A pesar del paro de octubre de 2019, la caída histórica de los precios del petróleo y  la devastadora pandemia del coronavirus, el gobierno de Lenín Moreno sobrevivió su tercer año. En su último Informe a la Nación, el presidente —cuyo discurso fue el más firme que ha tenido desde su investidura— estuvo acompañado por sus funcionarios más cercanos, aunque a metro y medio de distancia y en una Asamblea con escasa concurrencia debido a las medidas sanitarias. El distanciamiento y las caras tapadas fueron de todas maneras un elocuente reflejo del desgaste del gobierno y la situación de dos de sus figuras más visibles: la Ministra de Gobierno, María Paula Romo y el Secretario General de Gabinete, Juan Sebastián Roldán. 

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Como militantes y fundadores del movimiento Ruptura de los 25,  ambos fueron referentes de la izquierda joven, intelectual e irreverente en Ecuador. ¿Quién jodió al país?, era su pregunta y consigna en 2004, cuando Ecuador cumplía 25 años de retorno a la democracia. Con recortes radicales al presupuesto para la educación pública, gravísimos casos de corrupción e inconsistencia en el manejo de la crisis sanitaria, las figuras de Ruptura de los 25 ahora responden su pregunta desde el poder. Lo que (no) hicieron para conseguirlo hoy condena su manera de administrarlo. 

Ruptura de los 25 llegó al gobierno de Lenín Moreno de forma riesgosa y precaria: dando la espalda a la mayoría de sus votantes. A mediados de 2017, poco después de que el presidente Lenín Moreno cortara definitivamente su relación con Rafael Correa —supuestamente al descubrir la gravedad de los casos de corrupción del correísmo y el estado de la economía— el movimiento le daba oxígeno a las pretensiones de izquierda del presidente. 

Con el apoyo de figuras como Romo y Roldán, éste parecía apelar a la izquierda crítica y progresista que eventualmente se había convertido en oposición al correísmo. “Un lujo de ministra”, se decía muchas veces. María Paula Romo encarnaba una rebeldía coherente y elocuente, de defensora de los derechos humanos, con principios feministas y una constante confrontación con el creciente autoritarismo de Correa. Sus intervenciones en la Asamblea, así como su carisma e imagen pública, la convirtieron en referente ciudadano de sensatez política. 

Esos “ministros de lujo” no fueron parte del programa que ganó las elecciones. Se saltaron pasos. Una campaña política también es una prueba de gobernabilidad: un partido debe desplegar organizadores a territorio, crear coaliciones y, por sobre todo, alimentar sus capacidades de comunicación. Su mensaje debe apelar a la mayor cantidad de personas posible y brindarles un camino y una razón para movilizarse. Como las eliminatorias antes del Mundial para un equipo de fútbol, una campaña puede ser un indicador importante de la capacidad de un movimiento de cohesionar un pueblo, una ciudad o un país. Y la cohesión social no es solo un medio para llegar a gobernar, sino un fin en sí mismo: genera confianza, seguridad y dirección. 


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Sin comunicación efectiva, una campaña muere. 

En 2017 Lenín Moreno le ganó a Guillermo Lasso con las justas. Su imagen perfilaba bien en los sondeos, pero evidentemente hubo mucho trabajo organizacional de Alianza País en territorio y con las bases, así como una lógica comunicacional y un plan de gobierno diseñado desde el correísmo. 

Ese giro pareció entonces una oportunidad. Inicialmente, Moreno quedaba al descampado, sin los suyos y con renuente miradas de la anterior oposición. Su acercamiento a Ruptura y a la Izquierda Democrática le daba un aura progresista a su tono y lo reivindicaba para algunos sectores de  izquierda. Pero sus movidas no pasaban de gestos que no le brindaron la confianza popular que perdió con su transformación. 

Desde su inicio, Ruptura de los 25 se proyectó como el movimiento cool de rebeldes e intelectuales. Eran políticamente correctos, con figuras feministas como Diane Rodríguez, la primera candidata trans a la Asamblea. Lo suyo era más las políticas de identidad, representatividad y género que el discurso de lucha de clases de la izquierda tradicional. La rompían en Twitter —solo en Twitter. 

