Es una exigente e impecable compositora y directora de la Filarmónica de Berlín. Brillante, virtuosa y carismática. Desde la primera escena, Lydia Tar, interpretada por Cate Blanchet, intimida con la mirada, con sus gestos, sus respuestas. Tár, dirigida por Todd Field y nominada a seis premios Oscar, es un drama sobre la humanidad de una celebridad, con sus virtudes y sus vulnerabilidades. Es también una película sobre la cancelación.
De la compleja trama, destaco una escena determinante en su desenlace. Tár es invitada a dar una clase magistral en la prestigiosa escuela de música Juilliard. Como parte de la clase, invita a un alumno, que se identifica como sexualmente fluido, a que se siente a un piano. Le pide que toque una pieza de Bach. El estudiante le responde que no le interesa tocar a Bach porque era un hombre hetropatriarcal, misógino y tocaba música religiosa.
Tár se sienta en el mismo piano, interpreta un preludio y fuga de Bach mostrando la belleza de la obra. Tár se levanta y camina por el salón. Desafiante le insta al estudiante que se centre en la música y no en los prejuicios. “No estés tan predispuesto a sentirte ofendido. El narcisismo basado en las pequeñas diferencias conduce al conformismo más soporífiro”, dice. El estudiante se siente humillado y abandona la clase.
Semanas después circula por redes sociales un video editado, de alguien que grabó la clase con su celular, sin autorización. Se viraliza. El video da un empujón a más personas que se han sentido afectadas por ella: salen a la luz denuncias por maltratos y abusos a sus estudiantes y excolaboradoras. La directora es cancelada y es obligada a dejar la dirección de la filarmónica.
La película aborda este tema tan común en nuestro tiempo: el acoso de quienes ocupan puestos de poder y la cultura de la cancelación.
Para abordarlo, esta película no eligió la sensibilidad fácil y lo obvio. El director no escogió a un hombre baboso y despreciable, sino una mujer que rompió el techo de cristal —la dirección de orquesta sigue siendo una carrera muy masculina— y es lesbiana.
Y, con esa distancia, me pregunté si la cancelación era el mejor mecanismo para resolver un conflicto de poder.
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Pocos días después de ver la película, me llegó un newsletter del director del Centro de Estudios Sociales (CES, Universidad de Coimbra). Se titulaba “Diario de una difamación.” El texto era una carta de un pensador que me ha nutrido intelectualmente durante muchos años, me abrió las puertas a la sociología jurídica y al que he seguido con particular atención: Boaventura de Sousa Santos.
Santos se defendía, como suele pasar con los hombres desenmascarados, negando, atacando a quienes lo denuncian y al medio que publicó las acusaciones.
En el texto pide pruebas sintiéndose víctima de cancelación, y amenazando con un juicio por difamación.
En Twitter encontré la denuncia en su contra. Fue escrita por tres académicas —Lieselotte Viaene, Catarina Laranjeiro y Miye Nadya Tom— quienes estudiaron en la Universidad de Coimbra, bajo la coordinación de Santos. El formato de la denuncia es académicamente impecable.
El artículo se titula Las paredes hablaban cuando nadie más lo hacía. Apuntes autoetnográficos sobre el control del poder sexual en la academia de vanguardia. Fue publicado en un libro sobre ética y acoso sexual en la academia.
El artículo no menciona nombres ni lugares pero es fácil deducir que hablan de Santos y del CES. Relata tres historias de abuso y acoso sexual por parte de quien llaman “el profesor estrella”. Revelan la estructura institucional que ha permitido el acoso y el silencio.
Santos es un ídolo más de barro que, como todo hombre, es frágil, débil e inseguro —producto de las masculinidades. Y, como tal, se rompe. Y digo uno más porque esta sensación de decepción mezclada con ira me ha pasado con varias personas.
Algunas lejanas y otras cercanas, algunas admiradas. Dalai Lama, Plácido Domingo, James Levine, Pablo Milanés, Woody Allen, Kevin Spacey, Bill Cosby, Francoise Houtard, Mateo Kigman, Fernando Moncayo, Polanski, Dulitzky, un amigo por ahí otro compañero de aulas o trabajo por allá, y mil historias que se han escuchado y que no siempre se han denunciado.
Sí, mil historias de acoso y abuso, en las que las personas implicadas no son solo famosas. Basta preguntar a cualquier mujer que sienta algo de confianza y soltará más de una experiencia desagradable, desgarradora, y hasta traumática con hombres.
