En el pabellón de los viejitos —así llaman al área prioritaria de adultos mayores en una cárcel costera de Ecuadorsabían poco de Jorge Glas Espinel hasta hoy.  Pero para Julito*, un hombre afroecuatoriano de 81 años, sin bandera política, a quien la mano izquierda y ambas piernas ya no le responden, el ex vicepresidente, sentenciado por tres delitos, que cumplirá el 40% de sus condenas en libertad gracias a un hábeas corpus, se ha convertido en el reflejo de lo que para él significa la justicia: una balanza de privilegios que nunca se inclinará a su favor. 

Ser negro, ser pobre, estar preso, ser olvidado. A Julito ya nadie lo visita. Son sus compañeros quienes lo cuidan —en realidad, se cuidan todos entre ellos, porque no es el único enfermo. Arman sus pequeñas asambleas entre sillas de ruedas, muletas, trapos rotos, dolores crónicos y lloran, en ocasiones, por la falta de atención médica. 

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En la prisión que los confina hay un solo doctor que, según los presos que allí habitan, puede atender solo a cinco personas al día. En ocasiones, dicen, “desaparece para buscar medicinas”, que muchas veces las consiguen otros presos para apoyar a sus amigos. Y no es una realidad aislada: solo 25 de las 37 cárceles cuentan con un médico general. 

Ellos gimen, se aferran a sus camas con las manos sudorosas por el calor. Y a veces también se alegran por los chistes que los presos más jóvenes les cuentan para pasar los días en aquellas celdas sin ventilación. Julito es feliz cuando mira, con un ojo más ciego que el otro, a un sacerdote que se acerca, o cuando la ayudante de la cocina lo invita a conversar.

Pienso hoy en la música, los gritos, la algarabía con la que Jorge Glasel exiliado, como él se ha autoproclamado— fue recibido a su salida de la cárcel de Latacunga. Pienso en su sonrisa, su terno azul impecable, la caravana que lo ha acompañado. Los médicos que comparecieron en su audiencia, según consta en el acta, han dicho que, además de haber padecido ataques psicóticos, ha lidiado por casi más de dos décadas con espondilitis anquilosante, una artritis crónica que afecta a los huesos, a la columna, a la pelvis. Pero pienso sobre todo en el cielo de Julio: un par de columnas llenas de trapos viejos y camisetas que rodean a la celda que contiene a su mundo. 

Nadie ha negado que Glas esté enfermo y en el derecho a interponer una acción de hábeas corpus que tienen todas las personas presas. Pero, ¿por qué a unos sí —los que tienen poder y bandera política— y por qué otros no —los invisibles, los marginados, los pobres? 

Hoy no quiero detenerme en la legalidad o en la argucia de aquella acción que dejó en el silencio al sistema de rehabilitación, en los  posibles “pactos” y el capital político de un país hundido en la corrupción, la violencia y la desidia. 

Quiero escribir sobre el rostro de Julito —avejentado por la prisión indigna—, su pobreza y su llanto, en la historia que no podré escribir sobre él, porque sabe bien —me lo dijo— que de la cárcel saldrá muerto y no en una caravana de simpatizantes. Julito alguna vez fue un niño, sin educación básica —el 71% de los presos en Ecuador solo llegaron a la escuela, con suerte—, en medio de la pobreza extrema y el consumo de drogas. 

Quiero nombrar a Mauricio, un joven adicto a la hache, quien intentó suicidarse más de una vez con un cuchillo en el cuello, mientras rasgaba con sus dedos ensangrentados las paredes de la  Penitenciaría durante los peores días de abstinencia, sin poder acceder a un proceso de rehabilitación. 

Recuerdo la vida de Mariana*, de 74 años, una abuela que ya no podía caminar, ni comer sin asistencia, pero a quien se le negó una acción de hábeas corpus en esa misma cárcel —la de Latacunga— porque la jueza consideró que “la Constitución lo impedía”. Si no hubiese sido por una organización social que llevó el caso, Mariana ni siquiera hubiese podido acceder al proceso, porque jamás la asistieron ni la Defensoría Pública, ni el departamento de Trabajo Social de aquella cárcel. 

Mujeres como Mariana pueden perder la vida en medio de la burocracia y el olvido. Roberth López, coordinador jurídico de Fundación Dignidad, una organización que asiste a personas presas, me decía que hay acciones de hábeas corpus, que deben resolverse en 24 horas, a las que les dan audiencia después de tres meses. La de Jorge Glas demoró menos de 20 horas y aún con reagendamiento de la audiencia, que debía realizarse la noche del 8 de abril. 

¿Sorprende? No. Ese es el reflejo del sistema judicial del Ecuador, que casi nunca camina sin el escándalo. 

Pienso, además, en la salud mental de Javier*, un joven sobreviviente de las masacres carcelarias, condenado a menos de cinco años por tráfico de drogas, con un profundo estrés postraumático —que incluye pensamientos intrusivos y suicidas—, después de haber visto cómo degollaban, desmembraban y asesinaban a sus compañeros, en un “sistema de rehabilitación” donde solo 2 de las 37 cárceles ecuatorianas tienen un programa para la salud mental. 

Pero ni Julito, ni Mariana, ni Javier son los únicos: son cientos, invisibilizados por el Estado. Ni siquiera las cifras son convincentes. El Centro de Etnografía Interdisciplinaria Kaleidos lo evidenció, en medio de las cifras inconsistentes del Ministerio de Salud Pública (MSP) y el Servicio Nacional de Atención Integral para las Personas Presas y Adolescentes Infractores (SNAI). 

De acuerdo con el Servicio, serían al menos 965 personas con enfermedades graves, 353 de ellas crónicas y 271 corresponden a patologías catastróficas como VIH y tuberculosis a escala nacional. Sin embargo, solo en una cárcel regional, el Ministerio de Salud reportó 650 casos de enfermedades crónicas, duplicando el balance del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de Libertad (SNAI). Las autoridades que custodian a los presos no cumplen ni siquiera con lo mínimo: garantizar su salud y llevar un registro correcto de sus enfermedades. 

¿Cuántos presos están allí, abandonados, en el interior de sus celdas, con los gritos ahogados por el dolor? 

Hablan de políticas públicas, de invertir al menos 12 millones de dólares en atención a salud para este año, pero Julito aún sigue postrado en su cama, sin poder caminar, suplicando una vida digna. Pero no. Para los sobrevivientes de la guerra del poder, para los empobrecidos, los invisibles, los debilitados, para ellos, no. No hay hábeas corpus, ni recepciones masivas —para ellos, esos otros presos, solo hay olvido.  


*Nombres protegidos. 

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Karol E. Noroña
Quito, 1994. Periodista y cronista ecuatoriana. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, los efectos de las redes de delincuencia organizada en el país, el sistema carcelario y la lucha de las familias que buscan sus desaparecidos en el país. Ha escrito en medios tradicionales e independientes, nacionales e internacionales. Segundo lugar del premio Periodistas por tus derechos 2021, de la Unión Europea en Ecuador. Recibió una Mención de Honor de los Premios Eugenio Espejo por su crónica Los hijos invisibles de la coca. Coautora de los libros 'Periferias: Crónicas del Ecuador invisible' y 'Muros: voces anticarcelarias del Ecuador'.

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