La noche del 10 de mayo de 2024, mi hermano estuvo secuestrado por aproximadamente tres horas. Estaba con sus amigos, afuera de su carro cuando llegó un grupo de delincuentes, tomaron a mi hermano, lo metieron en su auto y se lo llevaron. En un momento de desesperación en el que los pensamientos intrusivos pueden nublarlo todo, busqué ayuda. Fui a las oficinas de la Policía Judicial, en la avenida Tomás de Berlanga, en Quito, y la Unidad Antisecuestros y Extorsión (Unase) en la avenida Occidental, también en Quito. En ninguna me atendieron, empatizaron o hicieron el mínimo intento por ayudarme. 

La única respuesta que recibí fue que ellos no receptaban denuncias de esos delitos, y que debía ir a otra dependencia. Una de las personas que me atendió hasta se rió de mí, cuando desesperadamente le pedía que me ayudara, que hiciera algo.

También llamamos al número de emergencia 9-1-1. Y luego de la llamada, se comunicaron con nosotros por teléfono varias veces, pero nunca llegaron al lugar dónde secuestraron a mi hermano. En ese punto estaban mis papás mientras yo trataba de buscar ayuda denunciando y alertando a las instituciones de la policía.

 En el lugar del secuestro, junto a mis padres y los amigos de mi hermano que atestiguaron el secuestro, había unos policías de una Unidad de Policía Comunitaria (UPC) cercana que los amigos lograron contactar apenas se llevaron a mi hermano. 

Ninguno tenía mayor intención de empezar un operativo de búsqueda. Hacían preguntas, pero sin moverse, ni llamar a nadie, solo tomaban testimonios de los amigos con los que había estado mi hermano. No parecían darle la importancia al hecho de que un grupo de delincuentes había secuestrado a alguien. 

A las 11 de la noche, unas tres horas después de que cuatro sujetos se lo llevaran, mi hermano, que había sido liberado por sus secuestradores, consiguió que alguien le prestara un teléfono y nos llamó para que lo recogiéramos.

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Estaba bien. Le quitaron todas sus pertenencias y se llevaron su carro. Los delincuentes le habían dicho que necesitaban el vehículo para cometer otro delito: asesinar a alguien en otra ciudad. 

Con esa información, la urgencia ahora era denunciar el robo del auto, para que cualquier cosa que sucediese o se hiciese con ese carro, no pudiera ser atribuida a mi hermano, su legítimo dueño. 

Pero eso tampoco fue fácil.

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Inmediatamente después de confirmar que estaba bien, mi hermano se fue con mi papá a poner la denuncia en la Fiscalía General del Estado, en la avenida 9 de octubre y Patria. Eran las 11:30 de la noche. 

Ahí los redireccionaron a la Unidad de Flagrancia de la Fiscalía, que está a unas cuadras. Ya ahí, les dijeron que no, que debían presentar su denuncia en la oficina de la Policía Judicial, en la avenida Tomás de Berlanga. Sí, exactamente donde yo había ido un par de horas antes, y me dijeron que no me podían atender porque en ese momento el delito era un secuestro. 

Ahora era el robo del carro. 

Fueron hasta la Policía Judicial y ¡sorpresa!: no había sistema. Les dijeron que regresaran al día siguiente.

Después de haber visitado tres oficinas diferentes, y aproximadamente cuatro horas después de su secuestro y tres intentos de poner la denuncia por el robo del carro, recién pudieron presentarla a las ocho de la mañana del día siguiente. 

Entre el 1 de enero y el 1 de junio de 2024, la Unase atendió 87 casos comprobados de secuestros. No quiere decir que hubo 87 secuestros en todo el país. Quiere decir que 87 personas lograron denunciarlo y la Unase pudo comprobarlos. En el Ecuador, según una publicación de la organización no gubernamental Participación Ciudadana, en 2023 el 90% de los delitos permanecen en la impunidad.

Me pregunto cuántos de esta impunidad tiene que ver con las trabas que el sistema le pone a las víctimas. Y estoy segura que estas trabas hacen que en el Ecuador, apenas dos de cada diez delitos se denuncien, según un informe del laboratorio de políticas públicas Ethos de México.

§

Tres meses después del secuestro de mi hermano, un taxista me chocó a la bajada de un puente en Quito. Por el tráfico, iba a muy baja velocidad, cuando el taxi golpeó mi carro con fuerza, por detrás. Después del estruendo, me tomó unos segundos entender qué había pasado. La boca me sangraba, pero fuera de eso, estaba bien. 

Entonces, me estacioné a un lado de la avenida, para revisar qué había pasado y conversar con el conductor que me chocó. Pero él nunca se detuvo. 

