En el Ecuador, estos no son días felices. El martes se desató una masacre en la Penitenciaría del Litoral, una de las cárceles más hacinadas, violentas y grandes del país. A medida que pasaban las horas, la cuenta de muertos fue subiendo de forma escalofriante: primero, que eran 26, luego que eran 30. Luego, que eran cerca de 100.

Al día siguiente, cuando aún los escuadrones especiales de la policía luchaban por retomar el control de la penitenciaría, el presidente Lasso confirmó el brutal saldo: 116 muertos (luego se sumaron 2 más). En medio del tráfago de atender la emergencia, no nos hemos detenido a pensar que estamos viviendo un coletazo feroz de la guerra internacional contra las drogas

La gran lección de lo que ha pasado en las cárceles es que es hora de legalizar, de una vez por todas, el consumo y tenencia de todo tipo de drogas. Hay buenas razones para hacerlo, y quiero hacer aquí un breve resumen de esos motivos. 

Las cárceles del Ecuador están repletas (algunas tienen niveles de hacinamiento que superan el 100%) y la gran mayoría de personas que están ahí, están por delitos relacionados a narcotráfico. 

Por supuesto, no están presos las grandes cabecillas del negocio, sino mandos medios y microtraficantes —estos últimos, gente pobre que ante la paupérrima situación económica que viven sus familias, la falta de oportunidades y empleo, han optado por vender unos pocos gramos de cocaína, base o hache en las calles del país (o como mulas internacionales) y han sido descubiertas.  

Este conmovedor reportaje de Karol Noroña cuenta la historia de Camila, una mujer viuda que, por desesperación, cayó en el tráfico. Tiene 37 años y, como las demás mujeres de la cárcel en la que está detenida, lucha por conseguir algo tan básico y esencial como toallas sanitarias. El 55% de las mujeres presas en el Ecuador está ahí por delitos relacionados al tráfico de drogas. La cifra en general dice que 3 de cada 10 presos en Ecuador están ahí por delitos relacionados a drogas. 

Legalizar el consumo y tenencia de drogas descongestionaría, de una buena vez, las cárceles del Ecuador. Pasaríamos de una tasa de hacinamiento general de más del 28% a tener más de un tercio de las prisiones vacías. 

Y no: esto no es Batman, the dark knight rises: no estaríamos liberando miles de peligrosísimos criminales a las calles —sino gente pobre que, si tuviera un trabajo (el empleo pleno en este país es apenas del 30% de la población económicamente activa), no habría caído en las redes delincuenciales. 

➜ Otras hamacas

Muchas veces vemos al delito como algo separado de la sociedad —no por nada aún se usa la palabra antisociales para hablar de los delincuentes. Pero nos guste o no, el delito es parte de la sociedad —es el síntoma por el que supuran los males de los que adolecemos como comunidad. Si no hay trabajo, hay delito y viceversa —una ecuación que mucho pensador de escritorio no comprende. 

La segunda razón es que la guerra contra las drogas es un invento político de Richard Nixon que ha costado demasiadas vidas. No lo digo yo, lo dijo John Ehrlichman, su ex asesor (y uno de los acusados en el escándalo de Watergate), en un reportaje de Dan Baum en la fantástica revista Harper’s

El titular y la sumilla del texto, publicado en 2016, son reveladores: Legalícenla toda, cómo ganar la guerra contra las drogas. En ella, Ehrlichman reconoce los verdaderos motivos para empezar la guerra contra las drogas en 1968. Voy a transcribir palabra por palabra la reveladora (y bastante cínica) respuesta del ex asesor presidencial nixoniano porque es casi inverosímil

“La campaña de Nixon de 1968, y la Casa Blanca de Nixon después, tenían dos enemigos: la izquierda antiguerra y los negros. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? Sabíamos que no podíamos volver ilegal estar en contra de la guerra [de Vietnam] o ser negro, pero si lográbamos que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y luego criminalizábamos a ambas fuertemente, podríamos perturbar esas comunidades. Podríamos arrestar a sus líderes, allanar sus hogares, interrumpir sus reuniones y difamarlos noche tras noche en el noticiero. ¿Sabíamos que mentíamos sobre las drogas? Por supuesto”.

Plop. Esa sola declaración debería ser suficiente para detener esta farsa que cuesta 100 mil millones de dólares al año (3 veces el presupuesto del Estado ecuatoriano) y que ha dejado, solo en México, uno de los países más golpeados por esta barbie institucionalizada desde Washington, 350 mil muertos. Los más de 230 que han muerto en las cárceles del Ecuador en lo que va de 2021, deben sumarse a esa atroz cuenta. 

¿Y ha servido para algo? ¿Hemos dejado de drogarnos? “Entre 2009 y 2017 el uso de sustancias aumentó un tercio: por lo menos 300 millones de personas usan anualmente alguna sustancia de tráfico ilícito. El precio ha bajado sustancialmente desde entonces. Y las muertes por sobredosis o el uso abusivo crecieron exponencialmente”, explicaba el periodista Guillermo Garat en El País de España

No solo eso: la guerra contra las drogas es una lanza envenenada de miedo que sirve para minar y minar los derechos humanos y las garantías constitucionales. En Estados Unidos ha servido para que la Corte Suprema suprima cada vez más las garantías del debido proceso. Michael Pollan, en su maravilloso libro This is your mind on plants (Esta es tu mente bajo en plantas) explica que el gobierno federal tiene amplísimas facultades de allanamiento, acusación y hasta para decomisar y expropiar bienes sin que haya sentencias ejecutoriadas. El poder gubernamental se fundamenta en el miedo y el estigma instaurado alrededor de las drogas. 