No quiero jugar a ser juez. Sé que en principio hay que creerles a las víctimas. Pero sé también que hay casos que presentan dilemas y complejidades que no deben simplificarse.
Me hago muchas preguntas.
¿Se puede sancionar a una persona sin que sea escuchada? ¿No es necesario un debido proceso en casos de acoso y violencia sexual?
¿Se debe juzgar la totalidad de una vida o solo los actos que merecen reproche?
¿Se debe cancelar a la persona y a su obra o hay que separarlas?
¿Todos los abusos son iguales y merecen la misma cancelación?
¿La cancelación es la mejor forma de resolver estos conflictos o se podrían encontrar otras formas de resolverlos?
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El tema da para largo y el espacio, como suele suceder, no da para tanto. Quisiera plantear ideas pensando que en todos los espacios se puedan establecer las condiciones para que ninguna persona, en particular las mujeres y diversidades sexuales, puedan sentirse seguras y apoyadas.
Todas las preguntas anteriores están atravesadas por tres preocupaciones: la necesidad de escuchar antes de sancionar, la justicia de la venganza, y la proporcionalidad de la cancelación.
Un principio básico para sancionar a alguien, por cualquier razón, es que esa persona previamente debe ser escuchada. Incluso cuando hay una muerte violenta no se puede determinar de inmediato que quien provocó la muerte es un asesino. Podría ser que mató por defender su vida o la de otra persona, y que merece absolución.
Si bien una acusación puede ser infundada, como en la película La vida de David Gale en la que un profesor universitario es acusado falsamente de violación por una exalumna, la gran mayoría de historias que cuentan las mujeres son ciertas. Hay poquísimas excepciones y por eso la escucha y la defensa son importantes.
Denunciar no es fácil. Lo sabe cualquier víctima que ha padecido un proceso judicial. El tiempo judicial es insensible, largo, burocrático, y la mayoría de las veces termina en impunidad. Denunciar, además, puede tener el efecto contrario. En lugar de encontrar justicia lo que provoca es una revictimización que a veces es peor que el mismo acoso. Este proceso no solo niega los hechos sino que estigmatiza.
La sociedad patriarcal ha naturalizado el abuso y es frecuente escuchar frases del tipo “no te hagas lío, vas a perder, mejor cállate”.
En este contexto, la cultura de la cancelación parece justificada. Es un recurso al que se recurre porque simplemente no hay otro. Además, permite la solidaridad (sororidad), la participación social en hechos repudiables, y aumenta la percepción de la población de que es un problema que existe.
Sin embargo, creo que la justicia —desde el dolor y la rabia que siente una víctima— no es el mejor modelo para resolver la conflictividad social. La víctima quiere venganza: que se muera, que se pudra en la cárcel, que se quede en el desempleo, que no lo vuelvan a citar como referente, que se extinga del planeta, que quemen sus libros. Es comprensible: hay que sufrir un abuso para saber lo que se siente y lo que se quiere hacer con quien lo provocó.
Para superar esta venganza, que suele provocar deterioro del tejido social, está el derecho. El objetivo, en derechos humanos, es lograr una reparación integral para las víctimas, que no necesariamente significa una sanción ejemplar para el victimario.
Hay que tener una justicia para las víctimas, no una justicia de las víctimas.
Una sociedad que promueve el castigo, la venganza institucionalizada (punitivismo penal) y la cancelación total de la persona transgresora promueve una comprensión del conflicto desproporcionada.
A esta comprensión se la puede llamar “lógica de la amalgama”, un término acuñado por la filósofa feminista Elizabeth Badinter. Esto significa mirar la realidad “desde una concepción particular de la sexualidad y de la relación entre sexos” en la que no se distingue lo grave de lo leve, lo objetivo de lo subjetivo, lo físico con lo psíquico, lo importante de lo secundario, lo real de lo imaginario.
Por un hecho o por varios se desecha una vida, y se entierran otras experiencias de la vida que no son abusivas, que merecen ser contadas y también compartidas. Me parece que esto es una simplificación y hasta un desperdicio.
La desproporción en la sanción se manifiesta, según mi opinión y entre otras posibles, en la reducción de la vida de una persona a un hecho. Este hecho, como lo he mencionado, puede destruir la vida de una víctima. Pero al mismo tiempo, el hecho reprochable hace que toda la vida de la persona señalada pierda sentido. Se visibiliza tanto que llega a negar el resto de la vida de una persona.
