Quizá Ecuador nunca sepa cuántos trabajadores fueron masacrados —disparados a mansalva, sin blindaje, escudo o muro que los protegiera— por policías y militares el 15 de noviembre de 1922 en el centro de Guayaquil. 

Hartos de las cruentas e inhumanas condiciones en las que trabajaban, y bajo la convicción de que se reconocieran sus derechos laborales, miles de hombres, mujeres, e incluso, niños, se movilizaron masivamente en la ciudad portuaria. 

Última Actualización: 15 noviembre, 2022
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Para contrarrestar la protesta social, el gobierno ordenó el envío de tropas a Guayaquil. El 15 de noviembre de 1922, cientos fueron asesinados por los agentes del Estado y enterrados en fosas comunes, cementerios. Muchos cadáveres fueron lanzados al río Guayas, con bayonetas incrustadas en sus vientres abiertos para que no flotaran. Desde ese año, coronas y cruces son arrojadas al Guayas, en memoria de la masacre obrera. 

Un siglo después, los trabajadores no son olvidados, pero sigue sin conocerse la cifra oficial de la masacre.

¿Qué pasaba en Guayaquil antes de la masacre y la movilización popular? 

Ecuador y Guayaquil de 1920 —escribe  el investigador Silvio Toscano— estaban ingresando en el mercado mundial en un pleno auge del desarrollo “del imperialismo como fase superior y última del capitalismo y experimentaba su crisis”, incluso después de la Primera Guerra Mundial. Ecuador, dice Toscano, se conectó a ese proceso, principalmente, por la producción y exportación de cacao, el tesoro agrícola que ganó el nombre de “pepa de oro” a escala internacional. 

Para entonces, Ecuador se había convertido en el tercer exportador mundial de cacao. Guayaquil era el corazón de la exportación del producto y el puerto más importante del país —con al menos 90 mil habitantes. Pero no solo creció la industria del cacao, sino también de la electricidad, del gas, los alimentos y el transporte urbano. 

Dice Toscano que, a la par del incremento de las industrias, también se instauró una “relación capital-trabajo asalariado, en constante pugna desde sus inicios”. Explica, en sus escritos de análisis, que, pese al desarrollo industrial que se generaba “en el país existían aún formas pre capitalistas de producción y por ello, había una gran cantidad de trabajadores artesanos, panaderos, peluqueros, sastres, pero también los nuevos trabajadores asalariados dependientes como los ferroviarios, tranviarios, estivadores, cacahueros”, entre otros. 

También estaban presentes los agroexportadores, los banqueros e industriales que estaban vinculadas al poder de turno. Eran ellos, junto a una élite burguesa, cuenta Toscano, quienes dirigían las dinámicas económicas

Mientras los trabajadores crecían, en Guayaquil también se desarrollaban organizaciones sociales. Pensaban, expone Toscano, en un horizonte de luchas por mejores condiciones de trabajo y bienestar colectivo “hasta la transformación de la sociedad capitalista”, dice. 

Tenía un antecedente: en 1896 —un año después de la Revolución Liberal—, más de 4 mil carpinteros que laboraban en la reconstrucción de Guayaquil, emprendieron la primera huelga de trabajadores por el aumento de salarios y la reducción de la jornada de trabajo. Y lo lograron. 

Ecuador, durante esos años, era gobernado por el abogado liberal José Luis Tamayo, que comenzó su gobierno en 1920 y lo terminó en 1924. Tuvo conexiones con el sector financiero: fungió como abogado del Banco Comercial y Agrícola. Y no perdió su vínculo con la entidad, manejada también por banqueros y acaudalados funcionarios. 

Tamayo tenía un estudio jurídico en el que también trabajó Carlos Arroyo del Río. Para el año de la masacre, Arroyo del Río cumplía funciones como alcalde de Guayaquil y llegó también a la presidencia de la República casi 15 años después, en 1940. 

Pese a que el cacao era el principal producto de exportación nacional —llegó a comercializarse en Francia e Inglaterra—, esas mismas potencias comenzaron a comprar cacao en países africanos. Entonces, Ecuador comenzó a depender aún más de la otra potencia a la que exportaba: Estados Unidos. 

En 1920, los efectos de la Primera Guerra Mundial llegaron al país: el precio del cacao descendió y para 1922, el cacao costaba menos de cinco centavos en el mercado de Nueva York. 

Años antes, estuvo sobre los 20 centavos, reseña Toscano. Con el declive del precio, las cosechas también bajaron. Para Ecuador, la crisis del cacao fue uno de los puntos neurales que devino en la crisis. Incluso aparecieron pestes como la monilia, que destruyó gran parte de las plantaciones. 

