
Hacer de tripas una vida
En el parque del barrio La Vicentina, familias enteras preparan y venden, hace décadas, uno de los platos preferidos de Quito.
Cada tarde, a eso de las cinco, una nube grande y espesa cubre un pequeñito y triangular parque llamado José Gabriel Navarro, en honor a un destacado miembro de la Escuela Quiteña de Bellas Artes. Muy pocos saben que ese es su nombre verdadero, porque la devoción a la comida callejera local lo ha rebautizado, para siempre, como Parque de las Tripas de La Vicentina, el coqueto, ajetreado y popular barrio de Quito al que pertenece.

Cuando la nube se disipa, se revela como un misterio apetitoso, la tripa. El aire está lleno, también, del rumor del crispar del aceite hirviente. En el viento vuelan, urgentes, los llamados agudos de las caseras que vocean llamando a los hambrientos a que se acerquen, con confianza, que prueben, que qué van a llevar. Tripa para la tripa. Tripa para gente que saliva tanto, que parece que llegase con las tripas afuera.
Las familias que han sido las evangelizadoras que lograron el cambio de nombre del parque llevan veinte, treinta, incluso cincuenta años en el negocio de asar y dorar tripas, pero también en el de cocinar menudo, freír empanadas, preparar habas con cholo y queso, fritada, y papas con cuero.

Hay también pinchos, longanizas y morcillas, mollejas con cuero (llamadas, por supuesto, mollicueros, porque si existe la salchipapa, es apenas lógico que exista el mollicuero).

Sobre todo, hay orgullo en la originalidad y la representación familiar. “Mi madrecita es la fundadora: Graciela Guaña Chicaiza”, dice Sandra del Rocío Farinango Guaña. Ella tiene cincuenta años y se hizo cargo del puesto cuando la madrecita fundadora, la matriarca de la tripa, murió hace treinta y dos años.

Como ella, decenas de familias que desde hace algunos años se agrupan en este parque, después de traslados municipales, han hecho de las tripas una vida. Por eso, ser las originales, las propias, las pepa, las famosas, es linaje y gancho de ventas.

Todas las carretitas están bien iluminadas. Algunas tienen sus rótulos serigrafiados, otras han recurrido a la estética noventera del letrero electrónico, y hay quienes prefieren carteles de letras redondas y espectaculares.
Son terceras y cuartas generaciones que conocen bien el negocio y viven de la avidez que tenemos por comer tripas en Quito, por lo general capitaneado y atendido por mujeres: Fabiola Llugs, Lucrecia Cusicagua, Josefina Chicaza, Leonor Oropeza, Morelia Cepeda. Tienen 45, 50, 30, 47 y 65 años. Saben, todas, que son las favoritos de alguien, quizá de muchos, pero siguen sacando el cuerpo por el marco del puestito para ofrecer, para llamar, para convencer de que uno vaya y les compre.

Buena parte de ellas han pasado detrás de las vitrinas sin vidrios de sus puestos, prendiendo los fogones que levantan inalcanzables columnas de humo, matizando los colores de la tarde y dando al Parque de las Tripas y a su barrio el aroma que nos reconforta desde que descubrimos el fuego y supimos que era bueno.
