El 12 de diciembre de 2002, Petita Albarracín despidió a su hija Paola del Rosario, como todos los días, antes de que se fuera al colegio. Un día después, Petita Albarracín estaba en Medicina Legal, de pie, frente al cadáver de su hija mayor, luego de conocer que Paola había sido víctima de violencia sexual y esto la llevó a quitarse la vida.

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Desde ese día busca justicia porque los abusos y la negligencia que provocaron que su hija se suicidara aún permanecen —17 años después— en la impunidad.

Paola Guzmán Albarracín sufrió acoso, abuso y violación sexual por parte de Bolívar Espín Zurita, entonces vicerrector del colegio público femenino Miguel Martínez Serrano de Guayaquil. El acoso empezó en 2001, cuando ella tenía 14 años y problemas con dos materias. Estaba en riesgo de quedarse de año. Espín, en ese entonces de 64 años, le ofreció ayuda a cambio de que saliera con él. Sentada en un cafetería de Urdesa, en el norte de Guayaquil, Ingrid Izurieta, su amiga y compañera de clases, recuerda con claridad la primera escena de abuso de la que Paola le habló. Un día —recuerda Ingrid que su amiga le contó— Paola entró a la oficina del vicerrectorado y Espín la arrinconó contra su escritorio, la besó y la obligó a tocarle sus genitales. En octubre de 2002 empezó a violarla.

Por este abuso quedó embarazada. Vanessa Troncoso, otra amiga de Paola recuerda —a través de WhatsApp desde Roma, donde vive ahora— las pruebas de embarazo de orina y de sangre, que Paola le mostró a ella y otras chicas cercanas.

Dos días antes de su muerte, su madre ya la notaba extraña. Era su cumpleaños número 16 y la familia quería festejarla: la esperaron en casa con las luces apagadas y cuando llegó del colegio, sus primos la sorprendieron haciendo ruido con tapas de ollas y ellos, Petita, su abuela y su hermana Denisse, le cantaron feliz cumpleaños. 

“Ella abrazó, besó, pero no era la misma Paola alegre de siempre. Algo le pasaba”, relató Petita Albarracín en la audiencia de fondo en la que fue presentado el caso por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a la Corte IDH, el 19 de octubre de 2015.

Petita Albarracín

Petita Albarracín, la madre de Paola Guzmán, durante la audiencia de la CIDH. Fotografía de la CIDH.

Luego de que se entere de que Paola estaba embarazada, Espín la obligó a realizarse un aborto, dijo Catalina Martínez, directora regional para América Latina y el Caribe del Centro de Derechos Reproductivos, en la misma audiencia

Espín mandó a Paola donde el médico del colegio, Raúl David Ortega Gálvez quien, según contó en la audiencia de la CIDH Catalina Martínez, le dijo que solo le realizaría el aborto si tenía relaciones sexuales con él. Para borrar la huella del primer abuso, a Paola le exigían someterse a otro.

Su suicidio fue un acto de denuncia, explicó —en la misma audiencia de 2015— la médica Ximena Cortés, quien realizó el peritaje psiquiátrico y psicológico para investigar la muerte de Paola. El contexto de vulnerabilidad posiblemente “haya podido provocar el colapso en el que Paola no pudo tramitar más el conflicto y pasó al acto suicida como último recurso”, dijo Cortés.

La audiencia, en la que intervinieron Petita Albarracín, Catalina Martínez y Ximena Cortés, se dio nueve años después de que Petita Albarracín demandara, en 2006, al Estado ecuatoriano ante la CIDH, como responsable por el acoso y abuso sexual, y la falta de atención médica que cobraron la vida de Paola. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos es un órgano de la Organización de Estados Americanos (OEA) que recibe y procesa denuncias de violaciones a los derechos humanos que no se han podido resolver en instancias locales en los 24 países que forman parte de la Convención, entre ellos Ecuador.

Una vez que la CIDH recibe un caso, realiza un proceso conocido como fondo, en el que revisa si en efecto las violaciones a los derechos humanos existieron, para poder darle paso a la Corte.

Antes de la demanda ante este organismo, hubo una denuncia ante la Fiscalía en Ecuador. Al día siguiente de la muerte de Paola, su padre, Máximo Guzmán, denunció a Bolívar Espín, por acoso sexual, violación e instigación al suicidio. En octubre de 2003, su madre se sumó a la causa penal como denunciante particular. Pero el caso no prosperó. Los procesos legales han tenido demoras injustificadas y negligencia. 

