La primera vez que Michelle* se sintió incómoda en una clase, cursaba el primer semestre de la carrera de Derecho. Tenía 19 años cuando, un día, su profesor le comentó a los estudiantes que esa tarde tenía un baby shower y debía comprar ropa azul porque el bebé sería niño. “Entonces le dije que por qué solo azul, que eso fomenta los estereotipos. Que podía comprar algo rosado para un niño. Y me respondió, en tono muy déspota, que en mi casa no me supieron criar bien pero que en la casa de él, ‘los valores priman’”. 

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Los compañeros de Michelle se rieron; ella se sintió humillada. Decidió que ese día no hablaría más. 

Unas semanas después, en la misma materia, alzó la mano para opinar. Michelle dice que su profesor no le dio la palabra. Y cuando lo hizo, y ella comenzó a intervenir, la interrumpió y no la dejó continuar. Esa actitud se repitió. 

En los siguientes meses, cada vez que abordaban un tema sobre derechos humanos, su maestro hacía comentarios para dejarla en ridículo por sus ideas, que ella describe como ‘progresistas’. “Entonces evité participar en clases. Solo quería pasar la materia, no lo quería tener como enemigo”, recuerda Michelle, hoy de 25 años, en una videollamada. 

La joven abogada describe a la universidad como un espacio hostil, no seguro, en el que tenía que pasar casi todo el día. 

Lo que le pasó a Michelle, le ocurre a una de cada tres universitarias, según el estudio De la evidencia a la prevención. Para esa investigación, de PreViMujer y la Universidad San Martín de Porres, se encuestaron a 23.261 estudiantes de 16 universidades del Ecuador. Como Michelle, ellas vivieron algún tipo de violencia —psicológica, física, acecho, acoso— por un profesor, compañero, o administrativo. 

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La materia del profesor que no le daba la palabra a Michelle, era la que tenía más créditos ese semestre. Si no la pasaba, no podía cursar el siguiente. “Me preocupaba tener que verlo siempre. Me generaba ansiedad. Pero no podía faltar. Tenía que callar mis pensamientos”, dice, molesta, al otro lado de la pantalla. 

Lo que ella sintió es, precisamente, una de las principales consecuencias negativas que sufren las estudiantes por la violencia que, según el mismo estudio, está definida como “sentimientos de impotencia y desesperanza”. 

A pesar de esa experiencia, Michelle continuó su carrera. Pero más de una vez, se repitieron episodios similares.

Cuando estaba en tercer año, en medio de la clase, otro profesor le dijo a ella y unas compañeras que eran “feminazis”, un término despectivo para referirse a las feministas por, supuestamente, tener ideas extremistas. Durante su carrera, Michelle se había vuelto más activa en la defensa de los derechos humanos, se reconocía como feminista y eso, dice, incomodaba a varios de sus profesores. 

En sexto semestre, mientras estaba con su pareja, abrazadas y sentadas en el césped, escuchó que unos estudiantes hombres les dijeron “qué asco”. “Para ese entonces yo ya me sentía empoderada. Me paré y les dije ‘qué asco, qué. Eres súper desubicado, no tienes argumentos y eres violento’. Se quedaron impactados por mi respuesta”, dice, y no dijeron nada de vuelta. Pero recuerda que fueron ellas quienes tuvieron que irse lejos de ese grupo: eran más, y de un semestre superior. 

Una vez más, el caso de Michelle está retratado por una cifra que se repite en las universidades del país. Según la investigación de PreViMujer, el 43.4% de estudiantes de la población LGBTI ha sufrido algún tipo de violencia desde que comenzaron a estudiar. 

Y aunque muchos de los episodios que vivió Michelle fueron breves, la violencia que se da en la época universitaria perdura e impacta de muchas otras maneras. Entre las consecuencias más frecuentes están la dificultad para concentrarse en estudios, tareas o exámenes; la disminución del rendimiento académico; las faltas a las clases; el aislamiento o desconfianza de la gente en general. 

