En una terraza al pie del apacible barrio quiteño de Guápulo, un hombre apuntaba, imperturbable, la manguera con que suele regar su jardín, hacia los árboles del bosque que tiene en frente. El agua salía en una delgada línea recta, y se perdía entre las ramas de las copas verdes, puntiagudas y macizas. A ratos golpeteaba contra el tronco recio de un arrayán inveterado, que habita la zona mucho antes que los residentes de tres condominios apostados en su ladera.
A unos cientos de metros, a izquierda y derecha de ese balcón de vista privilegiada, cuatro columnas de fuego crecían, desbocadas, dando lengüetazos trepadores, tragándose todo lo crecía sobre las lomas. “El incendio empezó por el puente”, recuerda Andrés Bastidas, portero de uno de esos edificios. “Nadie imaginó que iba a llegar hasta acá, pero fue horroroso ver esas llamas de diez metros”, dice el hombre de 39 años. El fuego crecía a menos de 500 metros de su edificio.
Eran las cinco y cuarenta y cinco de la tarde del 24 de septiembre de 2024, y en Quito, donde no llueve hace más de setenta días, tres incendios forestales arrasaban con los bosques de la ciudad (luego, se sabría, fueron veintisiete en realidad).
El más grande de todos, era el de Guápulo, donde crecen alisos, chilcas, capulíes, quishuar, los romeros silvestres, arrayanes, acacias, susanas de ojos negros. También se elevan tótems inveterados e invasivos, traídos al Ecuador en el gobierno del ultraconservador Gabriel García Moreno, en la década de 1860, como una solución a la crisis de materiales de construcción para vivienda: los eucaliptos.
Hoy, estos árboles de monocultivos, que absorben nutrientes y agua del suelo andino ecuatorial, son la fuente de otro problema. Crecen rápido y fuertes, y por eso, pensaron los bienpensantes burócratas de mediados del siglo XIX, servirían para suplir la demanda de madera que el país tenía. Ciento sesenta y pico de años más tarde, son la mecha de una pira gigantesca. Esperan, silentes y aromáticos, que algo los encienda.
En realidad, ellos no lo saben, pero es más probable que se prendan porque alguien lo quiere: en Ecuador, más del 90% de los incendios forestales son causados por la mano humana. Pirómanos, irreflexivos, quemadores de basura irresponsables y despistados rozadores de campos, han generado en el sequísimo verano de 2024, al menos 280 de estos fuegos en Quito.
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Fue exactamente lo que pasó ese día de septiembre. Al medio día, el fuego se hizo verbo cerca de una trocha de tierra donde colindan, muy cerca de la vía secundaria, los gigantes arbóreos.
Cuatro horas más tarde, la despejada tarde quiteña había sido desplazada por una nube gris, maderada y espesa, como un negroni tóxico que se evapora. Sus voluptuosos rizos devoraban, en movimientos tan gráciles como venenosos, lenta pero constantemente, el bosque guapulense.
Fue entonces que los quiteños que viven en esos edificios, macizas piezas de arquitectura modernista y de finales del siglo XX, de delicados pisos de parqué y terrazas amplias y apacibles, empezaron a percibir lo que sería el aroma de las primeras horas de la tragedia: el olor de los eucaliptos quemados.
El eucalipto nos seduce desde la infancia con su aroma y su capacidad para arder. La leña que consumimos en parrillas y hornos de barro suele ser de su madera. Sus hojas se reducen en aceites que luego sirven para aromaterapias, ambientadores e, incluso, para espantar insectos. Es quizá ese olor penetrante y mentolado, que para los niños costeños evoca los paseos escolares a la Sierra, el que nos embruja.
El eucalipto nos huele a tranquilidad bucólica. Es su treta evolutiva más efectiva.
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El fuego parecía una amenaza aún distante. Había la sensación de que, de una u otra manera, se resolvería sin afectar a nadie. “Yo pensé que estaban exagerando, que no era tan grande”, dice Andrés Bastidas. “Pero no: el incendio estaba aquí afuera, cerquita, en esa loma, que era un infierno”, recuerda. Eso es vivir en el Ecuador: suponer que las cosas se van a arreglar, de una u otra manera, sin que nadie se inmute. ¿Evacuaciones por un incendio? Eso solo pasa en California o en Australia.
Los vecinos veían, al principio, el fuego a lo lejos, como quien ve los toros desde la grada: con la ilusión de que la bestia no saltará la barrera. Pero saltó, muy rápido. “Empezó a soplar el viento y brincó a la loma de aquí al frente”, dice el portero Andrés Bastidas. “Fue horrible, nos preocupamos, el viento fuerte lo trajo”, recuerda Bastidas.
Apenas pasadas las seis de la tarde, los que pueblan el bosque, las laderas sobre las que se asienta y las quebradas por las que se cañoniza la ciudad, ardían sin control. Pronto, sonó el intercomunicador: “Señor, hay que evacuar”, le dijo Bastidas a uno de los residentes de su edificio.
