Había días en los que el vientre de Camila* se hinchaba tanto que pensaba que iba a explotar. Cuando caía la noche en la celda que la confina desde hace 13 meses en una cárcel de la Costa ecuatoriana, su vulva se enrojecía por la irritación que le producía una toalla sanitaria de baja calidad delgada, hecha con plástico rasposoque apenas absorbía unas gotas de sangre. No podía dormir por el flujo abundante y el ardor. Si gritaba para pedir una pastilla para calmar su cólico menstrual, nadie la ayudaba.  “Mis partes íntimas se me asaban, era terrible, pero tenía que aguantarme”, recuerda Camila, desde prisión, donde espera acceder al beneficio de la prelibertad, que plantea un régimen semiabierto para las personas que cometen “delitos leves”, es decir, aquellos que son penalizados con menos de cinco años de prisión.

Ella sueña con volver a casa para cuidar de su madre, de sus hijos y de ella misma: debe continuar con el tratamiento del síndrome de ovarios poliquísticos, un trastorno hormonal común entre las mujeres en edad reproductiva. 

Pero es difícil hacerlo desde su celda. Ella es una de las 2.523 mujeres 2.307 en edad menstruanteque cumplen condenas y órdenes de prisión preventiva en las cárceles ecuatorianas. La población de mujeres presas representa apenas el 6,6% del total de personas privadas de la libertad en el país. El 55% de las mujeres está ahí por microtráfico. Solo poco más del 12% (apenas 311) están ahí por robos, delitos que están ligados a procesos de empobrecimiento no asumidos por el Estado. El sistema penitenciario del Ecuador abarca 37 centros de privación de libertad y 10 centros de adolescentes infractores. Albergan a 37.941, aunque solo tienen capacidad para 29.897, y viven desde hace años una grave crisis de abandono y crimen organizado que ha dejado ya en 2021 más de 120 muertos. En lugares que se han convertido en un salvaje oeste , sin institucionalidad ni rehabilitación, cuidar de la salud menstrual es casi imposible. 

Menstruar es un proceso diferente para cada mujer. Lo vivimos intensamente, con dolores, cambios hormonales, aceptando nuestra propia sangre, sus olores y sus texturas. Pero también nos cuesta. En Ecuador, las mujeres gastamos un promedio de 42 dólares al año solo en toallas sanitarias al año, dice el estudio Impuestos Sexistas en América Latina, de  la fundación Friedrich-Ebert-Stiftung, de Alemania. 

Esa cifra quiere decir que para las mujeres que están en las cárceles se necesitarían poco más de 96 mil dólares, un costo que el Estado no asume: en el presupuesto de este año del  Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores del Ecuador (SNAI), que es de  99.514.065 millones  de dólares, no hay un rubro destinado a su compra, según los documentos disponibles en la web de la SNAI, y una fuente que pidió reserva. Solicité la información oficial al SNAI y una entrevista para abordar el tema, sin embargo, hasta el cierre de esta edición los datos no fueron enviados.

Son las mujeres presas y sus familiares quienes deben conseguirlas, idear estrategias para ingresarlas a las cárceles, crear redes de generosidad, esperar la donación de organizaciones sociales o vivir la menstruación en la absoluta soledad, reemplazando las toallas por papel o trapos.

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Esperaba con ansías la respuesta de Camila. Miraba nuestro chat, pensando en que pronto tendría señal para contestar y concretar nuestra entrevista. No fue fácil. Camila debía evitar que la encontraran con el celular que, no sé cómo, tenía a su alcance: tener teléfonos móviles dentro de las cárceles es un delito pero es, también, muy común. 

La realidad es que el ilegal aparato es su única conexión con el exterior. Camila lo usa, consciente del riesgo que supone, para comunicarse con sus tres hijos y con su madre. En esas llamadas, les pide que le lleven toallas sanitarias. Tiene el flujo abundante y solamente puede usar las nocturnas de una marca específica para evitar la alergia y la irritación. 

A las siete y media de la noche, empieza nuestra llamada. La voz de Camila es jovial. Tiene 37 años y conserva el tono alegre con el que atendía a los clientes que la visitaban en su restaurante, en Portoviejo, hasta que fue detenida por microtráfico. El padre de sus hijos murió en su desesperación por  alimentar y educar a sus tres hijos, aceptó transportar sustancias prohibidas. Cuando le pregunto sobre su vida en prisión, su tono cambia: “Aquí no hay nada bueno”, dice. 

En la cárcel hay un economato, que funciona desde 2013. Es una especie de tienda de barrio donde se pueden comprar desde caramelos, huevos, leche hasta pasta de dientes y jabón. Las familias depositan el dinero y las personas dentro toman los productos. 

