Esto es Mi hamaca en Marte, una reflexión semanal sobre el futuro de la humanidad escrita por el editor general de GK, José María León. 

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A¡Hola, terrícola! 

Hace unas semanas, la revista del New York Times publicó un artículo titulado Aprendiendo a amar los transgénicos (en inglés, Learning to love G.M.O.s). Fueron 7 mil palabras que revivieron una vieja polémica: los transgénicos, ¿son buenos o malos? 

Fue el clásico ejemplo donde organizaciones de izquierda y derecha coinciden en su resistencia a una idea que —por distintos motivos— les parece peligrosa o atentatoria contra sus valores fundamentales. 

En el caso de la derecha, la crítica es que los transgénicos son una monstruosidad satánica de gente que quiere “jugar a ser dios”. Desde la izquierda, que las megacorporaciones alimentarias —los Monsanto del mundo— estaban enriqueciéndose a partir de vender organismos de dudosa seguridad alimentaria y ambiental (otro punto donde radicales de ambos lados del espectro ideológico coinciden en sus teorías conspirativas son las vacunas contra el covid-19, pero eso conversemos la próxima semana). 

Pero la realidad, contrastada con evidencia fáctica y estudios científicos serios, parece ser un abrumador consenso de que los transgénicos son seguros y pueden ser parte de la solución al hambre que aún se vive en el mundo y que por la pandemia del coronavirus ha aumentado (aunque ya venía en alza algunos años antes). “Estamos viendo gestarse una catástrofe delante de nuestros ojos” dijo David Beasley, director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos de la ONU (PMA). La hambruna, provocada por los conflictos y agravada por los eventos relacionados al cambio climático (¿vieron lo que está pasando en Grecia?) y la pandemia del covid-19, “está llamando a la puerta de millones de familias”, dijo Beasly. 

Según un informe del PMA (que ganó el Nobel de la Paz el año pasado por su trabajo), hay 20 países donde el hambre aguda aumentará. Este mismo informe dice que en el mundo hay 34 millones de personas que padecen hambre aguda en grado de emergencia, lo que significa que “están a un paso de la inanición”. En nuestro continente, muestra el informe, Haití, Venezuela, El Salvador, Honduras y Guatemala son considerados “focos de inseguridad alimentaria”. 

Para contrarrestar la situación, el PMA sugiere la implementación de varias medidas. Entre ellas, el aumento de la asistencia alimentaria y nutricional, el tratamiento y vacunación del ganado, la rehabilitación de estructuras de captación de aguas y la distribución de semillas resistentes a la sequía.

Estas semillas son, necesariamente, genéticamente modificadas. La modificación genética es algo que los seres humanos hemos venido haciendo, de distintas formas, durante milenios. Hemos cruzado injertos de frutas y animales desde los comienzos de nuestra historia como Homo sapiens. Cuando descubrimos la agricultura (o la agricultura nos descubrió), ese proceso se aceleró. Y dio otros saltos cuánticos con la revolución industrial y otro aún más grande con la llamada Revolución Verde

Esta verdadera revolución le dio de comer al mundo. Empezó a mediados del siglo pasado y fue la primera vez que la ciencia salvó a la humanidad de la hambruna que la había dominado durante miles de años. Fue ideada y puesta en práctica por un científico estadounidense llamado Norman Borlaug, que desarrolló variedades de trigo de alta producción y resistentes a las plagas. Gracias a su trabajo, que arrancó en México en la década de 1940, el país pasó de importar la mitad del trigo que necesitaban los mexicanos a convertirse en su exportador apenas 20 años después. 

Otros países aplicaron las técnicas de manipulación agrícola de Borlaug. La India, que estaba al borde la hambruna por su creciente población, terminó convertida en uno de los mayores exportadores de arroz del planeta. Era una realidad que habría parecido pura fantasía apenas cien años antes: la gente del planeta no tenía por qué morirse de hambre. 

Como todo en el camino del progreso humano, no fue perfecto. Como lo explica en esta entrevista Ray Offenheiser, ex presidente de Oxfam America y Profesor Distinguido en la Universidad de Notre Dame, Borlaug utilizaba la tecnología de su tiempo y la ciencia disponible en ese momento. Su revolución precisaba de mucha agua y pesticidas. Estos dos elementos tendrían, por supuesto, un costo ambiental que Borlaug no podía prever y que ha hecho que mucha gente la critique. Pero la realidad es que sin revolución verde, el mundo estaría pasando muchísima más hambre hoy —en reconocimiento a tal aporte a la humanidad, Borlaug recibió el Premio Nobel de la Paz en 1970.