Bruto, le preguntó por qué, cuando la respuesta se veía por los ventanales y empezaba a penetrar a la cocina, a la sala, a los cuartos y a la parte de atrás del cerebro. El aire no olía más a la leña de eucalipto de los asados felices con los amigos, sino que se había convertido en el ácido y négrido tufo del fuego que se ha salido de control.
Así huele cuando alguien pone una olla de agua hervir y la olvida por completo. Así huele cuando, por error, tira a la parrilla una tira de plástico, que arruina lo que se cuece. Es un olor que no entra solo por la nariz, sino por los poros, que se aloja con fantasmal facilidad en los pliegues de la piel, que irrita la garganta, enrojece los ojos y, de a poco, achicharra también el corazón: no hay desesperanza más grande que ver la ciudad que uno ama quemarse.
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La orden fue la misma en todos los edificios de la calle Gonzalo Rubio Orbe, que serpentea como una culebra incompleta entre el bosque y la avenida González Suárez. “Estacionen los autos lejos de la fachada que da al bosque, bajen los brakers eléctricos, desconecte las tomas de gas y salga”, les dijo un administrador a los residentes de uno de esos condominios.
La noche se adentraba, tanto como el fuego, que subía como suben los ejércitos que sitian a sus enemigos: en pinza. En un punto, el fuego hizo su propia barrera, brutal y sofocante: la calle Gonzalo Rubio Orbe se volvió dos veces sin salida. Es una vía que choca contra una de las laderas de la montaña, y solo hay una forma de entrar y salir. Pero en la bocacalle que la conecta con la avenida González Suárez, el incendio hacía metástasis en el bosque y empezaba a llevarse una casa.
El hombre que apuntaba su manguera al bosque para apaciguar el calor que contaminaría los árboles en su casa, ya no estaba en su terraza. Todo era silencio, salvo por el crujir de las hojas y los troncos, las enredaderas y las flores que se chamuscaban sin redención. Horas antes, tres explosiones distantes y severas estremecieron a quienes en algún punto, vieron al fuego como un enemigo a la distancia.
Una a una, las luces de las ventanas de los departamentos amplios, de pisos de parquet y metrajes hoy improbables, se fueron apagando. Los vecinos empezaron a bajar con mascarillas heredadas de los tiempos más graves de la pandemia del covid-19 o pañuelos o pasamontañas. Algunos llevaban sus mascotas.
Pero la bocacalle que conecta a la Gonzalo Rubio Orbe con la avenida González Suárez, única vía de entrada y salida, estaba taponada por el fuego. Las llamas habían trepado con avidez y se habían ensañado con una malla plástica verde que tapizaba un terreno baldío, que no tardó en prenderse.
Justo delante del fuego, un gigantesco transformador eléctrico estaba listo para explotar y exponenciar la tragedia. “¡Llamen a la empresa eléctrica!”, gritó una vecina. “¡Papá, salga de ahí!”, le rogó una mujer de unos treinta años a su padre, que quizá la doblaba en edad.
“Fui a bajar extintores, las mangueras, ayudé a mover los carros en los subsuelos, bicicletas, todo”, dice Jorge Guamán, un hombre treintañero, que trabaja como guardia en uno de los edificios a los que se acercaba el fuego. Entre las cosas que Guamán ayudó a mover para salvarlas del fuego están veinticinco carros clásicos, que uno de los residentes colecciona.
Poco a poco, ante la avanzada pírea, los vecinos se fueron batiendo en retirada. Algunos pensaban en volver a los edificios de los que habían sido evacuados. “¿Pero y si llega el fuego allá?”, le decía una adolescente a su madre, jaloneando su chompa gris. Otros, buscaron refugio en el estacionamiento de tres pisos de uno de los edificios.
De pronto, algo explotó y la energía eléctrica se cortó. Los conductores de los carros que buscaban salir de los edificios colindantes entendieron que no había salida.
Un hombre de unos setenta años daba indicaciones a los conserjes y guardias del edificio en que todos se guarecían. “¿Cuántas cisternas tenemos?”, le preguntó a Jorge Guamán. Dos eran. “Ya, use el agua para enfriar la pared de nuestro edificio y para apoyar a apagar el fuego”, le ordenó. Tajante, le aclaró: “Pero si se acaba la primera, no use el agua de la segunda”. Todos los que estaban a su alrededor se miraron, en silencio, entre sí, como si por primera vez la gravedad de la situación quedase clara.
Dos mujeres se tomaron el rostro. Renegaban en silencio. El seseo del plástico ardiente crecía, soltando infinitas chispas, que volaban en todas las direcciones, como luciérnagas de mal agüero. Arriba, desde el parqueadero, tres vecinos abrieron las mangueras de emergencia. La desarrollaron y tiraron de ella hasta el borde del parqueo, a unos nueve metros más alto de la calzada. El escaparate quedó abierto. Un hacha solitaria parecía mirar desde adentro.
Cuando la manguera llegó al piso, quedó corta. El hidrante de la calle, no funcionaba. Unos vecinos aparecieron, de la nada, como aparece la gente buena en la emergencias, con una extensión para la manguera. La empuñaron y empezaron a apuntarla. La presión del agua no era suficiente.
