Dos veces en mi vida he visto que las personas se salen de una función de cine para no volver. La una fue La gran comilona (Marco Ferreri, 1973), y la otra La Sustancia (Coralie Fargeat, 2024). Dos películas que llevan al extremo la naturaleza humana. En la primera, un grupo de personas se dedican a satisfacer sus necesidades animales básicas —comer, follar y cagar— sin parar hasta morir. En la segunda, la belleza perfecta es llevada hasta la monstruosidad violenta. Amo este tipo de películas porque me descolocan moralmente, me provocan, me sacan de mi zona de confort y me dan un chirlazo emocional. Pero no quiero reflexionar sobre el contenido de estas películas sino sobre la sensibilidad que hace que una persona aguante, cierre los ojos o huya de la situación que le incomoda.
La primera constatación es que quienes vivimos en sociedad tenemos sensibilidades distintas.
La sensibilidad colectiva es un proceso y una construcción social. Las sensibilidades cambian.
Pongo dos ejemplos de cómo las sensibilidades se han modificado. Uno es la ópera Carmen (Georges Bizet, 1875) y el otro es Gabriela, clavo y canela (Jorge Amado, 1958).
Cuando estas obras se escribieron, no existía algo parecido al feminismo actual ni la categoría conceptual del género.
En la primera obra, Don José se enamora perdidamente de Carmen y deja todo (su trabajo, a su madre y hasta a su novia) y en un arranque de celos, cuando Carmen se enamora de Escamillo, un torero, mata a Carmen.
A la época, este hecho fuese considerado como un crimen pasional y Don José sería exculpado del crimen por un trastorno mental temporal (celopatía).
En la novela de Amado, el personaje Nacib Saad se enamora de Gabriela. Ella, por los celos y el control de Nacib, pierde interés en él y le cuernea. Los hombres del pueblo demandan la muerte de Gabriela para la defensa del honor de Nacib.
En la novela es evidente que el hombre que mata por estas razones, será tratado penalmente con clemencia. Ambos hechos, con la sensibilidad contemporánea, serían considerados evidentemente un femicidio. En lugar de exculpar a los hombres, tendrían una pena agravada.
En muchos ámbitos de la vida cotidiana estamos sintiendo estos cambios de sensibilidad y muchos de esos tienen que ver con los aportes del feminismo.
Quisiera decir, antes de que se me malinterprete, que creo que vivimos en una sociedad patriarcal, que las mujeres son mayoritariamente discriminadas y víctimas de violencias físicas y emocionales. No quiero justificar a los hombres cuando somos “insensibles”, o cuando la sensibilidad mayoritaria patriarcal no empata con otras sensibilidades emergentes.
En un ensayo reflexioné sobre el difícil tema de la cancelación, y no dije algo que me hizo notar una lectora feminista que criticó ese ensayo: me estoy justificando por si me llegara a ocurrir, y tengo miedo a ser cancelado.
Sí. Tengo miedo a la cancelación y tengo terror a que alguien —y peor si es una persona que amo— afirme que le he abusado física o emocionalmente, aún cuando racional y conscientemente no he tenido la intención de hacerlo. Ese miedo pasa a la esfera de lo social.
Me cohíbo, me alejo, me separo, desconfío, me inhibo de acariciar, me cuestiono mil veces en mis formas de seducción, reprimo mi espontaneidad, dejo de hablar y a ratos me he aislado. Ese miedo se siente incluso cuando un hombre escribe o habla sobre el género. Algo de esto también reflexioné en otra columna.
Vuelvo a escribir sobre el tema desde mis percepciones por varias motivaciones. Porque estoy convencido que el patriarcado es un problema que afecta a hombres y mujeres. Porque creo que el miedo no es el mejor sentimiento para construir mejores sociedades. Porque espero que todas las personas, sin distinción de la opción sexual, hablen y encuentren espacios de reflexión. Y porque me duele saber que a mi alrededor se resuelven casos de forma inadecuada y que generan más polarización.
Las denuncias de abusos y acosos nos rodean y cada vez son más frecuentes. Esto sin duda es positivo y anuncian cambios. En algunos casos he podido conocer las sensibilidades que están detrás de quiénes se presentan como víctimas y victimarios.
