Sobre territorios ancestrales, disputados durante siglos de utopías políticas y violencias, las jóvenes naciones latinoamericanas rearmaron geografías, dibujaron fronteras, negociaron territorios, recursos, jerarquías étnicas y poder. También, construyeron nuevos paisajes simbólicos y movilizaron afectos. La visualidad y la narrativa independentista oficial sacralizó relatos históricos, genealogías, imágenes y panteones de héroes. 

No obstante, la idolatría patria construida por Iglesia y Estado, así como el arte nacional y su correlato monumental han sido contestados por revisionismos históricos, discursos y prácticas ciudadanas en toda Latinoamérica. 

Esta tensión se activa en contextos de disputas por el arte, la política, la ciudad y la memoria. Lo observamos en los debates sobre el mural del artista Okuda San Miguel, pintado sobre el frontis de un antiguo cine de la avenida 24 de Mayo en el Centro Histórico de Quito. 

La selfie del momento tiene como fondo un patrimonio en ruinas, producto de largas políticas de abandono social. La “24” es hogar de familias de la diáspora, frontera y lugar de acogida de los “otros” de la ciudad patrimonial. La pared habla y expresa la tensión histórica entre estética y política, la crisis cultural, las costuras de la patrimonialización y el fachadismo, el gusto como construcción de clase, los contra usos del patrimonio, la ciudad como palimpsesto, pero sobre todo, la enorme dificultad de la política de proponernos nuevos consensos en el presente. 

El mural será inevitablemente taggeado y bombardeado por otras estéticas urbanas. Cuando la seguridad le sea retirada, post bicentenario, es probable que el mural sea olvidado. Volverá la “24” cotidiana y la pared volverá legibles otros textos. Debatir el arte, la monumentalidad y las intervenciones sobre el espacio público es socialmente relevante: implica hablar de apropiaciones, exclusiones e invisibilizaciones estratégicas en la historia.

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En 1922, los “otros” urbanos, gremios y sociedades de carpinteros, voceadores, joyeros y albañiles, indígenas, mujeres, se unieron afectivamente a las celebraciones, mientras la ciudad se proyectaba moderna y las élites urbanas anunciaban festejos oficiales, conciertos, corridas de toros y obras caritativas para los pobres de la ciudad. En días previos a la conmemoración, la ciudad se caotizó debido a su pobre infraestructura urbana, sobre la que se proyectaba una modernidad incipiente. 

Jóvenes estudiantes que venían de Guayaquil a los festejos fallecieron en un accidente y se debatió si suspender o no las fiestas por el luto. Sin embargo, continuaron. 

En torno al centenario de la Batalla del Pichincha, profesores jubilados reclamaron sus derechos, al igual que cuadrillas de trabajadores impagos, despedidos por la Junta del Centenario a puertas de las celebraciones. En mayo de 1922, una sección del periódico El Día afirmaba, con relación a la participación extraoficial de la Sociedad Feminista Luz de Pichincha, “veremos a esas niñas, sacerdotisas de la Patria; risueñas y felices oficiando rito de amor y gratitud en el ara exelsa del fundador de nuestra nacionalidad”. 

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En otra sección, en medio de odas patrias, María Angélica Idrobo, reelegida como su dirigente, afirmaba “es natural que el entusiasmo cuenta por doquier; el humilde labriego, el opulento propietario, el débil niño, el desvalido anciano, todos a la medida de sus fuerzas… En este día de gloria no podría faltar, no, el entusiasta saludo de la mujer quiteña. De las mismas mujeres que educaron a los heroicos soldados de la libertad”. 

Zoila Ugarte de Landívar, a quien reconocemos como la primera mujer periodista y una de las fundadoras del feminismo ecuatoriano publicó el 28 de mayo de 1922 en el mismo diario un relato sobre la vida de Manuela Cañizares en que reclamaba los nombres de otras mujeres: “Entre las hijas del pueblo hubo muchas que se sacrificaron por la Independencia; casi todos sus nombres son desconocidos por las generaciones presentes”. Las luchas de los subalternos por derechos, igualdad, trabajo y dignidad de 1922 cerraron trágicamente el 25 de noviembre con la masacre de cientos de obreros en Guayaquil bajo el gobierno del Pdte. José Luis Tamayo.

Una suerte de candado histórico elude constantemente la contracara de la historia patria. 

Con frecuencia permite hacer usos de la subalternidad de manera estratégica y estetizar la política. Como el gesto de incorporar y nombrar al “otro” en los repertorios de la nación blanco-mestiza: mujeres, nociones vagas de “pueblo”, sujetos indígenas, campesinos y afrodescendientes, con frecuencia desde el canon costumbrista, el folclore o el patrimonio. Como al erigir y luego olvidar monumentos como el vecino de Okuda San Miguel: la obra de Francisco Durini de 1922 dedicada a los sin nombre del 24 de mayo de 1822. Como en la versión temprana del realismo social y el arte indigenista de las primeras décadas del Siglo XX: habla el subalterno a modo de ventriloquía. Como en otros murales públicos sobre el bicentenario producidos desde instancias oficiales y ampliamente polemizados desde lo social. Como cualquier obra que intenta una apropiación cultural de mujeres indígenas y lo tiene que justificar, despolitizando el debate con viejas ideas sobre la hibridación cultural o glocalización. 