Cuando en 2013 lanzaron a Norman Wray de candidato a la presidencia, su campaña enfatizó más gestos de rebeldía e irreverencia que un plan comunicacional. En los spots que todavía no bajan de su página de youtube, ahora, en retrospectiva, parecería que no estaban interesados en ganar. 

En un video filmado por Sebastián Cordero y en el que participan algunas figuras del jet set cultural nacional, los personajes se encuentran encerrados en un búnker con miedo a salir. Han permanecido confinados años —se entiende— y su única conexión con el mundo exterior son las noticias en la radio. 

El corto (porque parece más corto que material de campaña) es artístico y filosófico (una caverna de Platón criolla) pero ofrece muy poca dirección política. Era —como la pregunta de Ruptura sobre quiénes jodieron al país— una crítica apocalíptica y metafórica de los excesos de Rafael Correa, pero de poco alcance. Como su movimiento en general, apelaba apenas a los círculos urbanos de clase media del país y la viralidad en Twitter. En ese sentido era más un ejercicio onanístico de afirmación de principios y aprensiones que un esfuerzo de convocatoria. 

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El video coincide también con la imagen de su candidato. En una entrevista para Teleamazonas Norman Wray, relajado, hacía un tour de su casa con huerto. Con el pelo largo que lo caracteriza aún, contaba tiernamente cómo, en plena campaña, una señora le había sugerido cortárselo. “No voy a salir con gel, cortado el pelo, con terno”, dice. “Ese no soy yo”. Su comentario era un gesto seductor para quienes no confiaban en el discurso e imagen de la política tradicional, pero a la vez revelaba la obstinación trágica del movimiento: los principios en la política son vacíos sin estrategia ni convocatoria. 

El pelo largo, la imagen del candidato tocando la armónica, y su informalidad en general eran gritos en una cámara de eco de clase media intelectual. Hoy son vaticinios: cuando las figuras de Ruptura —el movimiento de los gestos rebeldes— gobernaran, lo harían a solas. 

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Para las bases que lo llevaron al poder, Moreno es un traidor. Para la oposición a Correa, su movida era urgente, inevitable y respetable. Más allá de los debates sobre el valor de la vuelta del Presidente, el espacio de maniobra de su equipo ejemplifica por qué ese tipo de tácticas no son únicamente un problema ético, sino estratégico. Quién “traiciona” rompe la confianza de su frente, pero no gana necesariamente la de sus adversarios. Queda marcado. 

El presidente Moreno y sus allegados pueden pensar que no tenían alternativa, y que su decisión obedeció a lo que descubrieron sobre su antecesor. Pero confiaron en exceso en el alcance de sus gestos, como Wray al decir “ese no soy yo”. También subestimaron el costo de ignorar la organización de bases. En democracia, saltarse pasos conlleva grave riesgos. 

Los miembros del gobierno de Ruptura no llegaron al poder ganando elecciones, sino de agachadito. Para muchos —incluyéndome— su entrada al gobierno era muy alentadora. Pero duró poco su brillo. A un año de terminar su mandato, en el último Informe a la Nación del Presidente, a nuestros funcionarios de gobierno se los vio distanciados, a la Asamblea vacía, y a las calles de varias ciudades del país con marchas en contra de las medidas económicas de Moreno. La ruptura ya no es metáfora. El gobierno se ha mostrado roto, descoordinado, tanteando a ciegas e improvisando su comunicación con el país a cada paso. 

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El presidente Moreno y sus ministros también han tenido que enfrentar muchas dificultades juntas y en poco tiempo. La comunicación estratégica, en situaciones así, es elemental para la gobernabilidad. En lugar de seguir lanzando clichés nacionalistas y altisonantes en riñas con periodistas internacionales, Romo y Roldán tienen un año más para ver y escuchar a la gente y a fuerzas políticas a las que nunca tuvieron que convencer.