En lo que va del 2022, el invierno ha golpeado muy fuerte al Ecuador. En menos de un mes se han desbordado ríos y causado graves inundaciones en varias provincias del país. Centenares de personas han perdido sus hogares, varias vías de conexión importantes han tenido que cerrar, e incluso hay quienes han perdido la vida. No olvidemos que el 31 de enero, en La Gasca, un conocido sector de Quito, un aluvión mató a casi 30 personas y dejó más de 50 heridos. El evento más reciente, el desbordamiento de tres ríos en el cantón Rumiñahui, en la provincia de Pichincha, causó un gran socavón que se llevó un pedazo de una importante carretera. En cada evento —desbordamientos, aluviones e inundaciones— las consecuencias han sido diferentes, pero la respuesta de las autoridades de nuestro país siempre es la misma: “la culpa es de la lluvia”.
Pero no. No es culpa de la lluvia.
Sí, es cierto que estamos enfrentando un invierno intenso. Pero no por eso podemos resignarnos a ver a miles de personas sin hogar, familias devastadas con la pérdida de un ser querido, o sufrir las pérdidas de estructuras destruidas por completo. No. Estamos muy equivocados si creemos que esto es “normal” y nos acostumbramos a que va a pasar cada vez que llueva.
Si mañana o pasado mañana hay una fuerte tormenta, ¿esperaremos cruzados de brazos a que haya más inundaciones u otro aluvión?
Lo primero que tenemos que saber es que esto está directamente conectado con el cambio climático. Si conoces a alguien que perdió su casa o, peor aún, un ser querido, en La Gasca o en La Maná tienes que saber que el primer responsable de esa pérdida es el cambio climático.
Es bueno recordar: el cambio climático es real. Y tenemos que prepararnos porque, aunque tengo la esperanza de que no sea así ya que hay gente y gobiernos comprometidos a cambiar, es posible que el panorama empeore.
En las cuatro regiones del Ecuador, entre 1960 y 2010, la temperatura aumentó un promedio de un grado Celsius. Pero en un evento del Ministerio de Ambiente, Agua, y Transición Ecológica del 10 de febrero de 2022, se presentaron proyecciones alarmantes sobre el cambio climático en el país. Expertos del Instituto Nacional de Meteorología e Hidrología (Inamhi) dijeron que se prevé que entre 2040 y 2070 haya un aumento de 2,7 grados Celsius en la temperatura promedio del Ecuador. Hace cuatro años, en 2018, los expertos habían estimado que el aumento sería de 2 grados hasta el final del siglo, pero la situación ha cambiado drásticamente.
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Si ahora, con un grado de temperatura más, estamos viendo estas catástrofes, ¿qué nos depara el futuro con, no 2 sino 2,7 grados más? El año pasado, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) dijo que un aumento de solo un poco más de 1,5 grados centígrados en la temperatura tendría efectos devastadores que no se comparan a lo que ya estamos viendo.
Habrá cada vez más incendios forestales masivos, inundaciones cada vez más devastadoras, sequías cada vez más duraderas, inviernos extremos cada vez más fuertes y escasez de agua y alimentos. Esto es solo en un panorama en el que hay 1,5 grados más de temperatura. Entonces, imaginemos lo que podría causar un aumento de 2,7 grados más.
No quiero asustar a nadie. Pero tenemos que imaginarlo para prevenirlo. Sobre todo porque ahora mismo es evidente que no estamos preparados para hacer frente al escenario actual. Mucho menos estaremos listos para enfrentar algo peor.
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En segundo lugar, culpar a la lluvia es un error porque evade las responsabilidades de las autoridades nacionales y locales. Es fácil culparla, como un acto de fuerza mayor, que no se podía prever, por desastres como el de La Maná (en la provincia andina de Cotopaxi), el de Balao (en la provincia costera de Guayas), y el de La Gasca y Rumiñahui (en la provincia andina de Pichincha). Pero la lluvia no tiene la culpa de lo que ha pasado en el último mes.
Los científicos aseguran que culpar al clima por los desastres naturales es una forma de encubrir la falta de o las fallas en políticas públicas que son esenciales para reducir la vulnerabilidad al clima extremo.
En pocas palabras, las autoridades gubernamentales y seccionales no están haciendo lo que deberían para evitar que eventos naturales como las lluvias se conviertan en catástrofes que dejen a miles de personas sin hogar y otras decenas sin vida.
Por ejemplo, en lugar de otorgar permisos para rellenar quebradas y construir edificaciones, los gobiernos locales podrían proteger esas áreas y evitar que se taponen las quebradas, que son lugares por los que el agua fluye cuando hay mucha lluvia. Las quebradas son drenajes naturales y si se rellenan —como se ha hecho muchísimo en Quito, por ejemplo— se pierde su capacidad de captación de agua y desfogue. Entonces en una tormenta muy fuerte, la acumulación de la lluvia no solo puede causar inundaciones sino que también puede causar aluviones, como el de La Gasca.