Ahí es donde se abastecen de toallas sanitarias. “Habemos mujeres que no podemos utilizar cualquier marca y aquí solo hay las más baratas. Son unas delgaditas que al menos a mí no me sirven, sino que me hacen mal, me irritan. No duran porque también depende de nuestro sangrado”, afirma Camila. Cada caja, que contiene 10 absorbentes, cuesta 3 dólares. Es decir que, en promedio, cada una implica un gasto de 30 centavos. En una tienda en el sur de Quito, en cambio, me ofrecieron la misma a 20 centavos. 

Camila las compraba cuando entró a la cárcel, pero una caja apenas alcanzaba para dos días. “Opté porque mi familiar me traiga de afuera las que yo uso, las nocturnas, yo hago que me las pasen. Es muy difícil hacerlo porque aquí tenemos muchas trabas, pero solo así me siento más segura”, dice. Muchas de sus compañeras no pueden acceder a una toalla. La mayoría son madres pobres, sobre quienes solía recaer el cuidado y el sostén económico de sus hogares, hasta que fueron condenadas por buscar en delitos como el microtráfico y los robos menores, una luz de supervivencia.

Para estas mujeres la disyuntiva es denigrante: tienen que elegir comprar toallas, un alimento o ahorrar ese dinero para sus niños. No es la única indignidad. “A veces tenemos que poner el agua en baldes para que nos dure y poder asearnos cuando el sangrado es muy fuerte. Tenemos problemas cuando queremos ir al baño, porque los cierran a las 9 de la noche. Si te pasas de la hora, tienes que gritar, gritar y gritar para que nos abran la puerta, sino, nadie te hace caso”, reclama.

En medio de la precariedad, las mujeres presas recurren las unas a las otras. Cuando una no tiene una toalla, las demás les regalan una. “Si no tenemos, vamos preguntando de celda en celda para poder conseguir una, aunque sea baratita, porque es lo único que hay aquí. Así nos ayudamos entre nosotras. Somos compañeras”, relata Camila. “Somos solidarias, eso es bueno, pero no pasa en todos los casos”, admite. “En la cárcel todo es dinero y debemos sobrevivir. A veces tienes que servirle a otra persona para que te dé una. Tienes que limpiar su cuarto, lavar su ropa…lo que te pidan”, cuenta. Camila es firme y dice que nadie que no haya estado allí dentro sabe lo que vive una persona presa. 

Por eso ha corrido el riesgo de tener esta llamada. Aunque ella recuperará su libertad pronto, quiere que su voz se escuche para que las condiciones de sus compañeras mejoren. En teoría, según la Constitución, las personas presas son un grupo de atención prioritaria, como las niñas y los niños, las mujeres embarazadas, los adultos mayores y las personas con discapacidad. 

Entre los derechos que la legislación ecuatoriana les garantiza, está la buena comunicación con sus familiares, el acceso a la educación y, sobre todo, a la salud integral en sus tres dimensiones: física, social y mental. El Código Integral Penal dispone que en los centros penitenciarios de mujeres, “el departamento médico contará con personal femenino especializado. Los estudios, diagnósticos, tratamientos y medicamentos serán gratuitos”. Nada de eso se cumple. “Es una misa que repiten las autoridades, una mentira”. Andrea Sánchez, socióloga y responsable de la gestión de proyectos de la Fundación Dignidad, una organización dedicada a la defensa de los derechos de las personas presas, lo confirma: si servicios más básicos todavía no son garantizados, dice, peor aún hablar de la salud sexual y reproductiva de las mujeres en las cárceles. 

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“Una tiene que estarse muriendo o estar medio desmayada para que te atiendan”, reclama Renata*, quien cumple su condena en el pabellón de máxima seguridad de una cárcel en la Sierra. Los días pasan lentos, pero siempre hay alguna novedad: una compañera enferma, la falta de medicamentos y acceso a la salud oportuna. 

Lo que no ha cambiado desde que fue condenada a 34 años de reclusión es la contaminación del agua: “a veces viene amarilla, sucia, otras con cloro excesivo. La verdad es que nos terminamos acostumbrando porque no nos queda de otra, aunque sabemos que no está bien. Las autoridades mienten y dicen que aquí hay todo, pero hasta la comida es incomible”, me cuenta. 

Ahora vive con cuatro compañeras más en su celda. Y se nota: una conversación amena se escucha de fondo, mientras Renata habla conmigo. En medio de la música —suena una salsa— y las voces que resuenan, relata que la luz en la prisión llega a las 5:30 y se va a las 11:30, mientras que el agua está disponible solamente en dos horarios: de 7 a 9 de la mañana y de 3 a 4:40 de la tarde. 

En la cárcel también faltan insumos sanitarios. Renata —igual que Camila— ha visto a sus compañeras reclamar por toallas higiénicas. No piensan en otros productos como tampones o peor aún una copa menstrual. Para ellas, se han convertido en “lujos” y no bienes de primera necesidad. 