Se fugó.

En Ecuador, de acuerdo al Código Orgánico Integral Penal (COIP), quien ocasiona un accidente de tránsito y huye del lugar de los hechos, debe ser sancionada con el máximo de la pena correspondiente a la infracción cometida.

Taxi chocado

Esta es la fotografía que otro conductor tomó del taxi que me chocó antes de que se fugara.

Otro conductor tomó una foto del taxi antes de que se fugara en la que se puede ver la placa y me la pasó. En un sitio web de información pública, pude encontrar los datos del conductor. Con ese nombre, encontré su número de Registro Único de Contribuyentes (RUC), la identificación tributaria de todos los ecuatorianos. 

Ya con esta información, pude ver más datos en el Servicio de Rentas Internas (SRI) y en la página de la Agencia Nacional de Tránsito (ANT). Con la placa también encontré que el taxi pertenece a la Cooperativa Capitán Galo Miño. Descubrí, ya sin sorpresa, que hasta la fecha del choque, el 28 de agosto de 2024, el “conductor profesional” Pilco Gualoto, que se dio a la fuga, acumulaba 65 multas de tránsito. 

Este taxista ha cometido tantas infracciones que me pregunto cómo sigue manejando tan campante. Entre ellas: parquear en lugares prohibidos, desobedecer a un agente de tránsito, no utilizar cinturón de seguridad, cambiar bruscamente de carril, llevar en brazos o en sitios no adecuados a personas, animales u objetos, conducir sin salvoconducto, entre otras. 

Todas estas contravenciones se supone que restan puntos de su licencia de conducir. 

Cada conductor en Ecuador tiene 30 puntos en su licencia, y con cada infracción se van restando. Al perder los 30 puntos, se supone que esa licencia se suspende por 60 días y el conductor debe tomar un curso obligatorio. Al aprobarlo puede recuperar únicamente 15 puntos. 

Si le quitaran un punto por cada infracción, aunque por lo general se pierden más, este taxista ya hubiera perdido su licencia más de dos veces.

¿Cuántas veces le han suspendido la licencia a este conductor? ¿Tendrá puntos? ¿Debería estar tras el volante? 

Me atrevo a decir que no. Pero gracias al ineficiente sistema, la poca información y la falta de voluntad de los funcionarios en las diferentes entidades a las que fui, esta persona sigue en las vías poniéndonos en riesgo a todos. 

Los accidentes existen. Pero es el hecho de darse a la fuga muestra de cuerpo entero al taxista que me chocó y a la seguridad de él de que goza de total impunidad. 

De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), en el primer trimestre del año 2024, se registraron 4.868 siniestros de tránsito en el país. Los choques representan el 46,69% de estos. En Quito, son la primera causa de muerte de hombres jóvenes

Hace unos días, ironías de la vida, entrevisté a Jean Todt, enviado especial de la ONU para seguridad vial, y ex director de la escudería Ferrari de la Fórmula 1. Todt dijo que la única forma de reducir los siniestros era que la gente que infringe la ley sea sancionada, y que sean sanciones tan severas, que los conductores les tengan miedo. 

Pero como vemos, esto parecería un chiste del cual el conductor Pilco Gualoto de la Cooperativa Capitán Galo Miño puede reírse, gracias a la impericia de la Fiscalía, los agentes de tránsito y la justicia ecuatoriana. 

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En fin. Después de hacer los trámites con el seguro de mi auto, dejarlo en el taller e ir a que me revisaran la herida de la boca, quise poner una denuncia. 

Otra vez, fue imposible. 

Empezó el dolor de cabeza, ¿a dónde voy?

Ese día fui a dos instituciones: la unidad de flagrancia de la Fiscalía en la avenida Patria, frente al parque El Ejido, a la entrada del centro de Quito. Ahí me redirigieron a la unidad de la Policía Judicial —la que ya había visitado en mayo, cuando secuestraron a mi hermano. 

En la Policía Judicial me dijeron lo que ya había escuchado antes: ellos no receptan denuncias por delitos de tránsito y debía ir a flagrancia, de donde venía. 

Le expliqué y les pedí que hicieran algo. Les dije que estaba intentando hacer lo correcto, que estaba dispuesta a pasar por la burocracia y el trámite con tal de denunciar a esta persona que claramente es un peligro tras el volante. Que mientras yo estaba tratando de denunciarlo, él seguía conduciendo, que podía llegar a matar a alguien —si ya no lo había hecho.

No recibí ninguna asesoría. Ni siquiera sabían a dónde mandarme, era un megáfono humano que repetía que ahí no era.

