
Quito, escalera al cielo
La estructura esencial de esta ciudad es una escalinata que lleva al paraíso. No es de extrañarse, entonces, que la capital esté llena de miles de otras gradas.
Quito es un valle al que se sube y baja por escalinatas. En la milenaria ciudad andina, hay escaleras gradas escalones por todas partes. La carita de Dios está marcada por las cicatrices que le dejó el crujir de sus entrañas, hace millones de años, que la dejaron llena de quebradas, coronada, flanqueada y sometida por volcanes. Sobre ellas, se dibujan, como puntos remendones de sus heridas, cientos, miles de escalinatas.

En Quito, la escalinata es un modo de transporte más, un referente cultural y hasta una forma de ir al cielo: la escalera de Bramante que une la iglesia de San Francisco con su plaza es camino empedrado y representación material del tránsito de la Tierra al paraíso.

Gradas gradas gradas. Infinitas gradas. Contarlas es un ejercicio inútil pero quien lo hiciese, quizá llegaría a la conclusión de que en verdad comienzan en el primer vuelo de la escalinata franciscana que, dicen, está inspirada en planos del arquitecto renacentista Donato di Pascuccio d’Antonio (o sea, Bramante) y terminan en las puertas de San Pedro, cuya basílica en Roma diseñó el buen Donato.

Las gradas de Quito no distinguen cielos ni tierras. Son para todos. Paganos y cristianos. Ateos y feligreses. Amantes y despechados. Devotos de la infalible Virgen del Quinche y de los muy falibles políticos de turno. Están en el sur, en el norte, en el este y el occidente. Conectan barrios, familias, demarcan zonas, acortan caminos, aceleran el pulso, dan uno que otro susto, causan tantas otras tragedias.



Las escalinatas quiteñas son atajos entre calles que quiebran cuestas que parecen haber sido dibujadas por la mano de un geógrafo cruel. En Quito, desde siempre, caminar es un acto de resistencia. Hay que subirlas porque no hay otra forma de vivir en una ciudad que nació colgada de los Andes. Sirven para ascender de calle en calle con la misma facilidad con la que los niños de los ochenta y noventa jugábamos Don King Kong en ataris y nintendos.

Hace miles de años, cuando los primeros habitantes dejaron las llanuras y comenzaron a poblar este valle sagrado que se transustanciaría en valle de gradas, las montañas dictaron sus reglas. Los Quitus trazaron sus senderos entre las quebradas. Luego llegaron los Caras, que aprendieron a moverse entre colinas, y más tarde los incas, que convirtieron sus caminos en parte de un entramado mayor: el Qhapaq Ñan, la red de piedra que conectaba su imperio.


Después vinieron los españoles, con su afán de imponer cuadrículas a una geografía que nunca quiso ser ordenada. En diciembre de 1534, Sebastián de Belalcázar plantó la fundación de la ciudad sobre el capricho de los cerros. Se levantaron iglesias en las cimas, conventos al borde de los barrancos y plazas en donde la tierra lo permitió. Pero pronto descubrieron lo inevitable: en Quito, la única forma de conectar un punto con otro era crearle arterias escalinatas.

Las escalinatas se multiplicaron. Allí jugaban los niños, allí descansaban los ancianos, allí se asentaban los vendedores ambulantes con sus canastos de mote y chicha.
Cuando la ciudad se expandió hacia las laderas del Pichincha, y donde las calles no podían llegar, las escalinatas se hicieron indispensables.

Ahí siguen. Pintadas y descascaradas. Luminosas y malolientes. Lindas y amenazantes. Hay de todo. Mucho podrá haber cambiado en Quito, pero si algo sigue siendo es un valle terco al que no queda otra que subir y bajar por sus gradas.
