Las consignas se escuchaban con claridad. “Por nuestros niños, por nuestra tierra, por nuestras vidas estamos aquí. Porque ya no queremos sobrevivir, ¡queremos vivir!”, dice una de las manifestantes indígenas que llegó a Quito, desde la comunidad Tigua, en Cotopaxi, el 20 de junio de 2022. Aquella mujer, que vestía una falda azul marino, un saco blanco, un poncho rojo y un sombrero negro, es una de las dos mil personas que, desde Cutuglagua, el límite entre los cantones Quito y Mejía, recibió a quienes también se unieron al octavo día del paro nacional. Los grupos llegaron de tres provincias: Cotopaxi, Chimborazo y Tungurahua.
En Cutuglagua, que sirvió de punto de encuentro antes de avanzar al centro de Quito, los manifestantes hicieron una asamblea cerca del mediodía. Varios dirigentes, con micrófono en mano, en medio del humo de llantas quemadas, repitieron que su principal directriz era insistir en las diez exigencias planteadas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Insistieron que querían una protesta no violenta, y buscaban detectar a presuntos infiltrados en las movilizaciones. Pero muchos gritaban, también, que la única solución era derrocar al presidente de la República, Guillermo Lasso.
De fondo, una pequeña orquesta con trompetas y bombos tocaba “déjame llorar corazón”.
– ¡Que viva el paro!, gritan en coro al final de la canción.
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A las tres y media de la tarde, la caravana arrancó. La ruta fue Pedro Vicente Maldonado —una avenida que ha estado bloqueada de manera intermitente en la última semana de paro nacional por manifestantes que, en ocasiones, han exigido dinero o gasolina a cambio de dejar pasar a la gente que busca llegar a sus casas y trabajos.
Su destino final, decían los manifestantes, es el sector La Villaflora, donde habría otra asamblea popular. A esa hora de la tarde aún no había un centro de acogida que los recibiera. La Universidad Católica de Quito (PUCE) había dicho que no lo haría en las “circunstancias actuales” y que “las condiciones son distintas” a las del paro de 2019. “Hoy preferimos evitar una crisis humanitaria y no actuar cuando se está produciendo”, dijo Fernando Ponce León, rector de la PUCE.
Mientras la caravana en la que iban niños, niñas, adolescentes, artistas indígenas, madres, padres y familias avanzaba, algunos vecinos les lanzaban pan con cola naranja en fundas plásticas. Otros les regalaban galletas y yogurt para los más pequeños.
Wilfrido Taxilema, un hombre indígena que emigró a Quito desde Guaranda, en la provincia de Bolívar, fue uno de los que regala comida a los manifestantes. “Decidí unirme a la lucha social porque no tengo para educar a mis niñas. Trabajo y trabajo y no alcanza. Vengo a apoyarlos porque yo soy indígena, porque yo tuve que irme de mi hogar para intentar prosperar. Pero aquí parece que nunca tenemos futuro”, lamentó Taxilema, mientras limpiaba unas mandarinas.
La caravana recorrió la avenida Maldonado lentamente. Desde los carros sonaban canciones de las bandas Ayllu Brothers, Quilapayún e Inti Illimani. Algunos de sus temas se volvieron populares en la segunda mitad del siglo XX, cuando la Guerra Fría hizo que muchos jóvenes de ese entonces se enamoraran de la música protesta:
— El pueblo, unido, jamás será vencido, repetían, como desde hace décadas ha repetido tantos.
La caravana fue recibida por algunos aplausos. Pero algunas otras personas prefirieron no salir de sus casas pues, dijeron, en días anteriores han sido extorsionados por personas que cerraban esa vía.
A las seis de la tarde, la caravana llegó al redondel de la Villaflora donde, se suponía, era el destino final. Pero allí decidieron agregar una parada. Mientras estaban en los baldes de camionetas y camiones, la Universidad Salesiana había anunciado que los recibiría. Por eso, decidieron seguir el recorrido por la avenida Napo hacia el sector de El Trébol, un gran intercambiador de tráfico que conecta a Quito con sus valles y el norte para llegar a la universidad. Pero no pudieron.
Un contingente de al menos cien policías cercó la entrada a El Trébol. Al ver la barrera, decenas de manifestantes saltaron de los vehículos e intentaron caminar y saltarse el bloqueo a pie.
Tenían palos en sus manos y pedían que se les permitiera cruzar la ciudad. En ese momento de confusión, la primera bomba lacrimógena fue detonada por la Policía Nacional. Le siguieron al menos setenta más, desde las siete y media de la noche. Las bombas cayeron durante casi dos horas.
El humo del gas lacrimógeno cubrió el aire. Un grupo de 15 paramédicos voluntarios llegó y ondeó su bandera blanca para atender a los heridos. Al menos dos personas fueron impactadas por bombas lacrimógenas. Otras fueron asfixiadas por el gas.
Varios manifestantes, para intentar contrarrestar los efectos del gas, quemaron plantas que, según la Policía, causaron un incendio en la zona. “Tenemos que quedarnos aquí por nuestros compañeros. Nadie se puede ir”, dijo uno de los manifestantes.
En la zona casi no había periodistas. Además del equipo de GK había cinco reporteras más. Salir de la zona fue difícil. El ingreso de vehículos no era posible porque las entradas habían sido bloqueadas. Las rutas hacia El Trébol, tanto sur como norte, estaban llenas del humo blanco que deja como rezago el gas lacrimógeno.
Apenas quince minutos antes de que empezara el toque de queda, que rige en Quito desde las 10 de la noche, los manifestantes seguían allí, alineados como estudiantes formados, preparándose, decían, para buscar a sus compañeros que durante algunas horas desaparecieron.
Varios de ellos —con los ojos vidriosos— bajaban el rostro. Sus manos ansiosas tocaban su rostro. Miraban hacia la izquierda. Luego, cautelosos, observaban a su derecha para vigilar que nadie los agrediese. Tenían miedo. “Nadie se va si uno de nosotros se queda aquí; no podemos dejarlos”, dijo uno. Algunos intentaron cruzar hacia el norte de la ciudad por la quebrada aledaña a la avenida Oriental. Pero cuando bajaron, policías detonaron más bombas lacrimógenas para impedir su paso.
Cuando comenzó el toque de queda, a las 10 de la noche, los manifestantes comenzaron a agruparse para buscar un lugar donde guarecerse. Muchos volvieron a los camiones estacionados cerca de El Trébol. Media hora después, mientras los paramédicos aún atendían a personas afectadas por el gas, los policías se marcharon desbloqueando el paso que, pocos kilómetros más allá, estaba tomado por manifestantes que amenazaban con golpear a los carros que pasaban por ahí.