Una pareja lanza unas pelotitas fosforescentes al aire y las pasan de mano en mano, sin quitarles la mirada. A su lado, tres jóvenes, vestidos de negro, llevan sobre los hombros unos soportes para parlantes. Los arman en silencio, muy serios. Pronto empieza a sonar la música y uno de ellos, ahora parece muy animado. “Actívate, actívate”, grita debajo de un carpa blanca sobre las gradas del teatro de la Universidad Central del Ecuador, en Quito, que funciona como refugio para los cientos de manifestantes indígenas que han llegado a protestar contra el gobierno de Guillermo Lasso en el paro nacional de 2022.
En el Ecuador, tener que posponer el año a la frase “paro nacional”, se ha vuelto indispensable para diferenciar una protesta de otra. Junio 2022, octubre 2019, junio 2015 —la lista admite cortes y recortes, según quién la haga, pero la realidad es que sin los años, es difícil distinguir unos de otros. Es como los mundiales de fútbol, solo que la disputa carece de alegrías. Bueno, matices: alegría sobra aquí en la Universidad Central. El terror lo vive Quito de la cerca universitaria para afuera.
En la calle frente a la puerta de la universidad, arde una llanta y unos trozos de madera sobre un montículo de tierra. El olor del eucalipto mezclado con el caucho quemado es una fragancia nueva que, al poco rato, se vuelve distintiva. Es un aroma herbal de notas nauseabundas.
Esa llanta parece la frontera entre la fiesta y el miedo. De aquí para allá lo uno; de allá para acá lo otro.
Acá. Cientos de banderas del Ecuador flamean. También ondean unas rojas, cargadas por jóvenes muy jóvenes que reclaman el derecho a la protesta social mientras sobre el hombro cargan los símbolos patrios de regímenes ya difuntos donde protestar no solo estaba prohibido, sino que podía costar la vida. También ondea la Whipala de los movimientos indígenas. Es una bandera colorida y hermosa, que hace juego con el cielo azul intenso de esta mañana de verano quiteño.
El sol ha salido. “Estamos haciendo unas marchas pacíficas para exigir al Presidente que dé luz verde a las peticiones de la Conaie”, dice Luis Iguamba, 43, dirigente del pueblo kichwa Kayambi. “De lo contrario, estamos listos para tomarnos la presidencia de la República”, dice Iguamba. El Ecuador sacó del poder a tres presidentes en menos de diez años y, hasta ahora, cada remedio fue peor que la enfermedad.
Pero si no fuera por las consignas que gritan de vez en vez los manifestantes contra el gobierno de Lasso, parecería que uno está en una fiesta popular, en un festival musical de esos que duran tres días y tienen extensos carteles de artistas. No está tan lejos: el 23 de junio, para celebrar el Inti Raymi, la fiesta del solsticio de verano, habrá concierto en la Central.
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El afiche anuncia el Inti Raymi de la resistencia, ofrece zapateo por la dignidad y “circo, danza y performance”. Será a las 11 de la mañana. Del otro lado de la cerca, no hay cartel que anuncie un concierto en la ciudad de las tiendas desabastecidas, de los negocios cerrados, de los eventos cancelados, de las inauguraciones pospuestas.
Pero de este lado, todo el mundo se mueve con libertad. Por el campus camina seguida por decenas de personas, escoltada por tres o cuatro guardias que evitan que la aplasten, Chullahuevo, una mujer de unos cincuenta años y un metro cincuenta que se ha vuelto famosa por sus videos en Tik Tok. La gente la graba, se toma fotos con ella, le pide salir en sus videos. Una influencer en tiempos tumultuosos.
Detrás de los bustos de Nicaragua, Urraca, Lambaré, Cuauhtémoc, Lempira, Huatey y otros históricos líderes indígenas americanos que flanquean a Alfredo Pérez Guerrero, histórico rector de la universidad, sobre el pasto fresco, hay gente sentada en grupos, conversando. Otros hacen una siesta.
Los malabaristas han avanzado por acá con su paso juglaresco. Ya no tienen pelotitas, sino clavas que equilibran en el aire. Delante de ellos, el busto de Rumiñahui, último general inca, guerrero predilecto de Atahualpa en su guerra fratricida contra Huáscar, sigue mirando al cielo, indiferente.