Entonces, el hombre mayor, le pidió a Jorge Gumaán que revisase si la bomba de agua estaba prendida. Guamán se fue y, cuando volvió, el agua empezó a fluir. Nada parecía suficiente para sofocar el ímpetu del incendio forestal más peligroso de los últimos años de Quito.
“Ninguno, que yo recuerde, tan próximo a la población como el que vivimos ayer”, le dijo Cristopher Velasco a GK, experto en gestión de riesgos. “Solo al acercarse a la ventana del subsuelo 3, ya llegaba el calor de las llamas”, recuerda Jorge Guamán. Nunca estuvo el fuego, y la devastación que trae, tan cerca de los eucaliptos que nos hipnotizan.
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Ese edificio era la última barrera entre el fuego y la González Suárez, entre la Gonzalo Rubio Orbe y una tragedia aún peor. La orden de evacuarlo era una línea roja más. Pasadas las seis y veinticinco de la tarde, apenas tres cuartos de hora después de que el hombre de la terraza apuntara sereno su manguera hacia el bosque, esa orden fue dada y esa línea fue cruzada.
“Fue una experiencia inolvidable y fea”, dice Jorge Guamán. “Pensé que las llamas nos iban a alcanzar, y pensaba en mi familia, en mis dos hijos”, recuerda Andrés Bastidas. “Uno se ponía a ver y daba ganas de ponerse solo a llorar”, dice Gumán. En efecto, la gente lloraba, se abrazaba, se tomaba la cabeza en un momento en que todo parecía tarde.
Para salir, había que subir hasta la salida peatonal del edificio, que sobre su otra costa urbana da al redondel Churchill. Para ese momento, el sonido incesante de las sirenas de los bomberos y el aleteo frenético de las aspas de los helicópteros que utilizaban el bambi bucket, ese dispositivo que suelta agua de un globo, se sumaban al hedor que se apoderaría de la ciudad.
“Hijo mío, estás a salvo”, le dijo una mujer a un adolescente que cruzó la puerta de emergencia hacia el vestíbulo del edificio. Lo abrazó y se secó las lágrimas que le habían corrido la línea de rímel profundo que le marcaba sus también profundos ojos negros.
Jorge Guamán siguió lanzando agua hacia la fachada del edificio, que seguía calentándose, hasta que él mismo fue evacuado, cuando llegaron los bomberos. Para entonces, Andrés Bastidas y todos los demás ocupantes de los edificios que el fuego cercaba, los habían dejado.
Uno de ellos, me dijo, alcanzó a meter su computadora, dos camisetas y un par de medias en una mochila. Cuando cerró la puerta, pensó que si su casa se quemaba, eso era todo lo que le quedaba en la vida.
Poco antes de las diez de la noche del 24 de septiembre de 2024, cuando las autoridades anunciaban que, aunque avanzaban en la lucha contra los incendios no los controlarían del todo ese mismo día, los vecinos pudieron volver a los edificios de los que habían sido evacuados.
En las esquina de la Gonzalo Rubio Orbe y González Suárez, el incendio estaba controlado. Ahí, cientos de bomberos agotados, rescatistas abnegados, militares circunspectos, policías inquisitivos, jóvenes, mujeres embarazadas, adolescentes confundidos, abuelos voluntariosos, tías con medio moños en la cabeza, hacían cadenas para, de balde en balde, lanzar agua hacia la tierra abrazada, aún caliente, que aún amenazaba con encenderse.
La gente que fue evacuada caminaba como si no tuviesen destino claro, entre el claroscuro de las calles y avenidas apenas iluminadas por los faros de los autos, que a veces se detenían y recogían a alguien. No faltó quien sacara agua y comida para los rescatistas y bomberos.
A esa misma hora, el humo cubrió el sur de Quito, a más de dieciocho kilómetros de Guápulo, llevando las noticias de la emergencia a la garganta, nariz y boca del otro lado de la ciudad. Con el fuego ya más bajo control, los vecinos guapulenses retornados encendieron las mangueras y aspersores de sus patios y los apuntaron, con apacible sentido cívico, hacia el bosque hirviente.
El alcalde y los ministros que se hicieron cargo de la emergencia repitieron la tesis que se iría comprobando en las próximas horas: el incendio fue provocado. Hay 17 denuncias en la Fiscalía, y al menos un sospechoso. La cuenta material es seis casas destruidas completamente, casi una decena de heridos, y una ciudad ahogada en la desesperanza pero aferrada a la boya de la solidaridad.
Solo la luz de la mañana del 25 de septiembre reveló la real dimensión de la tragedia: en las laderas yacían escorados los restos calcinados de árboles, animales de corral y silvestres, paredes, enseres domésticos. Desde otros puntos de Guápulo, aún se levantarían por horas kilométricas nubes tóxicas, en los puntos calientes —como el cerro Auqui— donde el fuego era rápido para volver.
Para entonces, la ciudad ya no olía más a la esencia embrujante de los eucaliptos quemados, sino que llevaba el viento un aroma pútrido, ácido, venenoso como, ahora lo sabe Quito, apestan las tragedias.
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