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La Fiscalía solo investigó el acoso sexual, y no la denuncia de violación e instigación al suicidio.  Y, aunque hubo una orden de prisión preventiva contra Espín, nunca lo detuvieron porque dijeron que se encontraba prófugo. Según contó Catalina Martínez, del Centro de Derechos Reproductivos, en la audiencia de 2015, se sabía que él nunca salió de Guayaquil. 

En esa audiencia de fondo, que se realizó en Costa Rica —en la sede de la CIDH— 13 años después de la muerte de Paola y a la que el Estado ecuatoriano no asistió, Petita Albarracín tuvo que revivir los detalles de la dolorosa muerte de su hija.

Estado ecuatoriano

El Estado ecuatoriano no asistió a la audiencia de la CIDH en 2015. Fotografía de la CIDH

En febrero 2019, cuatro años después de esa audiencia, la CIDH remitió el caso a la Corte, luego de constatar que cumplía con los parámetros establecidos. Es el primero de violencia sexual en el ámbito educativo que llega a este organismo. Hoy es la audiencia de juicio y en el lapso de un año, la Corte deberá dictar una sentencia que podría por fin darle cierre al luto de Petita Albarracín y su hija menor y hermana de Paola, Denisse.

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El 12 de diciembre de 2002, Paola —de 16 años y posiblemente con un hijo en su vientre producto de una violación— ingirió fósforo blanco, comercializado en esa época como diablillos —un compuesto tóxico en forma de pastillas, utilizado para la fabricación casera de explosivos— antes de subir al bus que la llevaba a clases. En el camino, le contó a sus amigas lo que había hecho. Al llegar al colegio, cuenta Vanessa Troncoso, ella y sus amigas estaban desesperadas, querían salvarla.

Vanessa Troncoso dice que Paola era su mejor amiga y recuerda que juntas corrieron al bar del colegio para darle agua con sal, para que vomitara. Aunque han pasado 17 años, es la primera vez que Vanessa Troncoso habla sobre su amiga públicamente. No lo había hecho antes, me dice, porque detestó cómo los medios abordaron el caso cuando ocurrió. Ha intentado enterrar en su memoria esos días que aún le causan dolor. 

Paola estaba adolorida y sus amigas la llevaron a la enfermería. Allí, el médico del plantel, la inspectora general y el vicerrector, fueron informados de que había ingerido 11 diablillos. Pero nadie hizo nada.

El médico Raúl Ortega Gálvez, quien le exigió sexo a cambio de un aborto que hasta hoy no está  claro si ocurrió, dijo que ya no había nada que hacer. La inspectora general, Luz Arellano de Azán, le sugirió a Paola que se ponga a rezar y a “pedirle perdón a Dios” por lo que había hecho. El vicerrector, su agresor, se limitó a cuestionar los motivos de su decisión de ingerir esa sustancia tóxica. 

No le dieron atención médica. No buscaron ayuda fuera del colegio ni la llevaron  de emergencia a un hospital. No llamaron a su madre a decirle que su hija estaba muriendo. Fue Vanessa Troncoso quien llamó a Petita Albarracín y le contó lo que estaba pasando. “Yo viví esos momentos como los peores en toda mi vida. Odié a ese hombre como nunca antes había odiado a alguien”.

Petita Albarracín no olvida las escenas antes de perder a su hija mayor. “Llegué y ella me abraza y me dice ‘mamita, perdóname’. Y ahí estaba el vicerrector, pero yo sin saber nada. Este hombre me dice ‘coja y lleve a su hija al hospital’, y yo me la llevé”, contó en la audiencia de 2015.

Compañeras de Paola Guzmán contaron, en ese entonces,  que los tres funcionarios esperaron a que llegara su madre y fuera ella quien se encargue del traslado a un hospital. Esos minutos, tal vez, podrían haberle salvado la vida. Si se hubiera actuado a tiempo, si los empleados del colegio hubieran tomado las medidas necesarias, hoy Paola tendría 33 años.

En el hospital público, los médicos dijeron que Paola iba a morir. Había pasado demasiado tiempo. La hermana de Petita Albarracín le ofreció plata para llevarla a una clínica privada. Querían salvarla. Pero esa noche Paola agonizó. Petita Albarracín repite con dolor sus palabras: “mamita me quemo, mamita dame agua”. 

Paola murió en la madrugada del 13 de diciembre de 2002.