En Ecuador ha pasado algo similar: una reforma del Código Orgánico Integral Penal endureció los delitos asociados al narcotráfico en 2014, y repletó las cárceles. Esto ha servido para que muchas personas reiteren sus prejuicios contra las personas presas. 

He visto con dolor en chats de amigos a personas pedir lanzamientos de bombas en las cárceles para “acabar de una vez por todas con la escoria”. No sé si quien dijo esto se dio cuenta cuánto se asimilaba a una solución final, pero cualquier duda quedó despejada en otra conversación, cuando alguien compartió un “meme” del presidente Lasso con las manos en la cabeza diciendo “no sé qué hacer con las cárceles” y debajo una imagen de Hitler sonriendo y levantando el índice como quien dice presente. 

La violencia retórica de los que no están en las cárceles, y la violencia atroz dentro de ellas, y en general toda violencia asociada al consumo de drogas es también producto de esta guerra sin sentido. “La prohibición crea violencia porque lleva al mercado de las drogas a la clandestinidad”, dijo en 2009 Jeffrey Miron, profesor titular en el departamento de Economía de la Universidad Harvard. “Esto significa que los compradores y vendedores no pueden resolver sus disputas con demandas, arbitraje o publicidad, por lo que recurren a la violencia. La violencia era común en la industria del alcohol cuando se prohibió durante la Prohibición, pero no antes ni después”, dijo Miron. “La violencia es el resultado de políticas que crean mercados negros, no de las características del bien o la actividad en cuestión”, explicó. ¿Necesitamos algún otro motivo?

Pues te dejo un último: la guerra contra las drogas va contra la naturaleza humana. Como muestra Pollan en su libro sobre nuestra mente en plantas, somos una especie que vive drogada a diario. Mientras escribo esta hamaca estoy bajo los efectos del alcaloide preferido por el mundo entero: la cafeína (sí, la cafeína es un alcaloide, esa palabra que escuchas en los noticieros cuando hablan de decomiso de cocaína). 

“Cerca del 90% de los humanos ingieren cafeína regularmente, convirtiéndola en el psicoactivo más usado en todo el mundo, y la única que le damos rutinariamente a los niños”, explica Pollan. Sí, la cafeína con la que alteramos nuestra mente para que se enfoque y nos haga más productivos es una droga. Solo que a Richard Nixon no le resultaba políticamente conveniente prohibirla —algo que sí pasó en Medio Oriente, donde las cafeterías y el consumo de café fueron proscritas por las ideas políticas que se intercambiaban entre taza y taza. 

Pero el café es legal. Las sodas son legales. El alcohol es legal aunque, como apunta Pollan, entre 1920 y 1933 fue criminalizado por la Prohibición, en la que los Estados Unidos decidieron volverse abstemios. La violencia y los costos de intentar hacer cumplir el absurdo del consumo de whiskey o cidra hicieron que la medida fuera derogada. “Vale notar que durante el periodo de la histeria antialcohol que desembocó en la Prohibición, ciertas formas de opio eran tan legales y tan ampliamente disponibles en el país como lo es hoy el alcohol”, dice Pollan. ¿Entonces? 

El opio merece un apunte aparte. Mientras el FBI andaba preocupado de que unos cuantos jardineros no cultivaran una especie de amapola para extraer opio, una gigantesca multinacional, Purdue Pharma y sus dueños, la familia Sackler, causaba legalmente la peor crisis de adicción a los opioides que ha vivido ese país (hoy, la farmacéutica ha sido disuelta y sus dueños deberán pagar una multa de 8 mil millones de dólares tras declararse culpables por causar la adicción de millones de estadounidenses). 

¿Cómo es que una corporación pudo vender miles de millones de dólares ante la mirada de un gobierno que andaba más ocupado de perseguir a pequeños jardineros que cultivaban amapolas? La discrecionalidad con la que hemos decidido qué es legal y qué es ilegal sería de risa, si no fuera por los ríos de sangre, las vidas devastadas, el dolor y el discrimen que hemos vivido en medio siglo de esta guerra sin sentido. 

Todo esto se podría resolver con voluntad política global. Muchos líderes ya saben que este es el camino. “La fallida guerra contra las drogas ha dado poder al crimen organizado, desestabilizado, violado los derechos humanos y devastado a personas de todas partes”, dijo el ex presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso. Juan Manuel Santos, Barack Obama y Pepe Mujica concuerdan. 

Si queremos un país, una región y un mundo más pacífico en el futuro debemos legalizar las drogas. Demasiado (e innecesario) dolor ha causado ya su criminalización. 

¡Gracias por leer Mi hamaca en Marte!

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José María León Cabrera
(Ecuador, 1982) Editor fundador de GK. Su trabajo aparece en el New York Times, Etiqueta Negra, Etiqueta Verde, SoHo Colombia y Ecuador, entre otros. Es productor ejecutivo y director de contenidos de La Foca.
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