Y ese costo ambiental no tiene que ser permanente. Cada vez hay mejores técnicas de riego, gracias a la tecnología. Por ejemplo, científicos de la Universidad Carnegie Mellon han desarrollado unas nanopartículas que administran las moléculas de los pesticidas exactamente en las células de las plantas donde deben ir para prevenir las plagas.

Esto podría cambiar para siempre la agricultura global: actualmente, el 99% de los pesticidas que se irrigan en una planta caen al suelo circundante, y solo el 1% va a las estructuras vegetales donde debe ir. La ciencia nos está salvando, pasito a pasito, todos los días. 

Los transgénicos son, por supuesto, parte de estos avances. El tomate púrpura desarrollado por la bióloga Cathie Martins del que hablaba Jennifer Kahn en su texto en la revista del New York Times, tenía el doble de antioxidantes que uno normal. El tomate desató la ira de muchos —entre ellos, del célebre chef Dan Barber.

Barber se opuso férreamente al tomate. “¿Qué tal si aprendemos a amar un tomate no transgénico? ¿Qué tal si invertimos en el cultivo orgánico de las plantas”, dijo el cocinero famoso por su gastronomía de precisión y su temperamento digno del proverbial jefe de cocina. El término orgánico, usado por Barber, es la clave en su mensaje. Blue Hill at Stone Farms, el restaurante de Barber, es famoso por el cultivo delicado de sus productos. Toma mucho tiempo y dedicación. Son plantas frágiles, dignas de un sitio cuya cuenta promedio por persona es de 258 dólares.

Y es en “orgánico” donde la doctora Martins hace una reflexión sobre el privilegio y el hambre y los transgénicos. Martin llama a los grandes opositores de los transgénicos los W.W.W.s: Well, Wealthy, Worried —la gente bien, rica y preocupada. “La misma cohorte de compradores de clase media alta que ha convertido a los alimentos orgánicos en una industria millonaria”, escribe Kahn. Ellos no serán los beneficiarios de los transgénicos que son una manifestación de la tecnología que es una herramienta indispensable para aliviar el hambre en el mundo —aunque por supuesto, no la única (aunque ya lo hizo una vez).

Kahn cita un ejemplo doloroso sobre cómo la oposición a los transgénicos ha costado hambre y muertes. En 1999, un par de investigadores desarrolló el “arroz dorado”, una especie que combatía la deficiencia de vitamina A, una enfermedad simple pero devastadora que causa ceguera en millones de personas en África y Asia y que puede ser fatal. 

Pero el arroz nunca prosperó por las protestas antitransgénicos en Estados Unidos y Europa (donde casi nadie tiene deficiencia de vitamina A, por cierto). “Es probable que nunca haya estado tan enojado como cuando grupos antitransgénicos destruyeron campos de arroz dorado en Filipinas”, le dijo Mark Lynas, un ex activista antitransgénico. “Ver un cultivo que tenía un potencial tan obvio para salvar vidas arruinado, sería como ver a grupos antivacunas invadiendo un laboratorio y destruyendo un millón de dosis de vacunas contra el covid-19”, le dijo Lynas. 

Otro tema que Kahn aborda en su texto es el descrédito que han sufrido los transgénicos por las conductas corporativas de las grandes transnacionales agrícolas —puntualmente, Monsanto. Es verdad que en la década de 1990, la gran corporación alimenticia se convirtió en una policía de sus patentes agrícolas. Es verdad: Monsanto se comportó como un verdadero monstruo. 

Pero eso no tiene nada que ver con la tecnología que aplicaba. Eran sus prácticas legales y corporativas las reprochables, no la modificación genética en sí. “Los transgénicos sí pueden tener consecuencias negativas: pueden dañar mercados enteros, y existe monopolio de los que tienen patentes. Pero eso no tiene que ver con si el transgénico es bueno o malo, somos nosotros, en la comercialización, los que estamos haciendo un problema”, me dijo en una entrevista la científica Linda Guamán.  

Además, hoy en día la modificación genética se ha vuelto mucho más asequible y no está sujeta a estrictas patentes gracias al método CRISPR-Cas, como lo explicaba ella misma en una hamaca antiquísima. Para cerrar, les dejo una frase de la misma Linda Guamán: “El desconocimiento ha hecho ver esto como algo antinatural, cuando nosotros mismos somos organismos genéticamente modificados porque no nos parecemos al ancestro que tenemos”.