Las personas dejan de ser pensadoras, creadoras, compositoras, poetas, literatas, cientistas y se convierten solo en abusadoras.
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Después de leer libros como el de Hannah Arendt, Eichman. Un estudio sobre la banalidad del mal, o elde Philip Zimbardo, El efecto lucifer. El porqué de la maldad, estoy convencido que los seres humanos tenemos, sin excepción, la capacidad de ser ángeles y demonios.
Zimbardo, por ejemplo, en su famoso Experimento de Stanford demostró que seres que aparentemente son intachables y sin experiencias previas de violencia, podían, en ciertos contextos, volverse violentos e inclementes. El contexto, la institucionalidad, la situación particular contribuyen a que salgan nuestros ángeles o demonios.
Algo parecido sostiene Rita Segato, cuando escribe que los hombres en una sociedad patriarcal tenemos un mandato de violación por la forma cómo construimos la masculinidad desde la primera infancia. Cómo nos iniciamos sexualmente, nutrimos nuestros deseos y fantasías sexuales con pornografía, cosificamos el cuerpo de la mujer, abusamos o intentamos abusar con dos gotas de alcohol a cualquier mujer.
Segato visitó cárceles en Brasil y entrevistó a personas condenadas por violaciones atroces, fácilmente identificables y repudiables. Concluyó que no hay diferencias sustanciales entre cualquier hombre y aquellos condenados, salvo que ellos estuvieron en una situación en la que pudieron ejecutar ese mandato de violación.
Con esto no estoy diciendo que existe una esencialidad masculina violenta ni que los hombres somos naturalmente predadores. Lo que quiero decir es que el patriarcado es una construcción cultural que genera las condiciones para una masculinidad violenta. En este sentido, la violencia no es una característica intrínseca de los hombres, sino un mal de la humanidad. La violencia no tiene sexo.
Elizabeth Badinter sostiene que “hay que renunciar a una visión angelical de las mujeres que va de la mano con la demonización de los hombres.” Hombres y mujeres podemos ejercer violencia. Hombres y mujeres merecemos encontrar mecanismos para prevenir y afrontar cualquier tipo de violencia. Esto, sin negar la relación de poder en la que, en la gran mayoría de las veces, están sometidas las mujeres.
No conozco una persona que sea completamente ángel como para que pueda tirar la primera piedra y estar libre de todo mal para juzgar ciegamente a otra. Esa pretensión de erigirse como juez o jueza y condenar con superioridad ética o moral, o de creer que los que han sido denunciados son ellos —lejanos, a la distancia, y nunca podría ser yo mismo— siempre me provoca dudas y temores.
A veces, juzgar como víctimas nos hace olvidar que también somos victimarios en otras circunstancias.
En otras palabras, cualquier persona, en este mundo patriarcal, es potencialmente una abusadora o acosadora. Si continuamos con una cultura de la cancelación total y sin piedad, al rato gran parte de la sociedad será cancelada, otra parte quedará fatalmente aislada y habríamos creado una forma más de exclusión social.
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Toda mi vida he creído en las garantías penales. Es decir, en los mecanismos jurídicos y políticos que se han creado para poner límites y frenos al ejercicio de la violencia del Estado: la creación de delitos, el uso de la coacción con la fuerza pública, la cárcel, la detención, el allanamiento domiciliario. He creído en la excepcionalidad de la cárcel y hasta en la abolición de la violencia estatal.
También he desconfiado del sistema judicial basado en la justicia retributiva, esa que enfrenta a unos contra otros, en el que unos pierden y otros ganan. En la que unos son víctimas (buenas) y otros victimarios (malos). En la que se fortalece un sistema binario de la vida y la conflictividad. Lo binario siempre simplifica y segrega.
También he creído que el mejor modelo para cohesionar a la sociedad es el que se conoce como justicia restaurativa. La que permite el diálogo, el encuentro, la escucha activa, la participación directa de quienes protagonizan el conflicto y la reparación integral a la víctima.
La justicia restaurativa, como la han aplicado muchos pueblos indígenas e incluso algunos Estados para salir de situaciones de violencia extrema como una guerra, ha demostrado ser útil. Incluso en casos de muerte o graves violaciones a los derechos humanos. Ahora, esta justicia también se extiende a casos del acoso y abuso sexual.
Se trata, en suma, de que todas las personas vivamos en ambientes seguros y que, cuando hay conflictos como los acosos y abusos, se puedan corregir esas situaciones. De que se pueda prevenir y restaurar las relaciones sociales rotas o quebradas. No se trata pues de demonizar, condenar sin piedad, eliminar, excluir o cancelar sin remedio.