La gente camina, sale y entra de la universidad, que es un centro de paz en el paro. Arriba, en una cancha deportiva, junto a un coliseo y frente a una explanada de tierra, están estacionadas unas dos decenas de camiones con baldes de madera que han traído a los manifestantes desde la Sierra y la Amazonía.
En una tarima sobre la cancha, habla Leonidas Iza, líder supremo de la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) y del paro 2022 —un título que ha revalidado desde 2019, cuando encabezó la protesta de ese año junto a Jaime Vargas, hoy en el ostracismo por tomar partido en las elecciones presidenciales de 2021.
Más de 300 organizaciones y 11 universidades han firmado una carta pidiendo que Iza y el gobierno dialoguen, pero Iza dice que el paro es indefinido. Las Naciones Unidas y la Unión Europea se han ofrecido a mediar en el diálogo, pero la Conaie dice no estar lista para sentarse a la mesa: exige que se derogue el estado de excepción ordenado por el presidente Lasso y que limita los derechos de asociación y reunión en seis provincias, e impuso un toque de queda desde las 10 de la noche en Quito.
Iza se despide y un grupo de dirigentes toma el micrófono. “Las personas que no se han servido la comida, tengan la bondad, se acabó la comida acá, pero pasen a servirse al coliseo”, dice un maestro de ceremonias. Las vuvuzelas suenan y la tecnocumbia andina retumba. “Iza, Iza, Iza comienza la paliza”, grita un hombre en el micrófono. El sábado, en una marcha contra el paro, en la Avenida de los Shyris, una señora de pelo morado y uñas a tono, gritaba exactamente lo mismo. Encuentros paradójicos de un país partido.
“No cobardeemos”, grita otro dirigente en el micrófono. “Los policías son policías, los militares son militares, humildemente preparados por sus padres”, le recuerda a una audiencia que a ratos lo escucha pero pronto se dispersa.
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Horas después, cuando el sol se pone y una lluvia fina empieza a caer sobre ambos lados de la cerca, a apenas cuatro cuadras de la Central, la avenida Amazonas está desierta. Son casi las siete de la noche y todos los locales están cerrados en una vía que, a esta hora, suele estar atestada de gente. Pero los oficinistas que salen a sus casas, los turistas que regresan del parque El Ejido o del Centro Histórico, la gente con hambre en busca de un pollo asado, un arroz con menestra, o unas papas con cuero, no está. Está recluida en su casa.
En medio de la calle, varios basureros han sido puestos como barricadas. Más adelante, en la intersección con la avenida Patria, quedan rescoldos de los fuegos de la protesta más violenta. Hace unas horas, una turba entró a la Fiscalía General del Estado a saquear archivos y documentos. “Estos desmanes no son protesta social, son delitos”, dice la Fiscal General del Estado en Twitter y llama a la paz y a la cordura.
Pero aquí, al pie de su edificio vulnerado, no hay ni lo uno ni lo otro. Lo que hay es una engañosa calma. La calzada está poblada por grupos de militares. Unos diez han hecho un semicírculo delante de una barricada que aún arde. “Un poquito de calor”, dice uno. “Calientitos, como pollitos”, dice otro. “Sáqueme el buen lado”, le pide otro a una fotógrafa. “¿Por qué no está celebrando el Inti Raymi?”, le pregunta otro. “Diráles que manden una chichita”, bromea: la chicha es la bebida autóctona de los pueblos indígenas del Ecuador.
El entremés de alegría se rompe y vuelve a reinar el terror sobre la calle, tal como hace unas horas y como, se supone, dice la inteligencia militar, volverá a pasar a las 10 de la noche. “Ahí están”, dice un joven militar, la voz en temeroso vibrato. “Vienen con perdigones, coronel”, grita. “Formación”, ordena el oficial. “Están bien violentos”, dice un militar vestido de camuflaje, peto, hombros y rodillera. “Estos son más violentos que los indígenas”, dice y se baja el visor del casco.
