¡Hola, terrícola! He estado pensando desde hace algunos meses en la forma en que muchos nos estamos interesando por los problemas del futuro: un derrotismo absoluto. Y para cada derrota, hay muchos autoproclamados profetas: los agoreros del desastre abundan en la historia de nuestra civilización.
OTROS HAMACAS
Hay que tener cuidado con ellos: siempre apuestan por la peor versión de la humanidad y, las rarísimas veces que han acertado en sus pronósticos —las profecías, ya sabemos, no existen— son elevados a la categoría de infalibles escrutadores del futuro.
Quizá el más famoso de ellos fue Thomas Malthus, un clérigo inglés que escribió el Ensayo sobre el principio de la población, un libro de profunda influencia en el pensamiento contemporáneo de su tiempo (lo escribió a finales de los 1800).
En su obra, Malthus se consagra como uno de los príncipes del augurio funesto de la humanidad. Advertía en él, que el aumento de la población mundial sería geométrico, mientras que el de la producción agrícola, aritmético. Esto, explicaba, haría que la población se duplique cada tantos años, sin que la cantidad de alimentos disponibles para alimentar a esas nuevas personas creciera al mismo ritmo.
En consecuencia, profetizaba, mucha gente, poca comida. Su mensaje era claro: el mundo del futuro viviría entre la hambruna, la miseria y la desdicha.
Sus soluciones eran dos, brutales y drásticas. La primera, reducir la tasa de natalidad en el mundo. En ese punto, abogaba por una serie de imposiciones para que nazca menos gente —entre ellas, el celibato. La otra, era dejar que el hambre, la enfermedad y la guerra se encargaran de aumentar las tasas de mortalidad. Solo así, decía, se ahorraría el planeta la muerte generalizada de buena parte de sus habitantes humanos.
Está de más decir que Malthus estaba equivocadísimo. Por suerte, ninguna de sus soluciones se puso sistemáticamente en práctica (salvo en los regímenes comunistas totalitarios, donde la hambruna y el control natal fueron consecuencia de sus políticas de Estado).
Cuando él vivía, en el mundo había unas 900 millones de personas. Menos de lo que hay hoy en China. En los dos siglos subsiguientes, la población global aumentó 8 veces. No hubo la mortandad con la que deliró el buen clérigo. Por el contrario, el consumo por persona de calorías, proteínas y grasas de los ingleses creció exponencialmente en ese mismo período.
¿Y en promedio en el resto del mundo? Pues desde que hay data disponible, es decir desde inicios de la década de 1960, el mundo pasó de una media de consumo de calorías per cápita de 2190 kilocalorías a más de 2900 en 2018.
El drástico aumento de calorías en el mundo coincide con una de las grandes proezas de la humanidad: la revolución verde de Norman Bourlaug. Uno de los grandes héroes de la humanidad, Borlaug diseñó nuevas semillas de trigo. Lo citamos en esta hamaca a propósito del infundado (e ideologizado) miedo a los transgénicos.
Gracias a la revolución verde, México pasó de importar la mitad del trigo que necesitaba a convertirse en su exportador apenas 20 años después. India, que estaba al borde la hambruna por su creciente población, terminó convertida en uno de los mayores exportadores de arroz del planeta.
El ingenio humano encontró una solución a una de las grandes depredadoras de la humanidad: la hambruna. Fue una solución perfectible —y que aún debe seguirse mejorando y trabajando. Como lo explicó en esta entrevista Ray Offenheiser, ex presidente de Oxfam America y Profesor Distinguido en la Universidad de Notre Dame, Borlaug utilizó la tecnología y la ciencia de su tiempo. Hay un impacto ambiental asociado a su propuesta que el gran genio de la alimentación no podía prever entonces: el aumento de emisiones asociadas a la agricultura que agravan el cambio climático.
Es ahí donde hay que trabajar. En seguir perfeccionando lo que salió bien. No podemos dar marcha atrás, sino avanzar, aprovechando la conjunción noble de ciencia, políticas públicas, intercambio internacional y derechos humanos.
Lo digo porque ahora, para nuestro futuro, pululan los agoreros del desastre. Gente que no quiere resolver los problemas y desafíos que tenemos enfrente y que son muy reales. Por ejemplo, el cambio climático y la realidad de que en un mundo donde hay muchísima comida, el hambre aumentó entre 2018 y 2022.
“Los conflictos, la variabilidad climática y los extremos, y las recesiones y desaceleraciones económicas son los principales impulsores que ralentizan el progreso, particularmente donde la desigualdad es alta”, dijo la Organización para los Alimentos y la Agricultura de las Naciones Unidas (FAO, por sus siglas en inglés) en su reporte de 2021. La pandemia del covid-19 complicó todo aún más.
En su reporte de 2022, la FAO dice que ha habido ciertos avances en ciertas regiones, pero que las cifras siguen siendo preocupantes. La invasión de Rusia a Ucrania ha complicado el panorama, reconoce la agencia.
Ese problema debe abordarse para que el mundo pueda volver al camino previo de 2018, donde la FAO creía que para 2030 el objetivo de erradicar el hambre, la inseguridad alimentaria y todas las formas de desnutrición se cumpliría.
Esa fecha ya no será alcanzada. Es una mala noticia. Pero veamos lo cerca que estamos. Veamos este momento con el gran lente de la historia de la humanidad.
Sobre todo, entendamos que las soluciones para un mundo complejo son igual de complejas. No se va arreglar el mundo recorriéndolo en velero en vez de avión, ni los problemas de hambre se van a resolver satanizando el consumo de ciertos alimentos, con los que nos unen vínculos culturales, familiares y personales.
En definitiva: trabajemos en las soluciones que proponen que la delantera más poderosa que ha alineado la humanidad —ciencia, cooperación comercial y humanitaria, y políticas públicas efectivas. Y rechacemos los ideologizantes esfuerzos que buscan en los problemas del mundo actual una excusa para imponer su agenda nacionalista, aislacionista, totalitaria, demagógica y supersticiosa.