Muchos hombres tenemos serias dificultades en distinguir un juego erótico del intolerable sexismo y abuso (insinuarse en lugares públicos o redes sociales, mirar a una mujer, hacer un cumplido, acariciar, abrazar, besar, hablar de forma políticamente correcta), o distinguir en una relación de trabajo cuando es un conflicto laboral , común en toda relación humana (llamar la atención por un incumplimiento, reclamar por un trato inadecuado, justificar una falta laboral), de un acoso laboral.
En este contexto, surgen muchas preguntas. Entre otras, cómo se gestionan las diferentes percepciones cuando los miembros de una comunidad no tienen la misma sensibilidad.
Cómo comprender lo que siente la otra persona, sea víctima o victimaria. Cómo identificar lo inadmisible y lo que debe tolerarse. Cómo compartir con los hombres la potencialidad del análisis de género y la comprensión del nuevo lenguaje que pone palabras al abuso y acoso. Cómo encontrar un espacio en el que hombres y mujeres puedan encontrarse para escuchar, empatizar, aprender y contribuir a una diferente sensibilidad que beneficie a todas las personas.
Todas estas preguntas no tienen una fácil respuesta y dependen del conocimiento y de la experiencia de cada persona. Más difíciles son si uno piensa que estamos en un cambio evidente de sensibilidad.
El tránsito de una sensibilidad a otra suele tomar tiempo y genera desestabilizaciones y crisis. En estas transiciones a veces se toman posiciones radicales, que hay que tenerlas presentes.
§
Este punto es reflexionado por la filósofa alemana Svenja Flasspöhler, que publicó un libro que se tradujo como Sensible. Sobre la sensibilidad moderna y los límites de lo tolerable (Barcelona: Herder, 2023), y de ese libro quiero destacar la idea de lo que ella llama “absolutos”, que son los extremos en la manera de sentir y pensar, que hacen imposible la empatía y la comprensión de lo que “el otro” o “la otra” siente o percibe.
Cuando alguien afirma que la otra persona es un “macho de mierda” o una “loca feminista” o “feminazi”, está en un absoluto.
Flasspöhler describe dos absolutos y propone un tercer camino como alternativa deseable. Al primer absoluto lo llama “resiliencia absolutizada”.
La resiliencia es un concepto que nos viene de la física. Es la capacidad que tiene un material para recuperar su forma inicial, cuando ha sido afectado por una perturbación. Trasladado a las personas es la capacidad que tiene una persona para recuperarse después de un evento traumático. La persona resiliente tiene resistencia, se supera a sí misma y recupera su capacidad para desarrollar la vida. Tiene inmunidad, herramientas emocionales para la autodefensa y se supera frente a la adversidad y hasta al abuso.
La resiliencia es absoluta cuando la persona es indiferente frente al dolor ajeno, carece de empatía, no le importa la discriminación que está detrás del abuso, trivializa el daño y la responsabilidad de quién lo provoca y termina consolidadando una estructura patriarcal.
Los hombres pretendemos —aunque difícilmente lo logramos— ser resilientes absolutos.
Callamos, no sacamos emociones, nos tragamos y seguimos para adelante como si nada hubiera pasado.
Un buen ejemplo de este tipo de comportamiento se atrevió a compartir, muchísimos años más tarde de haber sufrido una atroz abuso, el cineasta ecuatoriano Víctor Arregui en su documental Lo que me callé (2022). Durante 35 años guardó su secreto, se enconchó y pudo, con las herramientas que tuvo a su alcance, tener familia y desarrollar su carrera cinematográfica. A un costo muy alto, como lo dejará notar a lo largo de su película intimista.
El otro absoluto es la hipersensibilidad. Esta sensibilidad está asociada con la empatía, que es la capacidad de compadecerse de las personas que están en situación de vulnerabilidad, ponerse en los pies y en la piel de otras personas, tratar de sentir y experimentar lo que sienten otras personas.