La crisis económica fue inminente y quienes más sufrieron sus efectos fueron los trabajadores: sus jornadas se extendieron y sus sueldos fueron reducidos. Recuerda Toscano que los salarios se vieron más afectados por “constantes devaluaciones decretadas para transferir las pérdidas de los agroexportadores, comerciantes y financistas, a los sectores laborales, que, por estas medidas debieron pagar más sucres por menos dólares”. 

Pero las élites de poder sí aseguraron su economía. “Llegaron a beneficiarse de la emisión de billetes realizada por los bancos principalmente el Comercial y Agrícola, que se efectuó por encima de las ocho reservas de oro”, explica. Y tuvo efecto: hubo un incremento de la inflación en el país y obligó al Estado a endeudarse con esas mismas entidades

Para Toscano, la crisis del cacao fue, entonces, provocada por una economía mundial que estaba en recesión con efectos nefastos en la economía del Ecuador. Pero, sobre todo, por la negligencia de los dueños de las plantaciones, que “fue asumida por el pueblo a quien le descargaron todo el peso de los efectos del momento económico. Eso provocó un evidente repudio a tal situación de hambre, salarios bajos y desocupación, que hará meditar a los trabajadores en la necesidad de organizarse para enfrentar”, dice él, a dos causantes: el sistema de producción y las clases dominantes. 

Entonces, los trabajadores comenzaron a organizarse. Aunque, antes de 1922, las organizaciones sociales tenían un carácter más liberal y conciliador en Guayaquil —en la Sierra eran más conservadoras aún— comenzaron a generarse nuevas con otro pensamiento. 

Una de ellas fue la sociedad Tomás Briones, que fue la que impulsó la creación de la Federación de Trabajadores Regional Ecuatoriana (FTRE) en Guayas, durante ese mismo año. Entonces, su insignia respondía a la lucha de clases para eliminar “la explotación del hombre por el hombre” y su principal objetivo: “pan, libertad, amor y ciencia”. Fueron doce las organizaciones adscritas a la coalición. Antes, también se habían consolidado gremios de carpinteros, panaderos, ferrocarrileros, azucareros, entre otros. 

La victoria que impulsó la huelga 

La mecha que encendió la movilización del 15 de noviembre de 2022 tuvo un antecedente en octubre: más de mil trabajadores ferroviarios de la estación de Eloy Alfaro de Durán —de la empresa Guayaquil and Quito Railway Company— decidieron paralizar sus actividades. 

El 17 de octubre de ese año, el sindicato ferroviario presentó un pliego de exigencias: jornada laboral de 8 horas diarias, la ley de accidentes, incrementos salariales, reintegro de compañeros despedidos y atención médica. Dieron plazo de cumplimiento hasta el 19 de octubre. 

Estas condiciones de trabajo existían ya en otras partes del mundo. Por ejemplo, en 1906, el industrial alemán Robert Bosch implementó en su fábrica de partes de automóviles la jornada de ocho horas, el respeto del descanso de los trabajadores.

Pero en Ecuador, tales condiciones no existían, pues se mantenían las prácticas feudales de un país aún sumido en una economía netamente agrícola. 

La paralización del ferrocarril fue muy grave. En aquellos años, era imprescindible no solo para el flujo del comercio, sino de la comunidad. La empresa rechazó las exigencias de los trabajadores y fue respaldada por el gobierno. Entonces, los trabajadores emprendieron la huelga y el presidente Tamayo ordenó al Ejército que la disuadiera. No cedieron. Varios huelguistas —envueltos con la bandera tricolor y apoyados por organizaciones como la FTRE—  se tendieron sobre los rieles del tren. 

Días después, el 26 de octubre, los trabajadores y la empresa llegaron a un acuerdo con la mayoría de sus exigencias cumplidas

Esa victoria impulsó la convicción de los gremios y las organizaciones. Comenzó a gestarse una asamblea de trabajadores para redactar pliegos de exigencias ahora en las empresas Luz y Fuerza Eléctrica y de Carros urbanos, que declararon una huelga el 9 de octubre

A ella, se alinearon piladores, aserraderos de madera Santa Rosa, San Francisco, San Luis, el Molino Nacional, El Progreso, La María La Romana, El Arsenal, La Universal, Jabonería Nacional, Casa Americana y La Fama. 

Dos días después, las empresas aceptaron las peticiones. El 13 de noviembre, más trabajadores se unían: los voceadores de diario El Telégrafo, los empleados de la Cervecería Nacional, los choferes, el Centro Femenino Rosa Luxemburgo, la asociación 9 de Octubre, talleres mecánicos, entre otros. 

Los reclamos, entonces, ya no eran por empresa, sino colectivos. Fue así que el 13 de noviembre, liderados por la FTRE, los trabajadores se declararon en huelga general, la primera en la historia del país. 

