El gobierno de Guillermo Lasso está agonizando en medio de una nueva ola de violencia en el país. Con impotencia, los ciudadanos hemos vuelto a ser testigos de las imágenes del terror en las cárceles donde, al menos, 31 personas presas han sido asesinadas. Todo pasa en el contexto de una campaña electoral en la que los candidatos hacen ofrecimientos demagógicos. En la que priman discursos con soluciones rápidas y poco realistas. En la que los aspirantes a la Presidencia recurren a la tan peligrosa fórmula de la “mano dura”. Es el escenario perfecto para que surja un caudillo. 

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Es un momento clave para recordar que si un gobernante da soluciones a la violencia, estas no deberían ser incompatibles con la garantía de las condiciones mínimas para una democracia: el respeto irrestricto a los derechos humanos, a la libertad de prensa, a las instituciones, a la independencia de poderes. 

Para la mayoría de la ciudadanía, estos temas parecen secundarios cuando leemos que en estos días, la Policía habría levantado 11 cuerpos y “29 piezas anatómicas” en la Penitenciaría del Litoral, en Guayaquil. Cuando vemos que los motines en las cárceles en Esmeraldas y Guayas —dos de las provincias que sufren los mayores estragos del crimen— se desbordaron hacia las calles, mientras más de un centenar de guías penitenciarios permanecían retenidos por los presos al interior de las cárceles.

En Esmeraldas, una provincia turística a la que, tradicionalmente los quiteños viajan en las vacaciones escolares de julio y agosto, se vieron imágenes de vehículos incinerados, circularon videos de una balacera aledaña a una escuela —que obligaba a los niños y a la maestra a refugiarse acostados en el piso. 

Ese mismo 25 de julio se reportaba un atentado en contra de las instalaciones de la Fiscalía en Esmeraldas. Y aunque la Policía anunciaba que retomaba el control de las cárceles, los videos e información que circulaban por fuera de la voz oficial decían otra cosa. 

En la madrugada hubo un operativo simultáneo en Guayas y Esmeraldas, en el que fueron detenidos tres miembros de la Armada —uno en servicio pasivo— por estar, supuestamente, vinculados al envío de droga desde Ecuador. 

La tarde de ese 25 de julio, varias zonas comerciales de la ciudad de Esmeraldas se quedaron desiertas y varias oficinas gubernamentales anunciaron su cierre temporal por seguridad.

El caos reinaba. 

Apenas dos días antes, Agustín Intriago, el alcalde de Manta, fue asesinado. El alcalde, que fue reelecto en febrero pasado, recibió al menos seis disparos. Lo atacaron mientras hacía un recorrido en el barrio 15 de Septiembre, en Manta. Junto a Intriago, estaba la joven futbolista Ariana Chancay quien también murió, al recibir el impacto de una de las balas. 

Al día siguiente, las imágenes de Rosita Saldarriaga, la esposa de Intriago, usando un chaleco antibalas y parada frente al féretro, retrataban el contexto de violencia y desolación al que se enfrentan cientos de ecuatorianos. 

No sólo Intriago, como político querido y respetado en Manabí, sino también abogados, periodistas, servidores públicos y ciudadanos comunes que parecen estar en total indefensión frente al crimen. Sin un gobierno, sin un Estado, sin una esperanza. 

En 2023, cinco periodistas han tenido que dejar el país por enfrentar serios riesgos a su vida, según Fundamedios. La primera fue Karol Noroña, de GK, que dejó Ecuador en marzo. 

El miércoles 26 de julio, se supo que tres funcionarios de la Contraloría en la provincia de Los Ríos fueron presuntamente secuestrados.

¿No es ese el escenario perfecto para el caos? 

En un contexto preelectoral es inevitable pensar en que ese país que desangra a cientos de familias afectadas por el crimen, tendrá que ser gobernado por un presidente en el que están puestas, quizás, demasiadas expectativas. 