Así, la representación blanco-mestiza del “otro” en discursos y visualidades oficiales aparentemente lo incluye en el cuadro de la historia, en el mural, en la pintura, en el arte, en la comunicación. 

Al mismo tiempo, lo fetichiza y extrae de la historia. Basta recordar que el mismo año que se creaba la Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1944, nacía la Federación Ecuatoriana de Indios (FEI). El indigenismo se consagra como el arte nacional en un siglo de levantamientos, luchas indígenas y violencias históricas. País escindido aún. 

Resulta ingenuo pensar que una lectura sea posible por fuera de la política, del contexto descolonizador e iconoclasta, de los debates latinoamericanos sobre la auto representación de pueblos originarios y nacionalidades indígenas, o de la propia voz de las mujeres y las disidencias. 

La manipulación política de los símbolos, personajes y afectos ciudadanos ha sido una constante en la vida nacional, así como revisitar constantemente nociones de “libertad” o “emancipación” asociados a las luchas feministas en contextos de violencia y desigualdad estructural. 

Incorporar a una mujer como heroína, ascenderla a generala, mostrarla anacrónicamente mestiza parecen ser gestos simbólicos, aunque no por ello menos paradójicos. 

Por un lado, proponen una lectura desde el presente y, por otro, contribuyen a una falsa visibilización en un contexto de desigualdades persistentes. Si el recurso a la historia tiene sentido en un contexto de espectacularización integrada, nos queda preguntarnos, como país, sobre las formas cómo el Estado Plurinacional que habitamos ha transformado o no la experiencia histórica.

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La patria es patriarcal en su origen. Nombrarla y representarla femenina es una falsa alegoría de la dominación y conquista. La patria ha requerido formas de consenso ciudadano. En el paisaje de las celebraciones de la primera modernidad, como hoy, la calle ha sido su espacio de disputa. 

La patria armó rituales públicos secularizadores, que superaran la toma procesional y religiosa de las calles y dieran paso a coreografías cívicas modernas. Se construyó toda una poética cívica que desplegó su teatralidad sobre los cuerpos y multitudes, movilizó afectos y sentidos de pertenencia a través de la performatividad colectiva, imágenes alegóricas reiteradas a lo largo de un siglo. 

La historia oficializada se asentó por vía de pedagogías de monumentos públicos, arte, literatura, aulas, medios y corporalidades cívicas. Pero también, en el contexto de reproductibilidad técnica de las imágenes desde inicios del siglo XX, a partir de la formación de una nueva visualidad. 

Una nación libre, independiente, moderna requería un nuevo espejo para mirarse, una estética que pudiera sentirse como propia. Esta se instaló a través de la fotografía, el arte y sus nuevas esferas de circulación a lo largo del siglo XX. El sesquicentenario desplegó como nunca antes estas visualidades con desfiles, cinematografía, los cuerpos coreográficos de estudiantes y desfiles militares que expresaron el desarrollismo imperante en la dictadura. 

La memoria de la patria también ha sido un espacio en disputa desde la representación en el arte contemporáneo y la insurrección en las calles. Artistas latinoamericanos nos han propuesto un nuevo paisaje estético-político que interviene el espacio público, la memoria y los afectos, plantea apropiaciones y relecturas sobre el sentido común de lo patrio, lo identitario o lo nacional, remueve los panteones de héroes y el patriarcado, subvierte símbolos, textos, nombres y monumentos. 

En Latinoamérica, habitamos tiempos descolonizadores e iconoclastas, donde los discursos son interpelados, los monumentos intervenidos, las paredes pintadas, las calles habitadas por el arte, las luchas sociales, los feminismos y las disidencias. El provincialismo periférico agobia y reformula discursos a contrapelo de derechos que veíamos alcanzados, como el derecho de las mujeres a decidir sobre nuestros cuerpos, derechos por los que sentimos que aún debemos luchar para poder siquiera hablar de libertad o emancipación. 

Que el arte y las paredes hablen y nos propongan una tercera mirada es un respiro, suspende las cosas, abre un intersticio. Es gracias a este ejercicio crítico removedor de fijezas que podemos imaginarnos sujetos capaces de pensar y actuar en el mundo.

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Lucía Durán
Profesora. Investigadora. Especialista en política cultural. Antropóloga visual y urbana. Trabajadora de la cultura capturada por las estéticas contemporáneas las imágenes y las ciudades.

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