La sensibilidad es absoluta cuando la persona solo tiene importancia y valor cuando es víctima, exacerba la venganza, cultiva la debilidad, exige un rol paternalista de la sociedad y el Estado, la persona es desvalida y no tiene capacidad de resolver el conflicto, la herida la mantiene abierta, la persona víctima es exclusiva e intocable, cree que tiene la única e incontrovertible verdad, promueve el conflicto por todos los medios y el perpetrador es un enemigo al que hay que excluir, cancelar y eliminar. No hay perdón ni olvido.
Un ejemplo de este tipo de abordaje está en la novela Desgracia, de J.M. Coetzee (1999). En ella, el personaje principal, David Lurie es un profesor universitario, cincuentón, que acaba teniendo una relación con una alumna, es denunciado por presión de una amiga con sensibilidad absoluta. Lurie es enjuiciado por un comité de ética, su versión poco importa y su vida universitaria termina.
Los absolutos, según la filósofa Flasspöhler, deterioran no solo al individuo, las relaciones de pareja, las familias, las comunidades, los ámbitos de trabajo, sino hasta la democracia.
Así grafica Flasspöhler una de las consecuencias: “Cuanto más alta sea la sensibilización, tanto mayor será la probabilidad de que cada uno coma solo y se quede solo.” El miedo a ser víctima o victimario, que es la consecuencia más evidente de este absoluto, nos separa.
Mientras más miedo, más distancia social. Y este me parece que es el drama de esta transición: en un mundo que requiere construir vínculos afectivos, estamos construyendo más brechas, alimentamos el dolor, no resolvemos el conflicto y nos polarizamos.
Por eso hay que buscar un punto medio donde nos encontremos. Un espacio en el que no hay blancos ni negros, no hay feminidad buena ni masculinidad perversa por esencia.
A este punto medio, la pensadora lo llama “resiliencia sensible”. En este, las personas víctimas son capaces de tener herramientas para autodefenderse pero al mismo tiempo transforma las situaciones en las que se produce el acoso y el abuso.
Por su parte, la persona victimaria tiene capacidad de comprender el dolor, la incomodidad, el daño que provocó en la otra persona y ser un agente de cambio. Ambas personas se mueven por la empatía y por el esfuerzo de sentir lo que la otra persona piensa y siente. Se aprenden nuevos lenguajes. Se comprenden los contextos patriarcales en los que la persona se ha desenvuelto.
Más de una vez exigimos a las personas comportamientos y lenguajes que simplemente nunca lo aprendieron. Si bien de entrada hay que creer a la persona que está en situación de vulnerabilidad, no puede ser el único acceso a la “verdad” o a la compresión de la situación.
De igual modo, no se debe actuar en lugar de las personas como si fueran seres sin posibilidad de empoderarse y actuar por sí mismas. Los conflictos se afrontan y se resuelven, no se delegan para agravarlos. Los sufrimientos individuales se comparten, se sienten y se transforman colectivamente.
Flasspöhler sostiene que “la resiliencia no es la enemiga, sino la hermana de la sensibilidad. Solo juntas podrán resolver los problemas del presente.”
Ser resiliente y no solo víctima, ser sensible y no solo ser visto como depredador, acosador o macho sin solución, requiere, como dice Rita Segato, “superación reflexiva”. Eso demanda espacios de diálogo, seguros y honestos, libres de juicios y prejuicios, donde las víctimas puedan ser agentes de cambio y ser reparadas integralmente, y las personas victimarias puedan también ser empáticas y restauradas.
La apuesta es poner nuestra energía en evitar la vergüenza y miedo como medio y como fin, para provocar relaciones armoniosas, de respeto y con seguridad.
Ojalá que todos los espacios donde se conocen y resuelven estos conflictos en este cambio de sensibilidad —sean estos colegios, oficinas públicas, universidades, escuelas, hogares o juzgados— sean lugares para aprendizajes y encuentros, y no una vez más lugares más para la confrontación y la exclusión.
Toda vida es sagrada, como dice una canción de Jorge Drexler, y las personas, sean víctimas o victimarias, tienen trayectorias y caminos, muchas veces dolorosos, que hay que comprender y honrar.
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