El 14 de noviembre, Luis Maldonado, vocero de la FTRE, hizo público que apoyaban la baja del dólar como objetivo central de la huelga, ya no al alza salarial. Para los trabajadores, el problema estaba en la diferencia entre el valor del sucre y del dólar. El investigador Toscano dice que se convirtió en una “lucha por el control de divisas”, que afectaba, principalmente, a las principales élites económicas del país. 

Un día después, la masacre 

Ese 15 de noviembre era miércoles. Con la resolución de los trabajadores, Guayaquil estaba bajo su control. No hubo desorden, tampoco violencia durante las primeras horas de ese día: los eléctricos suspendieron sus servicios y el tráfico estaba paralizado, aunque los mismos trabajadores otorgaban salvoconductos. Ese miércoles, también era día de elecciones de las principales concejalías del gobierno municipal. 

La avenida 9 de Octubre —que recorre el centro de la ciudad— era tomada por los trabajadores que desfilaban y marchaban sobre el asfalto. Era una huelga, pero no hubo desmanes, tampoco quiebres en infraestructuras. Pero también había incertidumbre: el 14 de noviembre, un dirigente de la FTRE, Alejo Capelo, fue advertido sobre una arremetida del Ejército ecuatoriano

Pero decidieron movilizarse. Gran parte de los manifestantes fue al cuartel de la policía para exigir que decenas de trabajadores —detenidos por agentes— fueran liberados. Fue ahí cuando empezaron los disparos contra los manifestantes. Policías y militares se dividieron para asentarse en las principales calles de la ciudad. 

Frente al ataque de los uniformados, los trabajadores buscaron armas en almacenes en un intento por defenderse del fuego cruzado. También se armaron con machetes, además cerraron los locales abiertos de la ciudad. Ese día, el presidente Tamayo dijo —ante los medios de comunicación, que decidieron replicar su discurso— que los policías y los militares estaban actuando en “legítima defensa”

Por la tarde, los trabajadores fueron a la Gobernación de la ciudad para exigir la liberación de los detenidos. El historiador Richard Milk, en su libro Movimiento Obrero Ecuatoriano, El Desafío de la integración, reseña que, aunque no se sabe quién comenzó “la chispa del conflicto”, parece “indudablemente que, una vez comenzados los disparos, y siguiendo órdenes previamente entregadas, el ejército llevó a cabo una política deliberada de matar cuanta gente pudiera”. 

Lo demás, se puede imaginar. A la masacre del 15 de noviembre de 1922 la describen como el “bautismo de sangre” de la clase obrera de Ecuador, que vio cómo cadáveres fueron lanzados al río Guayas. Aunque los periódicos de la época decían que los trabajadores estaban fuertemente armados, los historiadores refutan esa afirmación oficial.

“En efecto, la policía y los batallones estratégicamente apostados comenzaron a disparar contra la multitud totalmente desarmada. No voy a describir la carnicería monstruosa que se realizaba por más de una hora y produce la muerte de cientos y quizá miles de trabajadores, incluyendo mujeres y niños”, escribe Manuel Agustín, en su texto La masacre del 15 de noviembre de 1922 y sus enseñanzas. 

Después de la matanza, ejecutada por los batallones Constitución, Zapadores del Chimborazo, Montúfar, Marañón, Artillería Sucre No. 2 y Cazadores de los Ríos, el Ejército desfiló por la avenida 9 de octubre, aplaudido por un grupo de empresarios y personal de los edificios acaudalados de la ciudad. 

La prensa de la época reportó 9 fallecidos y 76 heridos, según los balances oficiales. Pero las calles evidenciaban otra realidad. Historiadores hablan de cientos de muertos. 

Las familias de varios de los fallecidos no pudieron recibir los cuerpos de sus seres queridos: lanzaron ramos de flores atados en forma de cruz. El escritor Joaquín Gallegos Lara tenía 13 años cuando atestiguó la masacre, llevada a la literatura en su novela Las cruces sobre el agua

“Se erguían, flotando sobre boyas de balsa. Eran altas, de palo pintado de alquitrán. Las ceñían coronas de esas moradas flores de cerro, que consagra a los difuntos. A su alrededor, el agua se hacía claridad líquida, pareciendo querer serles aureola”, escribió Gallegos Lara. 

Hoy, un siglo después, los trabajadores no han dejado de salir a las calles. No han renunciado a la organización sindicalista y continúan exigiendo sus derechos en movilizaciones y también en paros nacionales, recordando a los deudos del 15 de noviembre. A aquellas cruces que, decía Gallegos Lara, “eran la última esperanza del pueblo ecuatoriano”

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.
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