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Ljubica Fuentes, coordinadora de la Coalición Feminista Universitaria, explica que además de estas consecuencias inmediatas que sufren mujeres o personas de la población LGBTI, la violencia puede truncar los planes de vida. “Nadie llega a la universidad porque estudiar es un hobby. El título universitario es una realización personal y académica. Es para adquirir una validez frente a la sociedad. Pero la violencia impide que eso se cumpla”, dice. 

La Coalición de la que es parte se formó en 2019 para visibilizar los casos de violencia en las universidades del país. Aunque empezó específicamente en la Central, hoy recoge testimonios y brinda acompañamiento psicológico y legal a alumnas de distintos centros de educación superior. 

Como parte de este grupo, Fuentes ha escuchado a decenas de mujeres contar sus vivencias. Entre esas historias, dice, muchas deciden faltar a clases para no toparse con sus agresores. Esas faltas, continúa, muchas veces se convierten en pérdidas de materias y esas pérdidas de materias, en pérdidas de semestres. 

Eso, precisamente, le pasó a Andrea.

La estudiante, de 25 años, está por graduarse en una universidad privada. Mientras toma un jugo de naranja en una cafetería de Quito, me cuenta que tuvo que repetir su quinto semestre porque reprobó una de las materias. 

Para Andrea, recordar es incómodo pero ha decidido hacerlo para que más mujeres sepan que, aunque parezcan sutiles, hay violencias que pueden afectar por demasiado tiempo.

No recuerda exactamente cuándo, pero sabe que su profesor empezó a hacerla sentir muy incómoda. La miraba de una manera diferente, “no eran miradas apropiadas”. Se paraba muy cerca de su banca mientras ella estaba sentada. Más de una vez le hizo una insinuación que no terminó de entender. “Pero era muy discreto”, recuerda.

Andrea nunca respondió esas insinuaciones. 

Aunque estaba confundida por la actitud del profesor, muy pronto notó un cambio muy evidente en él. “Empezó a pasarme mal las notas. Si sacaba 40, me pasaba 30 en los registros. Frente a mis compañeros decía que era el peor promedio. Me humillaba. Se portaba grosero”, recuerda. 

Muy pronto ir a esa clase se volvió una profunda incomodidad. “No me concentraba. No entendía. Era súper martirizante”.

Algunas veces decidía faltar a clases para no tener que verlo. El estudio de PreViMujer dice que una estudiante que vive violencia en la universidad pierde, en promedio, 13 días de clases al año.

“Perdí el semestre por no acceder a lo que él quería. Me perjudicó mucho en el tema académico. Era una materia súper importante”. Andrea dice que sentía que él “se desquitaba” al calificar sus exámenes.

Esa materia abría las asignaturas del semestre siguiente. Por eso lo perdió.

En ese tiempo estaba tan desmotivada que consideró abandonar la universidad. “Pensaba que todo había sido mi culpa”. Dos años después, afirma que su carrera se retrasó por culpa de ese profesor. Como en ese entonces le costaba identificar lo que había pasado, nunca puso una queja en la universidad. 

Cuando tuvo que repetir la materia, pidió cursarla con otro profesor. Y así lo hizo.

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Génesis Ramírez es abogada y una de las fundadoras de Sororas Violetas, una colectiva feminista que busca prevenir y mostrar la violencia dentro de las universidades. Dice que cuando una estudiante pierde una materia o un semestre, como Andrea, no solo pierde tiempo y dinero. 

“Sienten que están atrasadas con respecto a sus otras compañeras. Muchas veces no les quieren contar a sus padres el por qué, y ellos piensan ‘es una vaga que no quiere ir a la universidad’. Es un sentimiento de frustración y vergüenza”, explica Ramírez. 

Ella lleva más de dos años acompañando a mujeres que han vivido violencia en sus universidades. Por eso, conoce que más allá de perder una clase o un semestre, lo que viven afecta muchos otros aspectos de su vida. 

Ramírez detalla qué ocurre luego de que una estudiante sufre acecho, acoso, discriminación u otro tipo de violencia. Dice que, primero, empiezan a aislarse porque no quieren compartir ni toparse con su agresor. Por ejemplo, dejan de ir a foros, paneles, u otros eventos académicos.