Me fui con mi frustración, rabia y desconcierto. “Por eso nadie denuncia” pensé. Es complicadísimo saber qué delitos atienden en qué oficinas y en qué tiempo. 

Al día siguiente, dejé de lado mi impotencia y, llena de un deseo de justicia, lo volví a intentar. 

Pregunté a varios amigos y contactos a dónde debía ir. Varios coincidieron en que debía ir a la Fiscalía de Tránsito. Fui a la dependencia que queda en la avenida Eloy Alfaro y Carlos Tobar, frente al parque La Carolina. Aunque sí es una oficina de la Fiscalía, ahí ya no atendían delitos de  tránsito. 

Caminé las tres o cuatro cuadras que la separan de la Unidad Judicial de Tránsito.

Desde la entrada, los policías que resguardan el lugar, me dijeron que ahí no me iban a recibir la denuncia: que tenía que haber ido menos de 24 horas pasado el choque. 

Les expliqué todo lo que había recorrido, que apenas había pasado el día anterior, pero la respuesta siguió siendo negativa. Me dijeron que me iba a tocar contratar un abogado privado  que llevara el caso, pero que si los daños no superaban los dos salarios básicos (920 dólares a 2024), no había nada que hacer.

Tener todos los datos de este conductor —placa, dirección, correo electrónico, cédula, multas, teléfono—no me servía de nada. Nadie me dejaba pasar de la entrada.

De tanto insistirles, los agentes me dejaron pasar a un piso donde hay asesores de la Defensoría Pública para que me explicaran el proceso. Aunque con más calma, no me dijeron nada nuevo.

Me explicaron que, como el señor taxista se fugó, nunca hubo una citación de un agente de tránsito, y que como yo no seguí al conductor hasta que se detuviera, ese delito ya no era flagrante. 

Sin esa citación del agente metropolitano tampoco había constancia del choque, sin importar que yo tuviera fotos. Y solo cuando tuviera una factura que muestre que los daños generados superan los dos salarios básicos, podían iniciar un largo proceso de investigación sin garantía de nada.

Les pregunté que por qué la factura, que si chocar a alguien y luego huir no era suficiente. Me contestaron que era solo una contravención (de las que este señor ya acumula algunas) y por tanto, me dijeron sin decirme, lo mejor era no hacer nada. 

A la salida, escuché cómo cada persona que entraba con la intención de denunciar era recibida con el mismo repertorio de la indiferencia: “hace cuánto tiempo fue”, “uhhh entonces aquí no le podemos ayudar”, y el triste clásico “tenía que venir ese rato”.

¿Quién, inmediatamente después de ser asaltada, secuestrada o chocada sale corriendo primero a la policía? Primero, ¿a qué policía? ¿Dónde está la guía que dice para qué delito en específico hay que acudir a  X o Y oficina?

Parece que es más importante atinarle a la oficina correcta, antes de que se pase el tiempo de flagrancia, a que las víctimas se sientan asistidas. Y encima de todo, ojalá no corra una con la suerte de que no haya sistema. 

§

Todo esto me hizo entender que denunciar es terriblemente difícil y que quizá ahí empieza la indignante impunidad en Ecuador. Te mandan de un lugar a otro, aun sabiendo que no vas a encontrar una solución, solo se lanzan el problema entre una institución y otra, como una pelota de indolencia. Todos dicen algo diferente, tanto, que llegué a convencerme de que en realidad, nadie, ningún funcionario, sabe qué hacer, solo saben que no les corresponde a ellos.

Después del secuestro de mi hermano escribí una guía para saber cómo reaccionar ante estas situaciones. 

En esa ocasión entrevisté a un agente de la Unase. Me dijo que él mismo había capacitado a todas las intendencias de la Policía para que en todas recibieran denuncias por todos los delitos. Pero en la práctica eso no es así. Las personas que hemos sufrido un delito y buscamos asistencia nos sentimos perdidas, abandonadas e ignoradas por un sistema que no parece que quiere resolver, sino tirarle el problema a alguien más.

¿Cuál es el resultado? Una ciudadanía que no denuncia, no por miedo, sino por desconocimiento, o por el desgano que da encontrarse con tantas puertas cerradas cuando se intenta hacer lo correcto, por la apatía con las que se tratan los casos.

Al final, así tenga seguro, este accidente de tránsito, que no fue mi culpa, me ha generado gastos, gastos que debería pagar el conductor al que hasta ahora no he logrado denunciar.

Camila Giron 150x150
Camila Girón
(1996). Periodista colombiana. Reportera de redes sociales y gestora de audiencias en GK.
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