En el hospital, su madre se enteró por qué se había suicidado. María Sol Galarza, reportera de televisión que estaba siguiendo el caso, en una entrevista con Petita Albarracín le sugirió denunciar a Bolívar Espín porque había abusado de su hija. La periodista, de entonces 21 años, hoy —sentada en una cafetería de Guayaquil— recuerda que conversó con las amigas mientras Paola estaba internada. Ellas le contaron del abuso. Luego, esas mismas amigas le confirmaron a Petita Albarracín lo que le habían contado a Galarza. Cuando se enteró, Petita pidió a quienes realizaron la autopsia que verificaran si Paola estaba embarazada. Allí la obligaron a ver el cuerpo abierto de su hija, para, supuestamente, mostrarle que su útero estaba vacío.

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Paola, como todos los niños, niñas y adolescentes, tenía sueños: quería viajar a Nueva York para visitar a su tía y primas. Unos años antes de su muerte, ellas habían visitado Ecuador y en los dos meses que se quedaron se unieron “como hermanas”, recuerda Petita Albarracín. “Ella me decía ‘mamita, mamita, ¿cuándo me iré a Nueva York a pasar unas vacaciones?’. Yo le decía ‘pronto’”.

Otro de sus sueños era estudiar. Quería seguir secretariado bilingüe y trabajar en una oficina. “Cuando íbamos al banco, ella decía ‘mamá, quiero trabajar como esa chica’”, me dice Petita Albarracín, mediante un mensaje de voz que me llega por e-mail desde el departamento de comunicación del Cepam Guayaquil, una de las organizaciones que desde 2006 la ha acompañado en los procesos legales internacionales. Desde la muerte de su hija, quizás por la indolencia de la prensa y el irrespeto con el que retrataron a Paola, Petita Albarracín no da entrevistas directas a los medios. Prefiere tener intermediarios que le garanticen no sentirse revictimizada. 

Denisse, la hermana de Paola de 10 años menos, dice que era muy cariñosa. “Le gustaba abrazarme, cuando se reunían mis primos, me llevaba con ella. Se levantaba temprano y me peinaba para ir a la escuela”, dice. “Le hacía unos moñitos, porque en ese tiempo se usaban unos moñitos así saltados y conversaban”, recuerda su madre con melancolía.

Sus amigas la recuerdan como una chica alegre. “Era capaz de hacer sonreír a cualquier persona”, dice Ingrid Izurieta. Para Vanessa Troncoso, “era la persona más alegre del mundo”. 

Ni Ingrid ni Vanessa, antes de conversar conmigo, sabían que el caso había llegado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. No sabían que la audiencia es hoy y han vivido con esa herida medio abierta por años. Ingrid dice que por algún tiempo se culpó de lo que había pasado. Ella sabía que el rector le había ofrecido a Paola cambiarle las calificaciones a cambio de que salga con él y le contó a su padre, quien le ordenó que dejara de juntarse con Paola. 

Cuando Ingrid se enteró de que Paola había muerto fue corriendo al aula a buscar a sus otras amigas, pero no las encontró. Fue al baño a encerrarse, y pronto ellas llegaron y le confirmaron que sí, que la estudiante que se había suicidado era Paola. Todas lloraron juntas.

“Yo conversé con mi papá”, dice y hace una pausa porque su voz se quiebra, mira hacia arriba y llora. “Le dije que si tal vez yo no me hubiera separado de ella, ella no se hubiera matado. Sigue doliendo”.

Para Vanessa Troncoso es igual de duro repasar esos días. Los días en los que siente que fue el fin de su adolescencia. Los días en los que se “encerró en su dolor” y vistió de negro hasta que su tía se lo prohibió. Los días en los que soñaba con Paola. 

Paola, que jugaba básquet, que amaba bailar y se inscribió en clases de folclor, que era alegre, alegrísima. Paola, con quien compartía sus secretos. Quien le dejó una carta escrita a mano el día que se suicidó, en la que le pedía perdón por lo que hizo y le decía que la quería como a una hermana. Paola, quien hoy tendría 33 años y tal vez podría estar cumpliendo sus sueños.

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En 2003, la Dirección Provincial de Educación del Guayas encuestó a 200 estudiantes del colegio Martínez Serrano y más del 90% de alumnas respondió que Bolívar Espín tuvo algo que ver con el suicidio de Paola, recoge una nota de diario Expreso de agosto de ese año. “Algunas de las estudiantes en su mayoría del ciclo diversificado, señalaron que Espín es ‘morboso’ y en alguna ocasión lo vieron agarrado de la mano de Paola”, dice el mismo artículo.

Sin embargo, ese año, esa misma institución emitió un informe concluyendo que la evidencia demostraba que Paola se enamoró del vicerrector y que no existía certeza de que él hubiera motivado o correspondido dicho enamoramiento. 