“Estar en un espacio de representación estudiantil ayuda a tener contactos, a posicionarse como un perfil profesional. Cuando una sobreviviente siente que no puede participar más en ese espacio, pierde el interés. Se retrae”, dice. Y agrega que el impacto va más allá: si antes participaban en política, dejan de hacerlo; si eran activas en algún grupo de mujeres, se retiran.

“Se produce una desconexión de su esencia con su proyecto de vida. Hasta dejan de disfrutar las cosas”. 

Ramírez dice que más allá de querer evitar a su agresor, no quieren estar en un espacio donde lo legitiman, donde le dicen “pero él es un buen amigo o buen profesor”, capaz tú le provocaste. Las mujeres se enfrentan a más revictimización, por eso deciden aislarse. 

Eso, eventualmente, afecta su carrera profesional.

Ljubica Fuentes

Ljubica Fuentes es parte de la Coalición Feminista Universitaria que acompaña a víctimas de violencia en los espacios educativos. Fotografía de Nicole Moscoso para GK.

Por ejemplo, Ljubica Fuentes cree que cuando se habla de las brechas laborales, y de por qué hay menos mujeres trabajando en un campo específico, no se piensa en todos los por qué. “En ese ¿por qué no hay más mujeres ingenieras? nadie se cuestiona que probablemente muchas mujeres no sobrevivieron a la universidad por la violencia”, opina Fuentes. 

Para mostrar la frecuencia de estos casos, las cuentas de redes sociales de la Coalición Feminista Universitaria y de Sororas Violetas, publican testimonios anónimos. Son textos breves que evidencian los comportamientos que muchas veces pasan desapercibidos, son ignorados, pero que años después surgen como un recuerdo que se ha bloqueado.

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Haydee tiene 21 años y cuando la contacté para preguntarle sobre casos de violencia en su universidad, me recomendó conversar con una amiga de ella. 

Pocos días después, por mensaje de texto, me dijo que se había olvidado de algunos episodios. Me dijo que había tenido un profesor que siempre les decía a las alumnas que tenían que vestirse “como mujercitas” y una vez le dijo a una compañera que estaba vestida “como para ir a la playa”. Siempre con un tono burlón.

Un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, Haydee fue a clases con una camiseta que decía “el feminismo es la idea radical de pensar que las mujeres son personas”. Su profesor la leyó en alto y luego le preguntó qué pensaba sobre la frase “yo te creo” en referencia a la respuesta de apoyo que reciben las sobrevivientes de violencia sexual cuando deciden denuncar. 

Haydee le dijo que le parecía que estaba bien creerle a las víctimas. Su profesor, dice, le respondió de manera muy grosera que “esa era la perfecta definición de lo que está mal en la vida”. 

Le dijo que por personas como ella es que había hombres inocentes en la cárcel. Que las mujeres se inventaban estos casos. “Toda la clase se refirió a mí. Esa clase me traumó. Es la única en la que me ha ido mal en toda mi carrera. Todavía siento que tengo algunos vacíos porque nunca me atreví a preguntar sobre mis dudas”, dice Haydee.

Como fue un episodio al que decidió no prestarle mucha atención, Haydee ha seguido con su carrera de manera ininterrumpida. Y agradece que no se haya topado con él en los pasillos. 

Pero no todas las mujeres quieren arriesgarse a ver al hombre que la agredió.

Por ejemplo, Natalia, de 24 años, decidió evitar todos los espacios posibles en los que podía encontrarse a Andrés, un compañero de universidad. 

Al otro lado de una pantalla, desde otro país donde cursa un intercambio, Natalia dice que en el segundo semestre ellos compartían varios espacios. 

Eran compañeros de clase, estaban involucrados en campañas políticas dentro de la universidad, militaban en el mismo partido, los fines de semana visitaban barrios como parte de su trabajo de incidencia.

Génesis Ramírez

Génesis Ramírez es una de las fundadoras de Sororas Violetas, que acompañan a mujeres que necesitan acompañamiento legal y psicológico luego de sufrir violencia. Fotografía cortesía de Génesis Ramírez.

