Pocos libros de ficción han impactado tanto como 1984 de Orwell. Escrito en 1948, el libro futurístico cuenta la historia de la persecución de Winston Smith por parte de un régimen totalitario que controla cada aspecto de la vida, incluyendo la historia y el lenguaje. El libro expone una especie de aviso sobre el peligro de los gobiernos autoritarios y la erosión de las libertades personales.
Se cumplieron casi 80 años desde su publicación —y 40 del mundo distópico que él crea en su libro— y es un buen momento para reconocer que el libro de Orwell derrumbó la pared entre la ficción y la realidad porque, en la cultura popular de hoy, lo que pasa en la novela es muy parecido a los hechos en un país real. El libro también ha sido considerado profético porque las tecnologías utilizadas para vigilancia por el Estado tiránico en 1984, como las cámaras omnipresentes y las televisiones que monitorean, ahora son parte de nuestro día a día.
A pesar de la claridad de su visión sobre el futuro, Orwell se equivocó en algunos aspectos. Por ejemplo, escribió que el gobierno sería la fuerza omnipotente que utilizaría su poder para imponer sus verdades, controlar el disentimiento, y mantener a la población en un estado constante de guerra. Hoy, esos controles existen, pero no vienen del Estado sino que son perpetuados por los mismos ciudadanos, gracias a los avances tecnológicos, específicamente de las redes sociales. En otras palabras, los ciudadanos somos los autores y las víctimas en un conflicto social perpetuo cuya arma principal es la información. ¿Cómo llegamos a este punto?
Primero, 1984 de Orwell no pudo haber anticipado la crisis de las instituciones del poder centralizado —como los gobiernos soberanos y las multinacionales— y el ascenso de la influencia del poder descentralizado a través de las redes sociales, porque vivía en el mundo pre-internet. En ese mundo, la comunicación masiva pasaba por medios como la televisión, la radio, y la imprenta. Los medios controlaban el rango de ideas que podrían expandirse en una sociedad. En un mundo de escasez de información, era más fácil tener verdades absolutas y limitar los debates públicos a través del ejercicio editorial.
El proceso en que los medios fabrican consentimiento para favorecer los intereses de las élites fue revelado y documentado por Noam Chomsky y Edward S. Herman en su libro Los guardianes de la libertad.
Con la llegada del internet y las redes sociales, hemos vivido una nueva época dorada del escepticismo y relativismo. Las ideas relegadas a los márgenes de la conversación política ahora han invadido el centro gracias a los algoritmos de las redes sociales y un fenómeno de creación de contenido que se llama captura de audiencia, ¿cómo funciona?
Gracias al modelo de negocio de la publicidad, los algoritmos de las plataformas digitales que determinan a cuál contenido dar mayor importancia y alcance, tienen el incentivo financiero de impulsar a que los usuarios pasen más tiempo en las apps (y ver más anuncios) para generar mayor interactividad. El contenido que logra ese efecto tiende a ser el más controversial y el que genera mayor reacción emocional.
A la vez, ese contenido tiene que ser producido por alguien, y en la producción encontramos esa captura de audiencia. Como el internet es vasto y la atención de los usuarios es limitada, los productores de contenido tienen que reinventarse todos los días para ganar y luego mantener el interés de sus usuarios. Como consecuencia, con el paso del tiempo, un productor de contenido se vuelve cada vez más influenciado por las preferencias y expectativas de su audiencia.
Poco a poco, el creador de contenido prioriza los intereses de quienes lo ven, muchas veces sacrificando sus valores o autenticidad en el proceso. Si la audiencia se radicaliza, el productor de contenido también, y así inicia un bucle de retroalimentación. Los productores alimentan al algoritmo, y el algoritmo alimenta a los consumidores. Mientras más audiencia tiene el productor de contenido, más lucra.
Poco a poco, se vuelve imposible para el productor de contenido introducir ideas que no generen gratificación inmediata y afirmación para su audiencia. Gracias a la captura de audiencia, ahora los productores de contenido de los formatos más consumidos, como X, podcasts y TikTok, logran audiencias mayores que los medios tradicionales. Lo hacen sin necesariamente tener credenciales periodísticas o compromiso moral con la verdad.
Las instituciones del poder centralizado, como los gobiernos o las universidades, pierden autoridad en un mundo de escepticismo porque están bajo ataque por todos lados, incluyendo a los conspiracionistas pero también quienes tienen preocupaciones válidas. A veces es difícil diferenciar entre los dos. En ese proceso, las instituciones también han perdido autoridad por sus propios errores.
La pandemia del covid-19 fue un momento clave para el empoderamiento de los escépticos: durante esa crisis sanitaria, por ejemplo, muchos expertos que guiaron políticas públicas tildaron de conspiracionistas a las personas que dijeron que el virus se originó en un laboratorio en China, que era necesario cerrar los colegios de los niños para su bienestar, y que todo el mundo tenía que vacunarse incluso contra su voluntad. Pocos años después, sabemos que el virus probablemente sí se originó en el laboratorio en Wuhan en China que estudia los coronavirus, que los colegios no tuvieron que cerrarse durante tanto tiempo, y que no es necesario que todo el mundo se vacune.
En otras palabras, los que ayer fueron etiquetados como conspiracionistas tuvieron algo de razón. Como consecuencia, la categoría de “expertos” perdió credibilidad y ahora cada conspiracionista busca elevar su estatus y su causa, generando un ambiente de confusión sobre quién dice la verdad y quién protege los intereses de los ciudadanos comunes. En ese proceso, el poder de las instituciones nacionales o internacionales se ha debilitado.
