Ayer Elizabeth Rodríguez, la mamá de Juliana Campoverde, hizo un plantón exigiendo que el gobierno ecuatoriano siga buscando el cuerpo de su hija que fue asesinada y desaparecida hace más de ocho años. Hoy, 27 de enero de 2021, y el martes que pasó —y 4 martes y 4 jueves atrás— Katty Muñoz fue a las afueras de la Fiscalía del Guayas para exigir que avance la investigación por el femicidio de su hija Lisbeth Baquerizo. Las dos madres de víctimas de la más grave forma de violencia de género no sólo tienen que soportar el dolor de haber perdido a sus hijas sino enfrentarse a la indolencia de un Estado que no es eficaz y aumenta y prolonga el sufrimiento.

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Juliana Campoverde tenía 19 años cuando el pastor de su iglesia la mató porque ella había dejado de asistir a su templo y porque se negaba a ser pareja de su hijo. El pastor Jonathan Carrillo hoy cumple una sentencia de 25 años de prisión por secuestro extorsivo. Cuando lo condenaron, en julio de 2019, Carrillo apeló la sentencia. En noviembre de 2020, la Corte Nacional de Justicia inadmitió la apelación y ordenó la “continuidad de la búsqueda indefinida del cuerpo de Juliana Campoverde”, que se debía reactivar en coordinación con el Ministerio de Gobierno.

Pero ha pasado más de un año y la búsqueda no ha seguido. Parecería que el Estado cree que con Carrillo preso, su trabajo está terminado. 

Si es así, las autoridades no pueden estar más equivocadas. No entienden lo que significa una verdadera reparación para las familiares de las víctimas de femicidio. No entienden que Elizabeth Rodríguez no recuperará la tranquilidad hasta saber dónde están los restos de su hija. Así como Katty Muñoz no descansará hasta que el femicida de su hija sea atrapado y condenado. ¿Es tan difícil entenderlo?

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El caso que mejor retrata cuán indolente e indiferente ha sido el Estado cuando debe responder a la violencia en contra de las mujeres, adolescentes y niñas es el de Paola Guzmán y su madre Petita Albarracín. 

Paola se suicidó en 2002 luego de ser abusada y violada sistemáticamente por el vicerrector de su colegio. Durante dieciocho años su madre buscó justicia y sus esfuerzos en el país fracasaron. Petita Albarracín siguió su lucha y consiguió que en 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenara al Estado ecuatoriano por la muerte de Paola. Ella, cuando tenía 16 años, ingirió diablillos antes de ir al colegio y en la enfermería de la institución no hicieron nada para atenderla, no la llevaron al hospital sino que rezaron junto a la camilla mientras agonizaba. El sistema educativo no la protegió de esos abusos. La dejaron morir.

Este año se cumplen 19 años de esta negligencia. Ya el Estado se vio forzado a pedir disculpas por orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero la manera cómo sigue respondiendo muestra que lo ha tomado como un caso aislado, y no como lo que es: una orden del más alto tribunal de la región para que cambie estructuralmente la forma en que aborda los casos de violencia de género. Pero el Estado ecuatoriano no ha entendido la lección en su castigo: casi no ha implementado cambios y obliga a que otras madres, como Elizabeth Rodríguez o Katty Muñoz, salgan a exigir lo que por ser su derecho debería estar garantizado —aquello que el Estado debería hacer sin que se lo recuerden cada semana, mes, año.

Katty Muñoz busca también justicia: que el femicida de su hija pague y el caso no quede en la impunidad. Hoy es un mes y una semana desde que la mataron en su casa, en Guayaquil. Su exesposo, el principal sospechoso, está prófugo. El asesinato de Lisbeth Baquerizo quiso ser maquillado como una caída por las escaleras. Los padres y hermano del marido de Lisbeth Baquerizo, lo habrían ayudado a bañarla, vestirla y pegarle las heridas de la cabeza con pegamento. Un médico hasta firmó un acta de defunción con una causa de muerte inventada. Hay una investigación abierta por presunta corrupción en el caso en el que un funcionario de la Fiscalía estaría involucrado. Hay otra investigación por fraude procesal en la que están involucrados los familiares pero hasta ahora no han rendido versión en la Fiscalía. El caso se diluye como tantos otros, alargando la impunidad y profundizando. 

¿Cómo no van a reclamar Elizabeth, Katty y Petita? ¿De qué justicia estamos hablando cuando demora tanto?

Mientras sigamos viviendo en un país donde la justicia no sólo es lenta sino revictimizante e indolente, los plantones seguirán. Los de Petita Albarracín fueron 18 años, para Elizabeth Rodríguez son ya 9. Que el Estado no permita que pasen más para ella y que la justicia para Katty Muñoz no tarde en llegar como en los otros dos casos.

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El dolor de perder una hija es un sufrimiento inenarrable e incomprensible —casi tan incomprensible como la desidia del Estado y sus funcionarios, que las obligan a padecer el silencio, inoperancia y corrupción de muchos así llamados “operadores de justicia”.