Al presidente Guillermo Lasso le está ganando la paranoia. La noche del lunes decretó el estado de excepción en todo el país. Días antes, en una entrevista con Carlos Vera, dijo que existía un “triunvirato de la conspiración” entre Jaime Nebot, Rafael Correa y Leonidas Iza y sugirió que la investigación Pandora Papers del Consorcio Internacional de Periodistas Investigativos (ICIJ por sus siglas en inglés) —que reveló las cuentas que había tenido en paraísos fiscales— era parte de un complot internacional liderado por el mismísimo George Soros, protagonista de un sinfín de teorías de conspiración que incluyen al terraplanismo.
Tras ser objeto de la indagación periodística, el presidente ahora contradice lo que ha dicho antes sobre la libertad de prensa. El Lasso de hoy no coincide con el Lasso de campaña. En una carta a El Universo acerca de la participación del diario en las investigaciones, el presidente cerró con una serie de preguntas retóricas que aludían a la necesidad de controlar la prensa. “¿Quién los frena a ustedes?”, preguntó, acusando al diario de “caer en el juego de aquellos que socavaron los fundamentos de nuestra democracia”. No es una pregunta inocente, en especial cuando la prensa hace revelaciones que incomodan.
Y así: aunque en la entrevista con Vera, Lasso habló de actuar “con tolerancia ante la intolerancia”, sus acciones lo muestran con miedo y sucumbiendo ante los delirios de un columnista de un polémico periódico español. El presidente no se está haciendo cargo y, en lugar de encarar la opinión pública, está imitando las prácticas del autoritarismo al que se opuso. El estado de excepción es un síntoma más de ello. Hoy, además, no fue a la Comisión de Garantías Constitucionales que investigan los Pandora Papers. Que esto es cosa juzgada, dijo en una carta, confundiendo lo legal con lo político.
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No es un síntoma nuevo: Lasso tiende a trabucar el marketing de campaña con la comunicación política, los síntomas por la causa (como enfrentar la crisis militarizando las calles y eliminando la tabla de consumo de drogas) y, como se vio con su carta a El Universo, la prensa con la propaganda (un error que se esparce de derecha a izquierda y izquierda a derecha).
La relación entre el poder y la prensa debe ser, necesariamente, conflictiva. Como me dijo la periodista Desiré Yepez: “es un buen síntoma que el periodismo esté incomodando al poder de turno”. Guillermo Lasso debió saberlo. Uno de sus primeros proyectos de ley —la llamada Ley Orgánica de Libre Expresión y Comunicación— fue remitido a la Asamblea Nacional en mayo con un espíritu de apertura con la prensa. Al despenalizar la opinión, por ejemplo, este proyecto de ley se contraponía a la Ley Orgánica de Comunicación, que trataba la prensa como un enemigo: “la recadera de la oligarquía”.
Sus más recientes interacciones con medios, sin embargo, lo muestran a la defensiva. El presidente tiene el derecho a reclamar y hacer clarificaciones. En su carta a El Universo, por ejemplo, Lasso afirma que el diario omitió la información sobre los tributos que ha pagado en los últimos años. Es una aclaración válida. Pero le ganó el despecho y la inquina.
No había razones para sugerir —aunque sea indirectamente— el control de la prensa en un país donde esa ha sido la norma. Su tono fue innecesariamente hostil y acusatorio, como si la decisión de El Universo fuera parte de una campaña de sus enemigos. Perdió la oportunidad para un debate democrático al apuntar con el dedo desde el poder.
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No fue un error momentáneo. Lasso está convencido. Después de la carta a El Universo, en la entrevista con Carlos Vera, el presidente atribuyó la investigación de ICIJ a un complot o “una campaña de desprestigio en su contra” liderada por George Soros ( lo mismo hizo en su momento Rafael Correa, quien acusó a Soros de estar ligado a la CIA). El presidente sonaba a cualquier teórico de la conspiración en Youtube. Le faltaba hablar de los átomos de Hitler para condensar los últimos quince años de exabruptos retóricos presidenciales.
Era cuestión de tiempo para que la relación del presidente con los medios se torne más conflictiva —eso es lo normal y justo en una democracia. Sin ese conflicto es fácil hablar de libertad de expresión. Por eso, la prueba democrática ocurre cuando la prensa es especialmente crítica. Y Lasso no está pasando la prueba. De sus primeros gestos democráticos, ahora habla de militares en las calles, de una guerra contra los delincuentes y de medios que, a su criterio, están sin control.
Las reacciones del presidente no son aisladas. Revelan la ausencia de claridad política y, en este momento, de compromiso democrático. Sus respuestas a las revelaciones de los Pandora Papers van de la mano de su repentina declaración del estado de excepción: el presidente luce incapaz de convertir la crítica en debate o de cambiar las formas que han definido la política ecuatoriana antes. Muestra su miedo. Y el miedo es la principal vía a la desconexión de la realidad. La paranoia es esencialmente eso: una desconexión de las intenciones y motivaciones de los actos de los demás. Los políticos son proclives a ella —y en esa propensión caen en el autoritarismo, la sospecha y en la falta de respuestas a los problemas reales.
Es verdad que hay una crisis de seguridad agravada por la presencia narcoterrorista que fue permeando el país en más de una década de connivencia y acuerdos oscuros. Pero esa crisis tiene profundas raíces en problemas socioeconómicos, agravados por la pandemia del covid-19, que empujan a miles a la rentable industria del delito organizado. Nadie se levanta de un día para otro dispuesto a apretar un gatillo.
También es verdad que la Asamblea no ha querido tratar siquiera la (imperfecta) propuesta de Ley de Creación de Oportunidades. El CAL la devolvió de inmediato, sin posibilidad de debate, desconociendo que el país necesita un revulsivo tributario y laboral para que 3 de cada 10 ecuatorianos que pueden trabajar, accedan a un empleo formal.
Ante todo esto, el gobierno ha insistido en comunicarse al estilo de una campaña del Banco de Guayaquil, con slogans altisonantes y bailes con influencers, sin abordar el diálogo y la comunicación desde una estrategia política integral. Parecería que, en lugar de encontrar alguien que le ayude a interpretar lo que está pasando, el presidente —como tantos otros— está rodeado de una corte de obsecuentes, que temen perder el favor del hombre que tiene miedo. La paranoia no es buena consejera. Al contrario: es ideal para el autosabotaje y la pérdida de credibilidad ante el país.