A veces, dice, las mujeres usan las toallas durante días, para intentar que el material absorba la sangre. Otras, prueban con papel o retazos de ropa. Aunque son esas opciones las que encuentran las personas presas en las cárceles, pueden desencadenar en complicaciones ginecológicas graves. 

La ginecóloga Karla Andrade explica que las infecciones pueden ser leves, pero, si no son tratadas a tiempo, pueden complicarse incluso hasta la muerte. En condiciones precarias como las que han relatado Camila y Renata, no sería extraño el registro de infecciones como la dermatitis vulvar, que se produce cuando los pliegues de la piel de la abertura de la vagina se enrojecen, duelen y pican. También podría causar una infección vaginal o a las vías urinarias. 

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Cuando no hay atención oportuna, la gravedad va escalando a, por ejemplo, a una pielonefritis, una infección de la uretra que vulnera también a los riñones y en el peor de los casos a una sepsis, una infección generalizada que puede terminar en muerte. Además, explica Andade, pueden producirse otras patologías como una vaginitis recurrente. “Estamos hablando de microorganismos como el estafilococo y el estreptococo, e incluso de escherichia coli, una bacteria que está en las heces de las personas, pueden ascender a la parte pélvica y causar ooforitis, una infección de los ovarios y ascender hasta una sepsis”, dice Andrade.

A Andrade le extraña que los productos sanitarios no estén incluidos en la lista de bienes y servicios que tienen 0% de IVA en el país. El estudio de Friedrich-Eber-Stiftung establece que en Ecuador se han recaudado más de 22 millones de dólares en 2018 por el IVA de los productos sanitarios: el 0,33% del IVA total recaudado en ese año. “Aún no se ha comprendido que la salud menstrual es un derecho humano y debe ser integral”, cuestiona Andrade.

No solo se trata del uso de toallas higiénicas, sino que la higiene menstrual es un derecho atravesado por el acceso a la salud, al agua limpia, a la privacidad y la información eficaz. “Sabemos que las mujeres son desatendidas en las prisiones y que sus condiciones no son las mejores. Son tratadas como si no importaran. No puede ser que una toalla se vea como un privilegio, porque no lo es, es un derecho que debería ser garantizado de forma gratuita”, señala. El problema, sin embargo, no es nuevo. “Ahí sí se siente la discriminación porque las mujeres representaban menos del 10% frente a más del 90% que eran hombres. Ellas eran —y son— una población relegada y olvidada, además de estigmatizada”, afirma Alexandra Zumárraga, quien fue directora nacional de Rehabilitación Social entre 2010 y 2011

Pero no son olvidadas solo por el sistema, sino también por la sociedad. Zumárraga ha visto, por ejemplo, que las filas de quienes van a visitar a los hombres presos son largas; las de las mujeres, muy cortas. En su gestión, el Estado tampoco daba presupuesto más que para la comida. “Así era en mi época. Todo tenía que pagarlo la persona presa. Antes no había economato, sino una tienda que los mismos internos montaban”, relata. No solo detectó ese problema, sino también la violencia sexual perpetrada contra las mujeres dentro de las prisiones. “No lo podía creer, pero muchas mujeres tenían hijos de los guías penitenciarios. Si alguien las quería visitar, ellos se apropiaban de ellas como si fueran su posesión”, recuerda. Impotente ante lo que veía, Zumárraga decidió renunciar y alejarse de la esfera pública. Más de una vez fue amenazada por exguías penitenciarios. 

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“Entre mujeres hablamos”, me dice Camila, mientras la veo sonreír al otro lado de la videollamada, como si conversara con una vieja amiga. Los meses de pandemia han sido duros, lejos de su familia, pero ahora espera el reencuentro. 

Antes de terminar nuestra conversación, Camila dice que quiere confiarme algo. Segundos después, me cuenta que a ella nadie le enseñó qué era la menstruación, mucho menos cómo debía asearse o ponerse una toalla sanitaria. “Mi mamá no pudo prepararme porque trabajaba, entonces, me tocó aprender sola”, recuerda. Pero cuando dio a luz a su primera niña, Sofía, prometió acompañarla en cada uno de sus pasos, incertidumbres y dolores.

Cuando Sofía cumplió diez años, Camila comenzó a explicarle cómo era. “Le enseñé cómo ponerse un protector, luego la toalla. También le dije que iba a tener cólicos en el vientre y que debíamos prepararnos juntas”, me cuenta. Para cuando el día de su primera menstruación llegó, Sofía estaba lista. No temía ni le avergonzaba su sangre. “La preparé como debía y ahora solo quiero apapacharla para recuperar todo el tiempo que hemos perdido”, dice Camila, con las lágrimas contenidas.

*Nombres protegidos.