 

En la fiesta de fin de semestre, mientras Natalia acompañaba a un amigo que estaba borracho en uno de los cuartos, Andrés, que también había tomado demasiado, se le acercó e intentó besarla. Ellos ya habían tenido una relación sentimental. Por eso, dice Natalia, al principio no le pareció raro. 

“Me cogió de la cintura. Empezó a empujarme hacia la pared mientras yo le decía ‘para, no quiero’. Me preguntaba ‘¿estás segura?’ mientras me intentaba besar a la fuerza. Me empezó a tocar el pecho, las nalgas. Todo pasó muy rápido. Cuando me estaba bajando el pantalón me dio miedo, y lo empujé. Ahí me di cuenta que había puesto seguro en la puerta”, recuerda Natalia. 

Después él la siguió forzando; se sentó en una cómoda e intentó que ella se sentara encima de él. Ahí, dice Natalia, lo pateó y logró soltarse. Como eran cercanos, al día siguiente ella, aún confundida, le contó lo que había pasado. Él le pidió disculpas e intentó besarla de nuevo. Ella no se dejó.

Natalia dice que en ese momento no pensó en la palabra abuso, y trataba de darle una explicación a lo que había sucedido. Tardó algunos meses para reconocer lo que vivió. “Me sentía muy mal con mi cuerpo, sentía que había sido un objeto de alguien. Que no valía nada. Sentía que mi cuerpo se había acabado para mí. No quería ni tener relaciones sexuales con mi pareja”, recuerda sobre cómo fueron los meses siguientes. 

“A partir de ese momento se me hizo muy difícil hacer nuevos amigos, asistir a eventos sociales. No quería verme vulnerable nunca más. No quería mantener una relación afectiva en ese contexto”, dice.

Primero no quería contarle a nadie. Luego le dijo a su grupo más cercano de amigos de la universidad, y más adelante a activistas defensoras de mujeres de la misma universidad. Quería ver cómo podía crear conciencia dentro del espacio académico sobre estos temas. Pero no tenía la intención de hacerlo público.

Eso cambió el día que se enteró que Andrés sería candidato en las siguientes elecciones de la facultad. Decidió contar su historia en redes sociales obviando el nombre de él. Su relato tuvo impacto: organizaciones dentro de la universidad se pronunciaron, recibió apoyo de varios espacios, otras mujeres se atrevieron a denunciar sus casos.

Reconoce que eso fue lo más positivo. 

Pero en los siguientes años, sus intereses cambiaron. Dejó la representación estudiantil. Dejó de sentir interés de participar en política. Tenía miedo que la estigmaticen, que digan que ella le destruyó la carrera política a Andrés, y que solo lo denunció por sus intereses. 

Como las casi 8 de cada 100 estudiantes que sufren violencia en las universidades, Natalia decidió ir a la psicóloga. 

Cambió su forma de hacer activismo. Antes, dice, era una persona mucho más activa; llegó incluso a ser candidata a concejala de Quito. Ahora, se ve muy lejos de allí. “Jamás voy a volver a un espacio de representación. Me da mucho miedo. Es algo a lo que no aspiro. Me da miedo la controversia, que la gente piense que hago cosas para una plataforma política”, dice Natalia. 

Ljubica Fuentes, de la Coalición, recuerda que las agresiones siempre se dan en una relación de poder. El profesor, por ejemplo, tiene más trayectoria, reputación y dinero que la estudiante. En el caso de los compañeros hombres, también suelen tener más acceso a espacios, por su género. “El problema es que estas personas te pueden cerrar las puertas de la carrera para siempre. Incluso puede influir en tu futuro trabajo”, dice. 

Cuando una mujer o una persona de la diversidad sexual sufre violencia mientras está en la universidad. No marca solo esa etapa sino que puede cambiar toda la vida.

*Todos los nombres de las sobrevivientes son protegidos

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Isabela Ponce
(Ecuador, 1988) Cofundadora y directora editorial de GK. En 2021 ganó el premio Ortega y Gasset. Dos veces ha sido parte del equipo finalista al premio Gabo. En 2019 ganó una mención de la SIP en la categoría opinión por una columna sobre violencia de género. Es consultora para medios de América Latina.
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