Hay una diferencia sustancial entre costeños y serranos: en la Costa, cuando llueve, los niños salen a los patios a bañarse y chapotear; en los Andes, la lluvia, encierra. El agua que cae del cielo es, para los unos, una invitación a una fiesta improvisada, que se goza porque refresca; para los otros, una pulmonía en ciernes. 

Por eso, la alegría de que esté lloviendo el 27 de septiembre de 2024 en Quito es una felicidad que los quiteños de toda la vida no conocían. En la capital más hermosa de Sudamérica, los nubarrones y los truenos, desde las garúas y los aguaceros, siempre han sido una contrariedad.  

Sus gotas son infinitos alfileres gélidos que nos empujan a las casas. Los quiteños ignoran, ¡ay de ellos!, la dicha de correr descalzos por el césped del patio mientras llueve, pararse bajo las canaletas de los techos y, entre carcajadas, empujones y gritos de guerras inofensivas, ser felices. 

En mi infancia costeña la lluvia era un juguete. En mi adultez capitalina, era una esquirla.  

Pero este viernes de gloria, no. Hoy la lluvia es bienvenida, abrazada, disfrutada. Ha arruinado el tráfico de fin de semana, y obligado a los oficinistas a sacar sus paraguas, y una vez más hemos pensado en nuestros celulares dizque inteligentes, y renegamos de la aplicación del clima, cuyo pronóstico es un lance de dados porque aquí es imposible predecirlo y, por tanto, otro acto de divinación es decidir cada mañana qué ropa ponernos, y ha hecho que en todas las casas de la ciudad se escuche aquel proverbial lamento: “¡la rooooopaaaaaaaaaaa!”.

A nadie le ha importado. “Nunca pensé que me alegraría de ver estas nubes grises”, me dijo una amiga. Técnicamente se llaman nimbostratus y cumulonimbus, y en la práctica son las genuinas aguafiestas. 

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Pero después de una semana del peor incendio de los últimos treinta años, que dejó evacuados, destrucción e impotencia, el ruego de que lloviese era una oración ecuménica, comunal, cívica: que diluvie para que el fuego termine de apagarse. 

incendio forestal en Guápulo

El incendio forestal en Guápulo era visible desde distintos puntos de la ciudad y el humo llegó a varios sectores. Fotografía de Diego Lucero para GK.

Fue el mejor plan de fin de semana: que los suelos de los hermosos y extenuados bosques quiteños se empapen, para que cualquier rescoldo del fuego que nos sometió y nos recordó la insignificancia de ser humanos, se extinga. Se liquide, dirían los venerables y beneméritos bomberos de esta ciudad que en el sequísimo verano de 2024 ha padecido cerca de 300 incendios forestales, producidos, casi en su totalidad, por la torpeza, la desidia y la maldad humana.

Este viernes en Quito, la lluvia, aunque esté tan helada como siempre, es una fiesta. Como si estuviésemos a cuatro metros sobre el nivel del mar, y no a dos mil ochocientos. Como si supiesen qué es un guinguiringongo, o en vez de girar en U, supiesen cómo circunvalar. Como si en lugar de llamar al plomero, llamasen al gasfitero y en vez de exagerar la pronunciación de todas las eses intermedias de todas las palabras del castellano, las dijesen en su justa medida, que las hace sonar como una jota coqueta. Se dice fójforo, no fósssforo. 

Es una fiesta de presente: no importa que Borges haya escrito que la lluvia era un fenómeno que solo sucedía en el pasado. Quizá lo dijo porque, siendo porteño, la lluvia era también algarabía. 

Para él, como para mí, quién la oye caer, recobra el tiempo en que la suerte nos reveló una flor llamada rosa, un patio que ya no existe, o la voz deseada de alguien que amamos y ya no está. Para él, su padre; para mí, digamos por sobre todas las otras posibilidades, Andrés, con quien mil veces jugamos fútbol bajo la lluvia de todos los inviernos de finales del siglo XX. 

Por fin llovió en Quito. Mientras escribo, llueve. Suena el mordisqueo continuo del tecleo, a la par del tiquitiquitiqui de las gotas en mi ventana.  Llovió igual que en cualquier otro septiembre andino y como en ningún otro, porque, dirían los eruditos, se ha resignificado —quizá solo por unas semanas, la memoria social es ingrata—la lluvia. 

Llovió. Lo celebramos como un gol de campeonato, y no salimos a las calles a festejarlo porque hace frío: la lluvia quiteña es, como la de todos lados, única e irremediablemente propia.

Aquí, como en todos lados, llueve con una marca de identidad. Como solo en Galicia cae el broullón, y solo en el País Vasco existe el  txirimiri, fino y persistente, que sin prisas ni violencia pero sin repliegue, termina por ensoparte completo. 

La lluvia de este viernes es una lluvia de alivio, y de posibilidades. Abrir un paraguas ya no es una molestia, sino un gesto de gratitud. Y quién sabe, quizá debajo de un paraguas, como le pasó a los papás de la periodista Martina Bastos, se abra también la posibilidad real de que a un par de jóvenes les toque compartirlo, aunque extraños, en una parada de bus. Y tal vez se abra, también, la posibilidad de que terminen por enamorarse y los hijos que tengan le deban, como Bastos le debe a ese paraguas y al broullón gallego, su existencia. “Nada banal sucede bajo un paraguas”, escribió ella. 

Es verdad. Lo matizo: nada banal sucede bajo la lluvia. Ahora, más que nunca, lo sabemos los quiteños.

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José María León Cabrera
(Ecuador, 1982) Editor fundador de GK. Su trabajo aparece en el New York Times, Etiqueta Negra, Etiqueta Verde, SoHo Colombia y Ecuador, entre otros. Es productor ejecutivo y director de contenidos de La Foca.
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