En lugar de destruir los páramos para hacer campos agrícolas, se deben establecer mecanismos para que las poblaciones que están ampliando la frontera agrícola para seguir sembrando y pastoreando ganado —gente que en su mayoría son muy pobres— ganen dinero sin tener que intervenir (y consecuentemente, dañar) estos ecosistemas. Los páramos, por ejemplo, son como esponjas que tienen la capacidad de absorber lluvias intensas. Cuando se pierden, se pierde también la capacidad de absorción del suelo y las probabilidades de que haya inundaciones o aluviones aumentan irremediablemente.
O podemos también cuidar los bosques. Cuando se pierden los bosques —más allá de lo que eso implica para el aumento de la temperatura de la Tierra— el agua que cae del cielo se dirige a los ríos de inmediato porque no hay vegetación que la absorba.
Cuando llueve muy duro, el agua que cae llega a los ríos en cuestión de segundos, y es tanta lluvia que se acumula en tan poco tiempo, que es inevitable que el río crezca y se desborde. En casos particulares como en el de La Gasca, la deforestación, por ejemplo, restringió la capacidad del suelo para evitar que el agua baje con fuerza hacia las pendientes y causara el aluvión.
En Ecuador, en los últimos 28 años se han perdido más de 2 millones de hectáreas de bosque tropical que ayudarían a evitar inundaciones. Y la deforestación no para.
Los gobiernos locales y hasta el gobierno nacional deben tomar en cuenta algunas de estas ideas y proponer soluciones aterrizadas. Es preciso que destinen más recursos a la puesta en marcha de planes para la adaptación al cambio climático. Es verdad que el Estado, a nivel local y nacional, tiene poco dinero pero, ¿qué tal crear un programa de incentivos para que sea la empresa privada la que lo asuma? También es necesario restaurar los ecosistemas con especies nativas para recuperar la capacidad de absorción y canalización del agua en los suelos. Las ciudades deben mejorar su planificación urbana y aplicar políticas de conservación.
De hecho, varios científicos estiman que el restaurar tan solo la mitad de la vegetación que se ha perdido, podría reducir catástrofes como las inundaciones extremas en más de un tercio.
Además, nosotros también podemos hacer algo. En su libro Cómo evitar un desastre climático, uno de los fundadores de Microsoft, Bill Gates, dice que a nivel individual siempre hay acciones que podemos tomar. En este caso, presionar a las autoridades para que respondan mejor a los desastres naturales y no conformarnos con el discurso de la culpa de la lluvia. Pensemos en las elecciones seccionales que se vienen en 2023. Evaluemos las propuestas de los candidatos y elijamos a quienes demuestren que tienen un verdadero compromiso con la crisis ambiental. Luego, cuando alguien nuevo asuma esos puestos de autoridad, hagamos un seguimiento y presionemos porque las propuestas que nos hicieron se cumplan.
También podemos dejar de botar basura en las quebradas como si fueran vertederos, porque no lo son. Si la basura se acumula en las quebradas, el agua no se podrá filtrar y ya sabemos lo que sucede. La basura en las calles es otro problema. Esa basura muchas veces termina en las alcantarillas y estas se pueden taponar. Si llueve mucho, ese será otro filtro por el que el agua no se podrá descargar y habrá inundaciones.
Desde el sector privado también se puede hacer algo. No seguir construyendo ambiciosos proyectos inmobiliarios en las faldas de las montañas o quebradas. O invertir en proyectos que mejoren la producción agrícola para que no haya la necesidad de seguir expandiendo esa frontera. Nunca está demás invertir en ciencia, tecnología e innovación. Allí puede estar la clave de un futuro más sostenible y flexible ante el cambio climático.
Pero no.
En nuestro país, pareciera que siempre es más fácil culpar a la naturaleza.
Es más fácil culpar a la lluvia que reconocer los errores de planificación. Es más fácil culpar a la lluvia que reconocer que hay deforestación —solo miremos el ejemplo desesperado del Municipio de Quito por desmentir que la deforestación fue una de las causas del aluvión de la Gasca. También es más fácil culpar a la lluvia que aceptar que no se está haciendo lo suficiente para conservar los bosques y los páramos.
Siempre es más fácil culpar a la lluvia, y por eso se sigue haciendo.
Quizás mañana, en un par de semanas, en un mes o en un año, cuando haya otra inundación, cuando otro río se desborde, o cuando haya otro aluvión, volveremos a escuchar “es culpa de la lluvia”. Ahí podremos ejercer nuestro deber cívico ambiental y levantar la mano y, con cifras, argumentos y evidencia, decirle al funcionario de turno: no culpes a la lluvia.