Amamos y odiamos a Walter White porque es la versión televisiva de algo que todos sabemos, pero no nos gusta admitir: el ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. No en un sentido metafórico, sino real —tan real como un profesor de escuela que se convierte en un mafioso irredento. Bajo esa premisa Breaking Bad se convirtió en una serie de culto.

Se lanzó en 2008, duró cinco años y la rompió: ahora es considerada una de las mejores series televisivas de todos los tiempos. 16 premios Emmy, dos Globos de Oro, y un récord Guiness en 2013 como el show más alabado por la crítica. Breaking Bad cuenta la historia de Walter White (interpretado por el actor cómico Bryan Cranston), un profesor de química resentido, abrumado por una rutina aburrida y paralizante, quien al ser diagnosticado con cáncer pulmonar decide transformarse en productor de metanfetaminas. Lo hace —repite una y otra vez— para cubrir los exagerados costos de su tratamiento y proveer para su familia, hasta que su desesperación se convierte en un adictivo juego de poder y Walter White deja de ser Walter White.

El proceso lo cambia. “Yo prefiero pensar en la química como el estudio del cambio”, explica White a sus alumnos al inicio de la serie. Él habla, sus estudiantes lo ignoran aburridos. Pero aunque su monólogo anticipa la clave temática de la serie —el cambio—,  ignora el factor más importante y fulminante de su fórmula: el poder.

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Yo empecé a ver Breaking Bad después de que la sería había terminado. Mi amigo Lucas me convenció de verla. Luego, cuando nos encontrábamos, me preguntaba: ¿Qué sientes sobre Walter White? Y mis respuestas cambiaban con el tiempo. Al principio, White inspiraba empatía y  solidaridad. Durante el primer episodio White aburre a quienes lo escuchan en clase a pesar de su entusiasmo ñoño por la materia. Luego, en su segundo trabajo como cajero de un taller de lavado de autos, su jefe lo obliga a lavar un carro que, White descubre luego, era de uno de los estudiantes que se reían de él en clase. White acepta la humillación, llega a casa a celebrar su cumpleaños. Entre sus familiares también es tratado como un ‘hombre beta’, un bonachón inofensivo eclipsado por la personalidad de Hank, su cuñado, un agente de la Administración por el Control de Drogas. Hank es rudo y entretenido, Walter es callado, timorato y un poco risible: en los primeros episodios de Breaking Bad, Cranston, el intérprete de White, mantuvo rezagos de la ingenuidad y torpeza de su personaje de Hal en la sitcom Malcolm in the Middle.

El diagnóstico y tratamiento del cáncer inicia una etapa de combustión.  “Crecimiento, degradación y transformación”, son los ejemplos que White ofrece en clase sobre el tipo de ‘cambio’ que estudia la química. En su caso, el inicio de la transformación es tanto crecimiento como degradación para su personaje. White busca aliarse con un exestudiante suyo, Jesse Pinkman —un vendedor drogadicto— para cocinar metanfetamina y ganar suficiente plata para cubrir los costos del tratamiento. Envalentonado por la calidad de su producto, White descubre su habilidad para manipular e intimidar mafias enteras.

También se da cuenta que el mundo del narcotráfico no es un emprendimiento intelectual sino que exige sacrificios morales. Cuando enfrenta por primera vez  la decisión de matar un traficante enemigo, por ejemplo, escribe una lista con los pros y los contras de hacerlo. En su intento por dejar algo a su familia, White se ve forzado a negociar sus principios para, eventualmente, abandonarlos. Sus ecuaciones éticas lo conflictúan y confunden por algún tiempo, pero llegan a la misma solución: el fin justifica los medios.

Heisenberg

White —o Heisenberg— ve a Jane, la novia de su socio Jessy, ahogarse con su vómito por una sobredosis y no hace nada para salvarla. Fotografía de AMC.

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El proceso de cambio y conflicto afecta a todos los personajes de la serie. Breaking Bad es descrita como un hito de la ‘Época Dorada de la TV’: cuando la TV empezó a producir megaproducciones narrativas con arcos complejos para sus personajes que antes eran dominio casi exclusivo del cine. Tiene una cinematografía pulcra, diligente, que anticipa el constante conflicto de la “solución y la disolución”. La iluminación con frecuencia parte a sus sujetos en dos reflejos simétricos, uno oscuro y otro claro. Walter White explica esa relación cuando habla de la “quiralidad química”, la propiedad de un objeto de ser igual a su imagen simétrica, pero “comportarse de manera distinta”. “Lo bueno y lo malo”, dice White, “son esa quiralidad”. Una persona, cualquier persona, puede ser tan decente como despiadada.

Los roces con la clandestinidad alteran la imagen, el caminado y el tono de la voz de White. Su forma de ser bajo la sombra es radicalmente distinta a su estilo bonachón de padre de familia. Por ejemplo: maltrata a su socio como su jefe en el taller de lavado lo maltrataba a él o peor. Las encrucijadas morales que conflictúan a White al inicio dejan de ser un problema después de la segunda temporada, cuando adopta el alias “Heisenberg”. Todo esto sucede mientras se somete a quimioterapia, a escondidas de todos sus familiares.