Ese argumento no se usó solo para deslegitimar la denuncia y la honra de Paola sino que fue replicado en varios medios de comunicación. Una noticia publicada en un diario guayaquileño en 2002 habla de “un amor no correspondido” como la “causa principal” para que Paola y otra dos jóvenes (en otros casos) se quitaran la vida ingiriendo diablillos ese diciembre. “La desesperación que hace una semana sentía Paola Guzmán, de 16 años, la llevó a tomar la fatal decisión, más aún, al conocer que estaba esperando un hijo de Bolívar Espín Zurita, vicerrector del colegio Miguel Martínez Serrano, donde cursaba el quinto año”, dice la nota.

Espín tenía 64 años. Paola, 16. Según el Código de la Niñez, “constituye abuso sexual todo contacto físico, sugerencia de naturaleza sexual, a los que se somete un niño, niña o adolescente, aun con su aparente consentimiento, mediante seducción, chantaje, intimidación, engaños, amenazas, o cualquier otro medio”.

Paola también fue representada en los medios como “seductora”. Poco se habló de la diferencia de edad entre ella y Espín y de las asimetrías de poder que configuraban esa relación como abuso.

Un programa de televisión nacional realizó un reportaje dramatizado en el que, indirectamente, se creaba la idea de que la adolescente había buscado la situación y que estaba plenamente consciente de lo que sucedía.

“Cuando nos dijeron que había muerto nos siguieron mucho las noticias y recuerdo que trataban de acusar en vez de defender a Paola”, cuenta con indignación Vanessa Troncoso.

“Ese video que hacen del colegio, que lo hacen como una novela, lo hicieron mal. Me la perjudicaron más a mi hija, porque no era así. Dan a entender que ella lo buscaba, que ella se salía del aula, cuando no era así. Paola era una niña humilde, sencilla”, dijo Albarracín en la audiencia de fondo de 2015, cuando se presentó el caso ante la Corte IDH.

Ese año, la CIDH dijo que todos los elementos del caso “permiten llegar a la convicción de que la niña Paola del Rosario Guzmán Albarracín fue víctima de violencia en su condición de mujer y niña, incluyendo violencia sexual, por parte del señor Bolívar Espín y por el médico del colegio, Raúl Ortega, ambos funcionarios del Estado, y que existe un nexo causal directo entre la situación que Paola vivía en el colegio y su decisión de quitarse la vida”.

En 2004, Espín fue destituido por abandono del cargo. En 2008, la orden de detención en su contra prescribió. Según la defensa de Petita Albarracín, Espín seguía viviendo en Guayaquil. Ingrid Izurieta asegura haberlo visto una vez hace algunos años. Estaba en el Malecón —en el centro de Guayaquil— con unos amigos, y tomó un taxi en la calle. Cuando hizo contacto visual con el conductor, a través del retrovisor, se estremeció: era Bolívar Espín. Es un rostro que jamás va a olvidar.

Hoy, no se sabe qué pasó con Bolívar Espín o dónde está. El exvicerrector tiene un perfil de Facebook activo, en el que indica que reside en Guayaquil y tiene una última actualización en agosto de 2019.

El médico que le pidió a Paola sexo a cambio de un aborto, Raúl David Ortega Gálvez, siguió trabajando en el colegio Martínez Serrano hasta, al menos, 2012, año en el que consta en un distributivo de personal de la institución. Hoy trabaja en el hospital Luis Vernaza de Guayaquil como urólogo. Intenté contactarme con él varias veces, pero su celular permanece apagado y, aunque leyó un mensaje de WhatsApp que le dejé, nunca contestó.

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El 2 de octubre de 2006, el Centro de Derechos Reproductivos y el Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (Cepam Guayaquil) presentaron por primera vez el caso ante la CIDH.

“El caso de Paola Guzmán Albarracín refleja la situación de acoso y abuso sexual en las instituciones educativas públicas y la discriminación contra las víctimas de tales violencias en el sistema de justicia ecuatoriano”, dice el Centro de Derechos Reproductivos en un comunicado que resume el caso. “Representa violaciones sistemáticas en Ecuador respecto a sus obligaciones internacionales de derechos humanos, de respetar, proteger, y garantizar los derechos de las niñas y adolescentes a estar libres de violencia sexual”.

Paola no fue la única víctima. Tras su muerte, se conocieron otros casos similares de otras estudiantes del mismo colegio. Una profesora también reveló que había sufrido acoso sexual, cuatro años antes. En todos los casos, el agresor era el mismo: el vicerrector.