Bajo el puente del Guambra, aparecen las escuadras de manifestantes que van a repeler. “Formación, repito, vienen con perdigón”, dice otro oficial.
— ¿Quiénes vienen?, pregunta un reportero
— Munición, traen munición, contesta confundido el militar.
— ¿Quiénes, los manifestantes?, insiste el periodista
— Sí, señor, ¡Formación!, afirma el oficial.
Los militares se forman en filas de diez o doce, es difícil contar en medio de la oscuridad. Del otro lado, el bramido llega. “¡Viva el paro, hijueputa!” y se acaba toda calma.
Las bombas lacrimógenas empiezan a volar en parábolas tóxicas, los proyectiles artesanales silban en la noche y caen, vectores incandescentes, sobre los militares. “Allá están”, dice un militar señalando a una esquina del parque donde, a lo lejos, borroso como un ánima en pena, se ve a un hombre aplicar los fundamentos biomecánicos del lanzamiento de piedras. Otro, devuelve una bomba de gas a los militares.
Una cae en una esquina y pronto la pérfida nube blanca sale de la boquita de “o” minúscula de la bomba como un demonio desembotellado. “Agua, agua, agua”, pide a gritos una voz indistinguible —el agua con bicarbonato es un remedio casero contra los efectos del gas lacrimógeno. “Cigarrillo, lleve cigarrillo”, ofrece un chiclero que insiste en comerciar incluso en medio de la refriega. “Caramelo antibomba, cinco por un dólar”, vocea y avanza.
Avanzan también hacia el puente las escuadras militares. Vuelan y seguirán volando las bombas y del otro lado volarán y seguirán volando los cohetes.
En las calles paralelas, motocicletas de grupos de élite de la Policía esperan instrucciones. “Confirme si necesita refuerzos”, grita un oficial. Su par del ejército le hace un gesto con el índice en el aire y el policía ordena: “Den la vuelta, den la vuelta, nos vamos por la paralela”, las motos giran casi sobre su propio eje, hacen sonar sus sirenas, que guiñan sus ojos bicolores de tiburón martillo y se van.
En la retaguardia quedan algunos oficiales. Un par se acerca al parque y apunta su recortada con cautela. Pero se detiene. “No dispare”, grita una voz y salen cuatro personas con las manos levantadas. “Somos paramédicos”, dicen. El militar da media vuelta y sigue caminando con sus pertrechos y con la recortada abierta a la mitad, lista para ser alimentada, insaciable y voraz, como todas las armas.
La policía avanza encerrando a los manifestantes. En la avenida 10 de Agosto, cerca de una estación del Trolebús, transporte urbano suspendido desde el días en la ciudad del otro lado de la cerca, un manifestante le dice a un carro de asistencia humanitaria que pase, pero cuando ve a los policías acercarse, se escuda detrás del auto, que insiste en avanzar. “Así no, me vas a matar”, le dice con las manos sobre el capó.
Las sirenas se acercan, anunciando el peligro —a diferencia de aquellas que llamaban a Ulises. El manifestante, delgado y de piernas largas, sale corriendo despavorido, levantando las rodillas como si quisiera levantar vuelo en el sprint. Detrás viene la policía con su repertorio de motores, luces, pitidos y gas.
Así será el resto de la noche. Las bombas volarán y caerán en todas las direcciones. Los manifestantes seguirán provocando y atacando a la policía. “¿Qué se necesita para ser chapa?”, preguntará uno a gritos. “¡Ser maricón!” le contestarán sus camaradas. En el país partido, hay taras que nos hermanan.
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Lejos de donde se concentra el desmedido choque de fuerzas callejeras y policiales, decenas de personas tocan las bocinas de sus autos. En la avenida de los Shyris, sigue la marcha contra el paro. En la Universidad Salesiana, que también acoge a los manifestantes que han llegado de la Sierra y la Amazonía, la gente duerme enroscada como orugas en colchas afelpadas, en una cancha techada. Todo sucede en la ciudad dividida, capital del país de nombre imaginario, tan partido a la mitad como secciona el mundo a la mitad la línea ecuatorial que le atraviesa el pecho y le da nombre.