Los cambios que experimentan Walter White y otros protagonistas de Breaking Bad no son mero capricho de la ficción. A todos —a casi todos— los cambia el poder.  A su socio Jesse Pinkman lo lleva a la autodestrucción, a su esposa Skyler la convierte en su cómplice y encubridora a cambio de las complacencias que da el poder. Hank, su cuñado y enemigo capital, cruza los límites legales más de una vez en su obsesión por encontrar a Heisenberg, y —como lo dice Steven Michael Quezada, intérprete de Steve Gómez— hasta su hijo, Walter Jr., es seducido por el poder que el dinero compra. Quizá es Gómez el único de todos los personajes a los que el poder no devora y cambia sustancialmente.

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Esa metamorfosis tiene una explicación neural: Jerry Useem, colaborador de la revista estadounidense The Atlantic, dice que el poder causa “daños cerebrales”. Cita al historiador Henry Adams que describió el poder como “una especie de tumor que mata con las simpatías de sus víctimas”. Más allá de la metáfora, Useem recurre a estudios del psicólogo Dacher Keltner de la Universidad de Berkeley que mostraban cómo personas “bajo la influencia del poder por más de dos décadas” actuaban como si tuvieran daños cerebrales. Se hacían más impulsivos, menos conscientes de los riesgos de sus acciones y, por sobre todo, mucho menos empáticos.

Otro estudio del neurocientista Sukhvinder Obhi, de la Universidad de McMaster en Ontario, medía los procesos neuronales de personas con poder y personas sin mucho poder con máquinas-de-estimulación-magnética-transcranial. Obhi descubrió que el poder —la experiencia y conciencia de tenerlo— afectaba especialmente los procesos neurológicos que generan empatía. El psicólogo Keltner describe el proceso como “la paradoja del poder”: la pérdida de las capacidades que nos hicieron inicialmente merecedoras de este.  

La transformación de Heisenberg, su metamorfosis, se vuelve cada vez más violenta. Cranston tiene cuidado de desaparecer gradualmente los rezagos cómicos de su interpretación inicial. Heisenberg se vuelve un personaje oscuro, serio y manipulador. En un momento tiene la oportunidad de salirse del negocio con suficiente plata ahorrada para su familia. Walter White acepta hacerlo hasta que encuentra a una pareja que busca producir su propia metanfetamina en ‘su territorio’. Pero Heisenberg no suelta a White, abandona su última oportunidad de redención y amenaza a los dos novatos. “Manténganse fuera de mi territorio”, les dice, ronco.

Walter White

Gustavo Fringe, empleador y enemigo esencial de Walter White. Fotografía de AMC.

El texto de Useem hace una distinción clave. No se trata solamente de daños mentales (un concepto más complejo y social) sino de daños cerebrales. Es decir, Useem muestra que hay evidencia biológica de cambios anatómicos, materiales, medibles en la química cerebral de quienes adquieren y abusan del poder. Los resultados son muy relevantes, con implicaciones tan políticas y abstractas como prácticas. Un estudio de 2006 pedía a los participantes que dibujen una letra E en su frente para la vista de los demás. La mayoría de quienes aceptaban ‘sentirse poderosos’ la dibujaban correctamente desde su punto de vista, pero no podían hacerlo al revés o para que quienes estaban frente a ellos la identificaran: se les dificultaba mucho más pensar desde una perspectiva ajena.

Useem reconoce que los cambios neurológicos de sentir poder obedecen también a las necesidades cognitivas que puede significar ejercerlo. El tomar decisiones difíciles, por ejemplo, implica ignorar dudas y cuestionamientos para arriesgarse y finalmente aceptar las consecuencias de una decisión.  Es decir, el poder puede entenderse como un estado mental que reduce ciertas capacidades y estimula otras. El problema es el tipo de capacidades que reduce. Lord David Owen y Jonathan Davidson  describen al síndrome de Hubris (orgullo desmedido) como una de las dolencias más frecuentes de quienes ejercen el poder. El síndrome es un desorden causado “por la posesión de poder, especialmente cuando éste es asociado con el éxito, obtenido por periodos de años y con pocas restricciones sobre el líder”. Entre sus características clínicas incluyen: el desprecio por otros, falta de contacto con la realidad, impulsividad y muestras esporádicas de incompetencia.

Heisenberg tampoco puede entender la perspectiva de los demás. Deja de ver, de escuchar o de pensar en sus seres queridos, por quienes se lanzó al mundo de la metanfetamina. Su transformación final es también una paradoja. La astucia e inteligencia que lo llevan a convertirse en un capo frío y calculador le explotan en sus manos. Heisenberg cae y pierde todo por lo que se metió en el negocio y por lo que vendió sus principios. Se esconde del mundo y queda solo, abandonado en un bunker invernal sin contacto con nadie. Cuando llega la persona que lo alimenta en el bunker, White le paga miles de dólares para que se quede a jugar cartas durantes unas horas. Su eterna justificación, que al inicio es (debatiblemente) una motivación personal genuina, se transforma en una racionalización vacía, un lema alcahuete que anima su búsqueda egoísta de poder personal. Así construye un imperio y así muere olvidado y odiado. Heisenberg es el villano más relevante en los tiempos de hoy: un hombre honesto transformado por el poder en el peor enemigo de su gente y de sí mismo.