras emblemáticas del correísmo, como Rafael Correa y Jorge Glas, sino que se extienden a una amplia red de colaboradores cercanos, muchos de ellos prófugos, procesados o investigados. 

Entre ellos están Vinicio Alvarado, ex secretario de la Administración y prófugo tras su condena en el caso Sobornos; Alexis Mera, ex secretario jurídico, sentenciado y en prisión domiciliaria; y María de los Ángeles Duarte, ex ministra, quien huyó del país tras permanecer aislada en la embajada de Argentina.

Esta situación debilitó la estructura del movimiento y cuestiona su capacidad para sostenerse como una fuerza política confiable y legítima frente a la ciudadanía. 

La narrativa de persecución política que ha sostenido el correísmo durante años choca ahora con una creciente acumulación de casos penales sustentados por documentos, testimonios y tramas que se cruzan con escándalos nacionales e internacionales.

El caso del ex presidente Correa, condenado por cohecho y con más de 40 procesos abiertos, simboliza la magnitud del colapso institucional al que se enfrenta el movimiento. 

Jorge Glas, recluido en La Roca, representa la continuidad de esa crisis, arrastrando a figuras como el ex ministro José Serrano, el ex asambleísta Ronny Aleaga y el ex candidato presidencial Andrés Arauz a nuevos escándalos como el asesinato de Fernando Villavicencio o el caso Ligados. 

La situación se agrava con las fugas de correístas como los hermanos Fernando y Vinicio Alvarado, Walter Solís o María de los Ángeles Duarte, todos fieles al correísmo y hoy condenados o prófugos. Esto refleja una estrategia de evasión que erosiona aún más la imagen del proyecto político. 

La Revolución Ciudadana, asediada judicialmente y debilitada moralmente, enfrenta el desafío de redefinirse o desmoronarse bajo el peso de sus propias contradicciones.

¿Qué sigue para el correísmo? Futuro e impacto en la política ecuatoriana

El correísmo está hoy ante una encrucijada existencial: renovarse o volverse irrelevante. Su base electoral aún existe y es considerable. Pero su problema no es estructural, sino político: se ha convertido en una organización que gira en torno a una sola figura que no admite disenso.

Y eso tiene consecuencias. 

La incapacidad de procesar diferencias internas y de promover nuevos liderazgos ha provocado tensiones y distancias con figuras como Paola Pabón o Sofía Espín, quienes en distintos momentos enfrentaron críticas internas o fueron relegadas por no alinearse del todo con la línea central. 

El espacio para el pensamiento crítico es mínimo, como se evidenció con el alejamiento del ex alcalde de Quito Augusto Barrera, quien marcó distancia tras cuestionar decisiones estratégicas del movimiento. 

Se ha impuesto un purismo ideológico que expulsó o marginó a sectores críticos del extractivismo, como ocurrió con ex militantes cercanos al proyecto original durante el debate sobre el Yasuní

El culto a la personalidad sigue girando en torno a Rafael Correa, cuya figura continúa siendo el eje discursivo y simbólico del movimiento desde el exilio. Y la disciplina ciega se refleja en votaciones unificadas del bloque correísta, como en la defensa cerrada a Jorge Glas, incluso frente a múltiples cuestionamientos judiciales.

El correísmo insiste en regresar al pasado: a la “década ganada”, al liderazgo indiscutido de Correa, a las sabatinas, a las recetas ya conocidas. No hay apertura al debate ni a la autocrítica. Y en política, la nostalgia no siempre es rentable.

La Revolución Ciudadana atraviesa hoy un periodo de debilitamiento institucional y aislamiento legislativo. Su exclusión de las comisiones parlamentarias y del Consejo de Administración Legislativa (CAL), donde antes ejercía dominio, evidencia una pérdida de influencia significativa en el escenario político nacional. 

Aunque sigue siendo la segunda fuerza más grande en la Asamblea Nacional, con 65 legisladores, su capacidad de incidencia se ha visto mermada ante el ascenso de bancadas como la de Acción Democrática Nacional (ADN). 

Esta pérdida de protagonismo en los espacios de decisión no solo refleja un cambio en la correlación de fuerzas, sino también una transformación estructural que obliga al movimiento a replantear su papel en la política ecuatoriana contemporánea.

