Lenín Moreno quería ser inspirador, chistoso y tierno a la vez. “Somos un país de emprendedores”, dijo el viernes 2 de agosto de 2019. “Un monito de 5 años ya se ha comprado una cola, unos vasos plásticos y está vendiendo en una esquina gaseosa.” Después de la indignación que generó su comentario —que normaliza el trabajo infantil— Moreno se disculpó por segunda vez, porque su primera disculpa la había hecho de antemano. “Disculpen el término”, dijo refiriéndose a la palabra ‘monito’. “No lo digo en términos despectivos”. Ese es su estilo: Lenín Moreno pretende no decir las cosas con intención,  desprecio o mala gana. Él prefiere hablar en diminutivos —con el sufijo ito e ita después de cada sustantivo—, mostrándose vulnerable y amigable incluso al revelar sus facetas más mezquinas. Así también ha sido su gobierno. 

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El diminutivo es una marca de la ecuatorianidad. Según el escritor Felipe Burbano de Lara, es una tragedia cultural. “Utilizado para nominar a las personas, se convierte en una herramienta social y cultural que las constituye disminuidas”, dice, “incapaces de una acción propia y plenamente responsable”. Es, según él, una invocación a personas infantilizadas. Al ser una forma lingüística muy generalizada en la Sierra ecuatoriana, Burbano de Lara la atribuye al prejuicio étnico en contra de lo indígena, siempre considerado menos, y al poder pastoral de la iglesia, que el escritor explica “como contraparte curativa”. El diminutivo puede ser tanto una expresión de desprecio y condescendencia, como una interpelación caritativa y suave (de cariño). O ambos, a la vez, como en el caso del ‘monito’. 

Los diminutivos, en el léxico de Lenín Moreno, combinan muy bien con su imagen que, desde sus años como vicepresidente, parecía creada por algún astuto guionista de televisión.  En contraste con el tono beligerante y grandilocuente de la Revolución Ciudadana, Moreno ofrecía una voz tierna y moderada. No solo al electorado, sino a la misma oposición, donde tenía amigos de toda la vida. Moreno hablaba en diminutivos simpáticos en tiempos de aumentativos agresivos. 

Luego, desde Ginebra (donde era enviado especial de las Naciones Unidas para la discapacidad y la accesibilidad) conservaba su estatus de buena conciencia de la Revolución. Seguía ahí, pero de lejitos. 

Por eso tuvo sentido su candidatura en 2017. También por eso pudo ganar a pesar de los escándalos que empezaban a ahogar a Alianza País. Ganó, y al despedirse de Rafael Correa —que se iba a vivir a Bélgica— le dedicó desde el balcón de Carondelet un ditirambo a su retrato. Llamó a su predecesor el “mejor presidente de la historia”. Meses después respondía los ataques de Correa con refranes: “El odio es el amor que ha pasado por la historia del corazón”. Finalmente llegó a comparar al anterior gobierno con roedores. Moreno ha aumentado o disminuido al movimiento que lo llevó al poder, según le ha convenido. Sin embargo, todavía no logra independizarse de él. 

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Las palabras de los políticos son síntomas, no causas. Lo sabemos por el mismo hecho de que generalmente sus discursos están prefabricados por sus equipos de comunicación. La espontaneidad es rara desde el poder. Quizás porque, si apareciese, mostraría a las personas comunes y corrientes que nos gobiernan. En el caso del presidente Moreno, la espontaneidad no solo ha revelado a un hombre enredado en sus palabras, sino también a un líder a la deriva —todavía sin dirección política propia— y, por sobre todo, a un personaje que evade la comunicación directa. 

El gobierno de Lenín Moreno ha justificado su giro a la derecha, sus promesas electorales incumplidas y sus propios abusos contra los derechos humanos con su distanciamiento del gobierno de Rafael Correa, convertido en su chivo expiatorio. Si no justifica sus propias contradicciones, como la intervención del campo petrolero Ishpingo en el Yasuní, las pasa como si nada, calladito. Sigue sin hacerse cargo del país que gobierna. 

En su disculpa ante la reacción pública a su comentario del “monito”, Moreno dijo en Twitter que  los niños nacían para ser felices y lamentaba “si el símil con el niño costeño no expresó mi admiración por el tesón de un pueblo que surge sin robar nada a nadie”. Le faltó decir que, según el Ministerio de Inclusión Económica y Social, en Ecuador el trabajo infantil llegó en 2018 a más de doscientos mil niños de 5 a 14 años. O lo que es lo mismo: cinco de cada cien niños en esas edades tiene que trabajar —algo que estamos lejos, muy lejos, de erradicar. 

Más allá del escándalo que puedan o no generar los comentarios de Moreno, que ha dicho que los deportistas ecuatorianos “nunca ganan medallas”, o que “compartimos millones de átomos con Hitler”, su discurso nos brinda una idea de su ¿dirección política? 

No solo por el contenido, sino por su manera de referirse al otro. El presidente que la embarra y se disculpa con frecuencia con citas inspiracionales, sigue aferrado al fantasma de su antecesor para no asumir responsabilidades plenas, ni dar una dirección clara a su gobierno. 

Es como el diminutivo descrito por Burbano de Lara: condescendiente y despectivo, y al mismo tiempo incapaz de una acción propia y responsable. El escritor cubano Orlando González Esteva dijo que más peligroso que un adjetivo mal utilizado era el diminutivo, “tan propenso a lo ñoño. Empalaga la persona aficionada a él.”, escribió González. El presidente del Ecuador, el presidentito, empalaga. Y llega un momento que lo empalagoso, se evita, se deja, se repudia. Muy tarde será para él cuando lo entienda. Por el momento, nuestro presidentito sigue ahí con los ojitos entrecerrados y la misma sonrisita, perdido y, ciertamente, empequeñecido.