Mientras en las calles se lanzaban bombas lacrimógenas y se quemaban llantas, las redes sociales explotaban con publicaciones racistas, xenófobas y machistas. El paro nacional que comenzó el 3 de octubre de 2019, con la convocatoria de los transportistas del país contra el decreto 883 sobre la eliminación del subsidio a los combustibles, terminó después de once días con la derogatoria de la eliminación de los subsidios.  A pesar que la Constitución de la República del 2008 dice que el Ecuador es un estado intercultural, la realidad no es así: el Ecuador es un país quebrado. Esa quiebra se maquilla en tiempos de aparente calma, pero se muestra en toda su dimensión en los momentos de crisis. Es hora de que veamos por qué nos conocemos tan poco y nos entendemos aún menos. La respuesta parece estar ahí hace siglos: el culturismo. 

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Mucho se habló de racismo durante el paro. Y hay, por supuesto, motivos para hacerlo. Los que dicen no ser racistas y respetan a todos sin ninguna condición se dieron a descubrir. En la actualidad el racismo está mal visto, pero en momentos de crisis se rompen esos resguardos conscientes que se suelen poner y emerge, dice Pablo Ospina, profesor de Estudios Sociales y Globales en la Universidad Andina Simón Bolívar.  Jaime Nebot, ex alcalde de Guayaquil, dijo a la prensa que les recomendaba a los indígenas que supuestamente marchaban a la ciudad “que se queden en el páramo”.

El racismo no solo no tiene sustento científico, sino que es dispararse en la pierna. El científico César Paz y Miño junto con otros investigadores concluyeron en junio de 2019 que la genética de los ecuatorianos está compuesta por genes indígenas, europeos y africanos —en el Ecuador, no hay pureza racial. Tampoco importaría: la suma de evidencia científica que el racismo carece de sustento biológico es abrumadora.

En cierta forma, la posición de Nebot influyó para destapar el racismo, porque le daba el respaldo de un líder político importante. Las palabras de los caudillos son siempre llevadas mucho más allá por sus fanáticos. Sucede algo similar con Donald Trump cuando insulta a los migrantes.

Por cálculo o arrepentimiento, el 20 de octubre, Nebot envió una carta de aclaración a Jaime Vargas y a Leonidas Iza, dirigentes de la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas).  El líder socialcristiano quiso disculparse por lo que dijo, pero tituló la carta como asunto indigenado. Vargas le contestó diciéndole que no eran “indigenado”, y que con esas expresiones se confirmaba el desconocimiento de Nebot sobre lo que son los indígenas. “No nos ofende venir del páramo, nos ofende que desde su posición política y de clase se sienta con el derecho a la estigma, a la discriminación, al insulto”, dijo el presidente de la Conaie. Pero con las disculpas de Nebot y de Vargas, el racismo y la discriminación dan paso al peligro velado del culturismo. 

Como explica el historiador israelí Yuval Noah Harari, en su libro 21 lecciones para el siglo XXI, el culturismo es tener miedo y rechazar lo que es diferente a nosotros en términos de cultura. El terreno culturista es movedizo, porque está claro que las culturas son todas distintas. Incluso, lo celebramos. Pero mucha gente ha cambiado diferencia por superioridad. La cultura mestiza es distinta a la indígena, pero ¿es superior una a la otra? 

En el Ecuador al culturismo le hemos dado un nombre propio. Se llama regionalismo. Ha sido durante siglos el enfrentamiento entre costeños y serranos. En el siglo XVIII, Juan Bautista Aguirre y Eugenio Espejo encarnaron el odio entre unos y otros. Espejo describió “indolencia, crueldad y barbarie en los habitantes montenses de Guayaquil y Babahoyo”. Aguirre dijo del “vestido de ángel andante, con su cara por delante y máscara por detrás, con tan donoso disfraz, echan unas trazas raras, dándonos señales claras, que en el quiteño vaivén, aún los ángeles también, son figuras de dos caras”. Tres siglos después, las diferencias que, antes, parecían separar dos culturas ahora parecen separar muchísimas más, como si habernos reconocido, multiculturales y plurinacionales, no hubiese servido sino para encontrar más motivos por el cual sentirnos adversarios. 