El informe de la CIDH sobre el caso recoge la declaración de la madre de una exestudiante del colegio que aseguró que su hija Mayra era “molestada por el señor vicerrector de esa institución” y que eso la llevó a dejar de estudiar.

“La muerte de mi Paola fue lo que derramó el vaso para que se sepa toda la corrupción grande que existía en el colegio. Tantas chicas acosadas por el vicerrector y profesores. Lo único que yo pido es justicia, justicia para mi Paola”, dijo Petita Albarracín en la audiencia de 2015.

El sondeo de la Dirección Provincial de Educación del Guayas en 2003 se hizo ante la poca colaboración de las estudiantes en torno a ese caso, indicó diario Expreso en su nota. “A través de sus padres, las alumnas manifestaron el temor que sentían de hablar públicamente”, dice el artículo.

Jennifer Morante López, de entonces 14 años de edad y estudiante del colegio Martínez Serrano, declaró a la Fiscalía —indica el mismo informe de la CIDH— que las estudiantes fueron presionadas por el presidente de la Asociación de profesores a firmar una hoja en blanco para apoyar al vicerrector. Desde el colegio se estaba interfiriendo con la investigación. 

Aunque los hechos son de hace casi dos décadas, la violencia sexual contra menores sigue siendo alarmante en el país y, en general, en la región. Según Unicef, más de un millón de niñas y adolescentes en América Latina han sufrido abuso sexual. En Ecuador, ocho de cada 10 víctimas de violencia sexual son niñas menores de 14 años, dice  el informe Vidas Robadas, de Fundación Desafío. Este abuso suele ocurrir en entornos cercanos, como la familia y el colegio, como le sucedió a Paola y a otras estudiantes del colegio Martínez Serrano.

El estudio Violencia sexual contra menores en América Latina, del Parlamento Europeo, indagó en 2016 sobre este delito en la región, con énfasis en Bolivia, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Perú. Según el informe, en estos países existen algunos factores en común. Entre ellos, los altos niveles de violencia contra la mujer; altos índices de violencia contra menores, especialmente niñas, en sus hogares y comunidades; subregistro de casos y falta de mecanismos de prevención, así como de servicios adecuados para víctimas de abuso.

Si la sentencia de la Corte IDH es positiva, podría sentar un precedente no solo para la región sino a nivel mundial como un caso para prevenir la violencia sexual en las escuelas y colegios y dar justicia a las víctimas de estos delitos.

Entre las medidas que busca la defensa del caso está no solo el garantizar la reparación integral de la familia de Paola Guzmán —que incluye el reconocer la responsabilidad del Estado y sancionar a los perpetradores— sino también establecer mecanismos de prevención. Por ejemplo, la implementación de educación sexual en los planteles educativos. Si la Corte llegase a fallar a favor de Paola, se podrían establecer estándares obligatorios sobre consentimiento, así como de prevención y atención de la violencia sexual.

¿Qué pasa, en cambio, si estos hechos quedan impunes? Según la médica Ximena Cortés, tiene varias implicaciones. Primero, dificulta el proceso de aprendizaje en las mujeres al vulnerar o permitir que se transgredan los límites sexuales en el contexto escolar. “Es decir, el rol de estudiante queda anulado, entonces la mujer no puede aprender”, dijo en la audiencia de 2015. Segundo, si no se aclaran los hechos, estos se pueden repetir. Tercero, se normaliza el abuso sexual. “Esto promueve y contribuye a la normalización social del delito y a la discriminación contra la mujer adolescente”.

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Mientras Petita Albarracín espera respuestas, en Ecuador en 2018 entró en vigencia la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres. Pero para 2020, el presupuesto para su implementación, que era de 5,4 millones de dólares, pasó a 876.862. Recientemente también se redujo de 5,6 millones de dólares a cero el presupuesto para la prevención del embarazo adolescente en el país.

La historia de Paola es la de demasiadas  mujeres, niñas y adolescentes a quienes el sistema judicial y el Estado les han dado la espalda. De las que no recibieron justicia y de las que ni siquiera consideraron la opción de denunciar por miedo a represalias, por presión, por amenazas, por temor a que nadie les creyera, porque sospechaban que serían juzgadas socialmente, que les dirían que la culpa fue de ellas o porque desconfiaban de un sistema lento y corrupto que muchas veces favorece al agresor.

La lucha de Petita Albarracín no es solo su lucha. Es la de una madre, todas las madres, que, además de reparación, buscan que ninguna otra niña o adolescente tenga que vivir lo que vivió Paola y que ninguna otra madre tenga que sufrir por eso.