Analistas como Amable Soto y José Reyes Acaro coinciden en que la caída del correísmo empezó tras el 2017, con una serie de derrotas electorales consecutivas en 2021, 2023 y 2025, y con síntomas evidentes de fragmentación interna, como el intento de creación de la “bancada de la gente” y la dispersión del liderazgo en las provincias. 

La continuidad del ex presidente Rafael Correa como figura central del movimiento ha contribuido, según los expertos, a la pérdida de conexión con las demandas actuales de los ciudadanos

El desgaste del discurso y el temor social ante la vinculación de sus líderes con procesos judiciales han debilitado su narrativa de renovación. Para no extinguirse como actor político relevante, la Revolución Ciudadana necesita redefinir su estrategia, promover liderazgos jóvenes y construir una propuesta que sintonice con la realidad de un país que ya no responde a los códigos del pasado.

Retroceso territorial 

En las elecciones presidenciales de 2025, la Revolución Ciudadana experimentó su retroceso territorial más significativo desde su surgimiento como fuerza dominante. 

Aunque en la primera vuelta Luisa González parecía ganar terreno y alimentar las esperanzas del correísmo, el balotaje mostró un escenario distinto: Daniel Noboa se impuso con una diferencia de más de 1,1 millones de votos, consolidando un voto anticorreísta que ha crecido sostenidamente desde 2017. 

La organización política, que en ese 2017 ganó en 121 cantones del país, pasó a conquistar solo 97 en 2025, reflejando un repliegue del 20% a escala cantonal. 

Esta pérdida de presencia territorial confirma que, pese a mantener una base de apoyo en la Costa, el correísmo cedió posiciones clave en la Sierra, la Amazonía y cantones emblemáticos que antes le eran favorables.

Este proceso de debilitamiento no es nuevo. 

Ya en 2017, con la candidatura de Lenín Moreno en reemplazo de Rafael Correa, la Revolución Ciudadana evidenció desgaste tras una década en el poder. Aunque ganó la presidencia, lo hizo en medio de denuncias por irregularidades en el sistema informático electoral y con una presencia decreciente en ciudades grandes como Quito y Guayaquil. 

En 2021, Andrés Arauz no logró vencer a Guillermo Lasso, y aunque el correísmo se recuperó en algunos cantones serranos como Cotopaxi y Chimborazo, perdió terreno en Cuenca y en varias zonas de la Amazonía. 

El patrón se repitió en 2023, cuando Luisa González recuperó ciertos cantones amazónicos, pero fue superada por Noboa en la segunda vuelta, consolidando una tendencia que se agravaría dos años después.

En 2025, la pérdida de espacios fue más contundente. La Amazonía, que en 2023 había vuelto a pintar de verde correísta, giró hacia el morado de Daniel Noboa. 

Zonas históricamente aliadas, como partes de Esmeraldas, Imbabura, y Cañar, también se desplazaron hacia el anticorreísmo. Incluso cantones tradicionalmente fieles al correísmo en la Costa, como Babahoyo o Quinindé, optaron por Noboa. 

En las grandes ciudades —Quito, Guayaquil y Cuenca— la brecha de votos en contra del correísmo se amplió más que en cualquier elección previa. Este cambio geopolítico electoral refleja no sólo un rechazo sostenido hacia la narrativa correísta, sino también una reorganización del mapa político nacional, donde la Revolución Ciudadana deberá redefinir su estrategia si aspira a recuperar el terreno perdido.

Entonces, ¿qué puede pasar con el correísmo?

Una posibilidad es que la Revolución Ciudadana se mantenga como una fuerza de oposición con un voto duro del 20–25%, pero sin posibilidades reales de alcanzar el poder mientras no cambie su forma de operar. 

Otra opción, más incierta, es una escisión formal del movimiento, en la que un sector progresista intente construir una nueva alternativa sin Correa. 

También puede ocurrir un lento declive, donde el movimiento siga perdiendo figuras y votos hasta volverse una fuerza marginal. O, en el mejor de los casos para sus bases, podría darse un proceso de renovación interna que permita la emergencia de nuevos liderazgos. 

Pero esto último parece improbable mientras Correa siga siendo la única alternativa de liderazgo.

Pamela Leon
Pamela León
Máster en Comunicación Política. Autora del newsletter de GK: Explicaciones políticas para gente apurada.
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