¡Hola, terrícola! Este domingo viene con buenas noticias: el 6 de octubre pasado, se anunció que la primera vacuna contra la malaria está disponible. Me llamó la atención que nadie haya saltado de sus sillas, ni abierto las ventanas para gritar que, por fin, la tan ansiada vacuna existe. Pasó un poco de agache, como decimos acá, sin que a nadie le maravillara este fundamental paso para el bienestar de cientos de miles de niños en el mundo.
Vivimos tiempos, más que extraños, ingratos. Cuando se aprobó la vacuna contra la polio, los diarios lo anunciaron en primera plana. Fue una fiesta que Steven Pinker recuerda en En defensa de la ilustración, citando Breakthrough, la saga de Jonas Salk, un libro de Richard Carter de 1966 (hasta ahora, imposible de conseguir):
“se guardaron momentos de silencio, sonaron las campanas, las bocinas y las sirenas de las fábricas, se dispararon salvas. La gente se tomó libre el resto de la jornada, se cerraron las escuelas se convocaron fervorosas asambleas en ellas, brindaban, abrazaban a los niños, acudían a las iglesias, sonreían a los desconocidos y perdonaban a sus enemigos”.
OTRAS HAMACAS
Salk, el inventor de la vacuna, se convirtió en el científico más amado de los Estados Unidos (y el mundo). Declinó amablemente el desfile que Nueva York le ofreció. En Polio, una historia estadounidense, David Oshinsky recuerda que Winnipeg, una ciudad canadiense que tuvo una gran epidemia de polio en 1953, le envió un telegrama de gratitud de 64 metros de largo. En él, iban escritos los nombres de todos los sobrevivientes.
Pero hoy, seis décadas después, el anuncio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) no generó más que unos pequeños brotes de entusiasmo. “Este es un momento histórico”, dijo el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus. “La tan esperada vacuna contra la malaria para niños es un gran avance para la ciencia, la salud infantil y el control de la malaria ”, recalcó. “El uso de esta vacuna además de las herramientas existentes para prevenir la malaria podría salvar decenas de miles de vidas jóvenes cada año”, dijo Tedros Adhanom Ghebreyesus.
Es en realidad, esperanzador: la malaria es una de las primeras causas de muerte infantil en el África Subsahariana: cada año, más de 260 mil niños africanos menores de cinco años. También lo es para América Latina, donde no solo aún hay brotes de malaria, sino que entre 2015 y 2018, los casos aumentaron. Es probable que, al menos en el Ecuador, el invierno que ya muestra sus primeras señas venga con un repunte de la malaria (el dengue y el chikungunya, también).
No sé si es la impresión de un pesimista empedernido (yo), pero no vi que diéramos saltos de alegría por esta vacuna. El mundo parece demasiado ensimismado en sus pantallas: obsesionado con series de televisión, teorías de conspiración y polarizaciones caudillistas.
No me malinterpreten: vivimos un mundo mucho mejor que aquel en que vivió el doctor Salk. Pero la falta de gratitud a eventos decisivos como estos, me hace dudar de hacia dónde se moverá la bisagra de la historia. Hay una especie de cinismo colectivo que es mucho más fuerte que nunca. La falta de confianza interpersonal, la prevalencia de la sospecha y la presunción de la mala fe, no es un mal secundario: puede poner en riesgo nuestro futuro.
No es un lirismo: hay datos duros que demuestran que la confianza interpersonal es mayor en los países más prósperos. Existe una relación positiva entre ella y el PIB per cápita. Los investigadores del sitio estadístico Our World in Data dicen que esta relación se mantiene cuando los investigadores retiran otras variables de la ecuación —mostrando que existe un vínculo entre una y otro. Y como pueden ver en las cifras de Our World in Data, en muchas partes la confianza ha bajado. En Estados Unidos, el declive ha sido sostenido. En Ecuador, apenas 7 de cada 100 personas sostienen que se puede confiar en los demás.
Sin confianza, no hay prosperidad. Sin prosperidad, no hay progreso. Sin progreso, no hay felicidad. No nos damos cuenta que, si seguimos desconfiando de los mismos expertos que nos han puesto en el nivel actual de salud y bonanza general (los datos lo demuestran), a los únicos que nos estamos haciendo daño es a nosotros mismos.
Quien desconfía de ellos, parte de la suposición de que el otro le quiere hacer daño. Por ello, no entabla una relación y, como lo vemos a diario, prefiere encomendarse a tiranuelos, populistas y caudillos que le reafirman sus ideas prefabricadas, sus prejuicios y creencias.
Digo expertos en contraposición a autoridad. La autoridad deviene vertical y es inmutable: un cura, un lama, un rabino, un imam, pero también un caudillo, un general, un dictador la expresa y cae hacia abajo, sin posibilidad de contradecirla. “Los argumentos de la autoridad tienen poco peso: las ‘autoridades’ han cometido errores en el pasado. Lo volverán a hacer en el futuro. Quizás una mejor manera de decirlo es que en la ciencia no hay autoridades; a lo sumo, hay expertos”, dijo Carl Sagan en su libro The Demon-haunted World.
Si retomamos esa confianza en los expertos y en los demás, si partimos de la buena fe y dejamos el cinismo ególatra y nos desenchufamos un poco de las redes sociales (qué gran día fue el 4 de octubre sin Facebook, ni Whatsapp, ni Instagram) y entramos en contacto con nuestro cuerpo y nuestro entorno (como lo recomienda Yuval Noah Harari en 21 lecciones para el siglo 21), quizá podamos seguir en nuestra —hasta ahora— encaminada ruta hacia el progreso.
¡Gracias por leer Mi hamaca en Marte!
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