Por supuesto que la principal urgencia a resolver es la criminalidad. Ecuador no aguanta más. No podemos pasar otro día leyendo pésames en las cuentas de Twitter del mandatario en lugar de ver acciones concretas que pongan fin al desangre. 

Mucho se ha dicho, además, que la única solución no pasa por una respuesta de mano dura, más armas, más policías y militares en las calles. Por supuesto que se necesita un liderazgo solvente y mucha templanza para tomar y ejecutar las decisiones pero también es urgente trabajar en las causas del desangre, en la desigualdad, en la pobreza, en el abandono que provincias como Esmeraldas han vivido históricamente. 

La deuda del Estado para con sus pobladores es altísima. 

El riesgo es que, en medio del dolor que causa la pérdida de un padre, una madre o un hijo, se pierda de vista que esas acciones deben tomarse en un marco de democracia. No podemos caer en la tentación de pensar que es o lo uno o lo otro: o la seguridad o la posibilidad de ser crítico con un gobernante sin miedo a ser perseguido por ello, por ejemplo. 

Lastimosamente, con su discurso, algunos candidatos parece que quieren mostrarnos esa dualidad como si tuviésemos que elegir entre vivir sin miedo a salir sin que nos secuestren o poder ser críticos pero que nos mate una bala perdida.

No es o lo uno o lo otro. 

En una democracia debe estar garantizado el derecho de los ciudadanos a vivir sin miedo de convertirse en una cifra más para contabilizar los crímenes violentos con el derecho de exigir que un gobernante respete el derecho a la protesta social y no persiga a sus opositores políticos. 

Las últimas cifras del Latinobarómetro —una organización que mide opiniones sobre democracia, economía y sociedad en América Latina— dicen que en Ecuador 87% de la población está insatisfecha con la democracia. Y el deterioro es constante desde 2017. En ese año, 51% de la población estaba satisfecha con la democracia; en 2023 es apenas el 12%. 

Las cifras son escandalosas. La democracia, con todas sus imperfecciones, es el mejor sistema posible. Por eso, leer que uno de cada dos ecuatorianos apoyaría un gobierno militar “en reemplazo de un gobierno democrático si las cosas se ponen muy difíciles” es devastador porque muestra un caldo de cultivo ideal para la llegada de un caudillo capaz de ofrecer soluciones a todos los problemas con rapidez y la famosa “mano dura”. 

A qué costo, tenemos que preguntarnos. 

El costo de resolver los problemas urgentes del país no puede ser el de debilitar las instituciones —que están de por sí profundamente debilitadas. O de cooptar los poderes que deben ser independientes entre sí. O de buscar destruir a cualquier voz disidente. 

La democracia debe prevalecer y eso únicamente es posible con una ciudadanía capaz de valorarla y defenderla sin excusas. 

Exigir un país seguro y próspero no es incompatible con exigir que sus gobernantes se apeguen irrestrictamente a los valores democráticos. Aceptar lo contrario es abrir una puerta para el autoritarismo, la falta de libertades y la corrupción sin ningún poder que haga contrapeso. 

Los ciudadanos de un país desinstitucionalizado, empobrecido y abandonado no merecen ser, además, sometidos al autoritarismo de un caudillo. Entregar una carta en blanco al siguiente gobernante bajo el pretexto de que al no hacerlo seguirá el desangre por el crimen, es olvidar que las dictaduras más cruentas muchas veces empiezan disfrazadas de democracia. 

Maria Sol Borja 100x100
María Sol Borja
Periodista. Ha publicado en New York Times y Washington Post. Fue parte del equipo finalista en los premios Gabo 2019 por Frontera Cautiva y fue finalista en los premios Jorge Mantilla Ortega, en 2021, en categoría Opinión. Tiene experiencia en televisión y prensa escrita. Máster en Comunicación Política e Imagen (UPSA, España) y en Periodismo (UDLA, Ecuador). Ex editora asociada y editora política en GK.
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