¡Hola, terrícola! Hace un par de semanas hablábamos de lo que ha costado, en vidas y en dinero, la absurda guerra contra las drogas y de cómo la única decisión sensata que queda es regular su uso (como ya lo hacen varios estados estadounidenses, como Oregon). Hoy quiero hablar de otro costo de esta ridícula estigmatización de moléculas y que, por fortuna, ya se está revirtiendo: el uso de psicodélicos para tratar la mente.
Durante décadas, los compuestos psicodélicos (como el semisintético LSD o el vegetal San Pedro) fueron estigmatizados y proscritos. En la década de 1970, cuando empezó la guerra contra las drogas, fueron incluidos entre la lista de las sustancias prohibidas (el peyote y otras plantas rituales ancestrales, después de una larga batalla legal, tiene una excepción: los pueblos originarios de América del Norte pueden consumirlas legalmente como parte de su derecho a la libertad de culto).
OTRAS HAMACAS
El LSD, el éxtasis (MDMA), la psilocibina y la marihuana fueron catalogados como drogas de abuso. “Pero tuvieron sus orígenes en la farmacopea médica”, explicaba la más prestigiosa revista científica estadounidense, Scientific American, en su editorial de febrero de 2014.
Fue una verdadera derrota para la ciencia “A mediados de la década de 1960, más de 1.000 publicaciones científicas describían cómo el LSD podría ayudar a que la psicoterapia sea más efectiva. Del mismo modo, la MDMA comenzó a utilizarse como complemento de la psicoterapia en la década de 1970. La marihuana se ha registrado durante miles de años como medicamento para enfermedades y afecciones que van desde la malaria hasta el reumatismo”, decían los editores de la que es, también, la más antigua publicación de ciencias de Estados Unidas (fue fundada en 1845).
Pero 50 desperdiciados años después, el LSD —y otros psicodélicos— han regresado como alternativas para el tratamiento de afecciones mentales.
Un estudio de la Universidad McGill publicado a inicios de este año muestra cómo el LSD sirve para tratar enfermedades psiquiátricas —entre ellas, la ansiedad y la adicción al alcohol. Lo interesante del estudio no es que llegue a una conclusión que ya es más o menos conocida —que el ácido lisérgico es una gran herramienta para sanar la mente—, sino que describe cómo lo hace a nivel bioquímico.
“Los estudios clínicos han demostrado que la dietilamida del ácido lisérgico psicodélico (LSD) mejora la empatía y el comportamiento social en los seres humanos, pero el funcionamiento de su mecanismo de acción seguía siendo elusivo”, dicen los investigadores. Su estudio muestra cómo el LSD mejora la interacción entre neurotransmisores y genera una proteína directamente involucrada en el comportamiento humano. Otro estudio (este de 2020), muestra cómo el tratamiento del alcoholismo se ve particularmente beneficiado por la aplicación de terapias con LSD.
Pero no es algo que sepamos desde hace uno o dos años. Lo sabíamos hace 60 años y lo hemos vuelto a discutir y experimentar desde hace casi una década. El editorial de Scientific American es de 2014. Un reportaje del periodista Sam Wong en la revista New Scientist, de 2017, habla de la insistencia de la Asociación Multidisciplinaria para los Estudios Psicodélicos (Maps, por sus siglas en inglés) en utilizar estos compuestos con fines terapéuticos. Lo hace desde la década de 1990.
Puedo pasarme el resto de esta hamaca citando y citando artículos científicos y publicaciones especializadas. Creo que, en este punto, sería redundante: la fuerza de la evidencia es abrumadora —al punto que, por ejemplo, el gobierno de Australia está financiando más estudios sobre el uso de alucinógenos para tratar condiciones mentales. “Los primeros resultados de los ensayos en Australia e internacionalmente son extremadamente alentadores «, dijo Greg Hunt, el ministro de salud del gran país oceánico.
¿Por qué hemos evadido esta opción durante tanto tiempo? Puro y simple prejuicio.
No hay otra explicación que no sea un concierto de dos grandes intereses —los estatales y religiosos— que han generado una retahíla de ideas preconcebidas sobre estos compuestos. Muchísimos otros, por necesidad social, costumbre o simple suerte —entre ellos el café, el alcohol, el té, y ciertas amapolas— simplemente escaparon de esa prohibición.
Estos prejuicios están tan arraigados en el imaginario social que la gente se sorprende, por ejemplo, de que la cafeína y la cocaína sean alcaloides. La gente cataloga a ciertas moléculas como “buenas” o “malas” —dos clasificaciones que no existen en el reino químico. Lo digo consciente de que el abuso de sustancias es un problema de salud pública que ha causado muerte y dolor en millones de familia.
Michael Pollan lo explica mejor en Esta es tu mente en plantas. Recurre al término griego pharmakon, que condensa las consecuencias benignas y negativas. “Un pharmakon puede ser medicina o veneno; todo depende —del uso, dosis, intensión, medida y lugar”, dice Pollan apuntando que hay un tercer significado para la palabra: “un pharmakon es también un chivo expiatorio, algo que un grupo utiliza para endilgarle la culpa de sus problemas”. ¿No les suena conocido?
Visto de cerca, no hay motivo para satanizar a ninguna molécula que altere nuestra conciencia. Pero hay gente repitiéndonos a cada rato que son malas. Además, de la absurda guerra contra las drogas promovida por gobiernos de todo el mundo, el otro gran enemigo de estos buenos amigos de la mente son las religiones.
Uno de los nombres que reciben los hongos y plantas de los que extraemos estas moléculas es “enteógenos” —una palabra que también deriva del griego y que significa “manifestación de la divinidad que llevan dentro”. Sabemos ya que todas las religiones del mundo se han reservado para sí mismos tales revelaciones. Aún hay guerras, aunque ya no tantas como antes, gracias a la ciencia, el humanismo y el progreso, por esa disputa.
Esa esencia mental está en ciertas religiones en el alma. En otras, la mente. El budismo, por ejemplo, ha reclamado —con su impostura amable— para sí mismo el reino de la mente.
Y hay un punto en su ejercicio meditativo —el mismo que en la oración contemplativa cristiana. Si a cualquiera de los dos se les habla de alucinógenos, paran el carro en seco. Sus argumentos son notoriamente similares: el daño al cuerpo y la mente. Los budistas, que se han autoproclamado expertos en la mente, enseguida recurren a decir que en los alucinógenos hay un facilismo, una especie de atajo, en lugar del arduo recorrido de la disciplina mental.
Pero no hay tal daño en dosis y usos adecuados. Y no hay ningún motivo para no buscar atajos, ni hacer los viajes más terrenales y expeditos. Es como insistir en cruzar el Atlántico en una carabela empujadas por el viento y no en un avión.
Creer que la mente no puede ser alterada por moléculas específicas, sea para su cura o para su introspección, es solo el producto de una romantización: la mente es soplo de dios al servicio de dios, para los unos; para los otros, el principal sujeto de la iluminación —en ambos, ¡salvados!
Quizá el verdadero conflicto para estas religiones sea que los alucinógenos les quitan el control sobre la narrativa de la revelación y la iluminación, perdiendo su mayor moneda de cambio: la experiencia mística —y el control social que conlleva.
Mientras tanto, casi mil millones de personas viven con distintas formas de trastornos y condiciones mentales que llevan medio siglo de retraso en su tratamiento con los poderosos psicodélicos. La romantización religiosa, la prohibición estatal y sus subsecuentes prejuicios culturales y sociales nos han quitado una poderosa herramienta. No solo para encontrar curas y efectos paliativos, sino para un gran ejercicio de introspección y conocimiento propio.
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