Para mantener nuestra participación en el mundo digital, los mejores neurocientíficos y psicólogos de comportamiento trabajan en plataformas digitales para asegurar la adicción a nuestros teléfonos celulares. Para ciertas generaciones, nuestra adicción al celular parece el hábito de fumar de nuestros papás: nos pedían no fumar, a pesar de que ellos mismos fumaban. Ahora los papás de hoy tratamos de proteger a nuestros hijos de los peligros de los celulares, a pesar de que no podemos dejarlos.
Y el tiempo que pasamos en el celular, en internet, no es necesariamente inocuo. Primero, entendemos cada vez más que el scrolling está afectando nuestro estado mental a través de un fenómeno que se llama putrefacción del cerebro (brain rot en inglés). A la vez, nos estamos movilizando en una guerra no declarada: las plataformas como X (Twitter) han logrado convertir nuestros momentos de inactividad en participación en una guerra ideológica parecida a la perpetua entre Oceanía, Eurasia, y Estasia en el libro de Orwell.
En 1984 de Orwell, la guerra está diseñada para asegurar el control económico y psicológico de la población por crear un chivo expiatorio que justifica la opresión de quienes piensen distinto porque podrían ser “agentes” para el adversario. En el mundo digital, el objetivo es activarnos para atacar cualquier idea que no nos conviene, defender las ideas de nuestra comunidad, difundir las noticias que nos gratifican y contradecir y censurar todo lo que nos incomoda.
La guerra ideológica informática no tiene tanto que ver con partidos políticos. Tiene más que ver con nuestro compromiso con una comunidad global que comparte nuestra visión del mundo. Desde siempre ha habido movimientos sociales que han logrado cambios importantes a través de la movilización popular, pero en el mundo pre-internet aquellos movimientos tuvieron líderes cuyo carisma y capacidad comunicativa ayudaba a convocar las masas y direccionar su emoción en algún cambio deseado. Así se lograron los derechos laborales, los derechos humanos, la caída de gobiernos totalitarios e incluso la independencia de nuevas naciones.
Hoy, los usuarios digitales están constantemente convocados al levantamiento, pero ya no hay líderes como antes. Hoy los movimientos sociales son redes con diferentes nodos de influencia. Aunque podrían parecer más democráticos que los de la época pre-digital, nos olvidamos que el líder del movimiento social en la época anterior jugaba otro papel: tenía que negociar con el poder, llegar a acuerdos, o incluso llegar a ejercer el poder.
Los movimientos sociales dependían del líder, y normalmente él dignificaba al movimiento. Ahora, que los movimientos sociales son digitales y extraterritoriales, sus exigencias son perpetuas, y por ende su lucha es perpetua. En su afán de manipular los algoritmos, las personas más radicales del movimiento tienden a recibir un porcentaje mayor de atención, y poco a poco, los movimientos se radicalizan.
Más que representar una coherente teoría de cambio, la ideología en el mundo digital es un compromiso con una comunidad, y nos movemos según los caprichos de esa comunidad. El mundo se divide en dos, y parece que es nuestra obligación destruir manifestaciones de ideas contrarias a las de nuestra comunidad, a veces cortando relaciones con amigos y familiares que cuestionan nuestras verdades sagradas, incluso tildando de “fóbico” a cualquier persona cuyas ideas son incómodas, sin examinar el mérito de sus argumentos.
El esfuerzo colectivo de censurar a los demás no requiere de un Estado: lo hacemos casi de pasatiempo. Y a pesar de que el mundo del internet es vasto, todos terminamos consumiendo el mismo contenido, el preferido por nuestra comunidad ideológica en el mundo digital, y celebramos el periodismo que nos favorece y denigramos a los medios y las ideas que no nos gratifican.
Cada lado de esta gran guerra ideológica global piensa que el otro hace fake news y que sus propias fuentes de información son puras, a pesar de que medios de ambos lados viven del mismo modelo de negocio: te ponen bravo, te generan un click, y lucran. Los medios tradicionales impresos y la televisión buscan convencer más que informar.
Orwell imaginaba un mundo en que el Estado sería la entidad que censura, que define verdades, que silencia voces peligrosas, y que nos tiene en constante conflicto. Pero en el mundo de 2024 (ya 2025) todas las tareas son asumidas por los usuarios digitales buscando gratificación y afirmación. Estamos todos como pasajeros en un carro descontrolado sin saber quién está manejando y sin saber cómo bajarnos.
A pesar de que el mundo terminó diferente del de 1984 de Orwell, aún nos deja lecciones: quizás el mayor legado del libro no sea la advertencia contra un futuro distópico controlado por el Estado, sino la invitación a examinar nuestras propias contribuciones a ese mundo. Orwell nos mostró un régimen totalitario que imponía el miedo desde arriba, pero vivimos en una era donde el control se ejerce desde abajo, por nuestras propias manos, pantallas y clicks. Al final, la vigilancia y la censura no necesitan de un Gran Hermano omnipotente, sino de millones de pequeños hermanos que vigilan y castigan sin descanso.
Si queremos escapar del ciclo de manipulación, debemos empezar por reconocer nuestro papel en él. Tal vez el primer paso sea recuperar el derecho a desconectar, a escuchar sin prejuicios, y a tolerar las ideas que desafían las nuestras. Para garantizar el futuro de nuestras frágiles democracias difícilmente conseguidas, tenemos que aprender a debatir, discrepar y aún respetar. Porque, en última instancia, la verdadera libertad no se encuentra en el consenso fabricado, sino en la capacidad de cuestionar, dudar y construir puentes en lugar de levantar muros.
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