Decir que el 7% de la población no nos representa, sin preguntarnos qué porcentaje representa uno, es ceguera irreflexiva. En el paro nacional, la clase media urbana y mestiza rechazaba las manifestaciones porque se convencieron de que eran una amenaza a su cultura —la tengan definida y entendida como tal o no. Esta brecha entre culturas que habitan un mismo Estado es profunda, y siempre ha estado ahí. Ahora la violencia nos la puso ante los ojos. 

Pero los mismos que se han rasgado las vestiduras de la corrección política sobre las palabras de Nebot, poco han dicho sobre la violencia retórica de la dirigencia indígena. Jaime Vargas insultó al presidente de la República Lenín Moreno por su discapacidad física. El 18 de octubre se disculpó en una publicación de Facebook, dijo que usó esas palabras en momentos de iras. La ira, la calentura del momento, suele siempre ser una excusa para los peores excesos. Nebot podría haber dicho algo muy parecido, y las redes se habrían incendiado. No parece que queremos cuestionar el racismo como tal, sino encontrar un argumento para justificar nuestras simpatías y antipatías.

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Con siglos de culturismo a cuestas, no nos damos cuenta cuán sesgadas están nuestras decisiones individuales. Para muchos es difícil reconocer que los indígenas pueden ser tan racistas o culturistas como los mestizos. Creer en versiones romantizadas del movimiento indígena no le hace bien a nadie —especialmente, al movimiento indígena. 

Aquellos que han sido muy rápidos en cuestionar al Estado, a los que se oponen al paro, han sido, por el contrario, bastante condescendientes con la Conaie. Creer que la organización no se ha equivocado y, como un actor político más, no debe rendir cuentas por sus errores —especialmente por permitir la infiltración de su marcha— es, también, una forma de culturismo. 

El movimiento indígena necesita debatir sus fracturas internas. La presentación de una estructura monolítica es errónea: la falta de consensos al interior es un secreto a voces, que corre entre murmullos entre grupos ambientalistas y organizaciones sociales. Discrepar no tiene nada de malo. 

Tampoco es malo someter a la Conaie al escrutinio público. No significa no reconocer los reclamos justos que tiene, como el hecho de que sus territorios siguen siendo pergeñados por petroleras, mineras e instituciones estatales. Tampoco significa obviar que hasta el último censo de población y vivienda del INEC, en el 2010, la tasa más alta de analfabetismo la ocupaban los indígenas con 20,4%, seguida por los montubios 12, 9% y los afroecuatorianos 7,6%.  Esa condición de ni siquiera saber leer y escribir los ha ubicado en trabajos físicos más que intelectuales, los ha excluido de participar en la política, en la economía, en el derecho o en los deportes. La exclusión al indígena viene desde la colonización. 

Que todo eso sea cierto, y que la protesta signifique combatir esas cifras, no quiere decir que hay obviar que veamos las taras que también consumen a las nacionalidades y pueblos indígenas: el machismo, el clasismo, la violencia contra las mujeres, contra los niños. Tampoco que la Conaie nos explique cómo es que se les salió todos de las manos y no pudieron evitar que en sus bases se mezcle la violencia extrema. 

Al final, del paro, la fractura del Ecuador sigue clara. Ospina dice que el paro nacional favorece la lucha contra el racismo. “Estas acciones balancean el poder, porque los indígenas ahora no pueden ser ignorados, el poder de sus organizaciones es mucho mayor que hace un mes y por lo tanto en ese balance de poder social, su exigencia de respeto es mayor”, dice Pablo Ospina. Pero Arturo Moscoso, profesor de Ciencia Política de la Universidad de las Américas, dice que es todo lo contrario: en este periodo de manifestaciones el racismo aumentó. “La violencia y el vandalismo que se vivieron en el paro nacional desprestigiaron al movimiento indígena”, dice Moscoso. Dice, además, que la lucha del movimiento indígena y los resultados que obtuvo no benefician a todos “sino más bien a las élites del movimiento, a los dirigentes, porque los indígenas aún son excluidos, no tienen la atención que demandan por parte del Estado”. 

La brecha está ahí, y no la estamos acortando. Por el contrario, el culturismo está mostrando todo su tamaño en el país. La crisis amerita soluciones económicas y políticas. Pero es una oportunidad única —histórica, quizá— de  discutir cómo cohesionar un país que se resiste a entender que diferente no es lo mismo que inferior.