Después de reflexionar, desde la primera vez que a un ser que he admirado le atribuyen una parte de su vida reprochable hasta ahora, he decido “cancelar” lo repudiable y seguir valorando su aporte como ser humano.
Sin culpa ni prejuicio, cuando vale la pena, sigo leyendo y aprendiendo de quienes, por distintas razones, se les ha propuesto su cancelación. Creo que la obra de un ser humano, que siempre se monta en un saber colectivo, no merece ser despreciada.
Entonces, leo a Borges con fruición y con gratitud, a pesar de que simpatizaba con la dictadura de Pinochet. Veo películas de Woody Allen a pesar de las acusaciones de abuso sexual a su hija. Utilizo el GPS y me explota la cabeza mirar las posibilidades de la teoría de la relatividad a pesar de que sé que Einstein maltrató a su esposa y nunca visitó a su primera hija. Gozo con la Quinta sinfonía de Mahler a pesar de que invisibilizó y no dio crédito a su esposa Alma. No me privaré de escuchar mi versión favorita del Pagliacci interpretada por Plácido Domingo a pesar de haber sido denunciado por acoso sexual.
Tampoco quiero olvidar lo que aprendí de Boaventura sobre sociología jurídica, epistemologías del sur o pluralismo jurídico.
Borges, Allen, Einstein, Mahler, Domingo, Santos seguramente son repudiables y no son ejemplos en algunos aspectos de su vida. Pero en otros, sus conocimientos y aportes a la humanidad no merecen ser desconocidos.
En el caso de Santos, uno de las voces más autorizadas para cuestionar al capitalismo global y para proponer alternativas, si se cancela su obra por su despreciable comportamiento sexual, quien sale ganando precisamente es quienes se aprovechan de este sistema de organización social y económica. Sin que esto signifique justificación o licencia alguna.
Con esto no quiero decir que cada una de estas personas no tenga que responder por sus actos, que se repudie lo que hicieron mal. Que tengan que pedir perdón y que quienes fueron víctimas de sus actos sean reparadas.
Sabiendo que hay mucho que discutir y criticar de lo que he escrito, estoy convencido, sin ánimo de justificar a nadie por la responsabilidad, que el problema es el patriarcado. Crea y multiplica la violencia contra las mujeres. Lo que hay que cancelar es el patriarcado. Matar en vida a un hombre, vengarse, arruinarlo, despojarlo de toda posibilidad de redención, destrozar lo angelical por lo demoníaco, no me parece que es una forma eficaz de combatir al patriarcado.
El patriarcado no terminará cancelando a todo hombre acosador. Al final cada persona cancelada no es más que un chivo expiatorio.
Tenemos que terminar con la cultura patriarcal, no con las personas. Para ello, toda persona debe tener espacios seguros para florecer, para denunciar, para reparar y para redimirse. Esto cohesionará más la sociedad.
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La denuncia en contra Boaventura por sus tres estudiantes abrió la posibilidad de romper con el silencio.
Muchas mujeres se han atrevido a denunciar. Entre ellas, la activista mapuche Moria Millán, que narró en una entrevista el abuso sexual del que fue víctima por Santos, y la legisladora brasileña Bella Goncalves.
La respuesta de Santos sigue siendo la negación y hasta exige disculpas.
El lugar en el que Santos era director emérito, el CES de la Universidad de Coimbra, ha reconocido su compromiso para promover políticas encaminadas a prevenir y combatir el abuso y el acoso sexual. Ha designado una comisión independiente para investigar los hechos, ha suspendido a Santos, y ha mantenido distancia de la intención de Santos de iniciar una denuncia por difamación.
Precisamente la actitud de Santos de amenazar con hacer acusaciones de difamación a quienes lo denuncian contribuye a la preservación de espacios de silencio y temor. Me pregunto si los hombres necesitamos también espacios para reconocer los abusos que cometemos. Un espacio que nos ofrezca la posibilidad de enmendar y reparar integralmente a las víctimas mediante una justicia restaurativa.
Tenemos que prevenir los abusos y también, con reformas importantes dentro de las instituciones para impedir la impunidad, las cancelaciones.
Mientras los espacios sociales, académicos, laborales, familiares permitan el acoso y los abusos, el silencio y la impunidad, la cancelación seguirá siendo una alternativa ante las violencias.
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