Adolfo Macías, alias Fito, ya no está en prisión. Se desvaneció. Se fue como si fuera el dueño de la cárcel donde estaba, o como si tuviera las llaves de la celda y de las puertas de la prisión. No saben dónde está y el gobierno dice que lo están buscando.
Una de las cabezas visibles de una organización criminal está en algún lugar desconocido y el gobierno del presidente Daniel Noboa ha reaccionado como lo hizo en su momento el gobierno de Guillermo Lasso: horas después de que el rumor empezara a circular y de que algunos periodistas lo confirmaran con sus fuentes.
Primero se anunció una cadena nacional de 2 minutos de duración, en la que el presidente Noboa le hablaría al país. Iba a ser a las 7 de la noche del domingo 7 de enero de 2023. Pero al poco rato la cancelaron.
Unas horas después, en la noche —y luego de la reunión del Consejo de Seguridad Pública y del Estado (Cosepe)—, Roberto Izurieta, secretario de Comunicación, dijo que era cierto lo que ya todos sabíamos: Fito no estaba donde debía estar.
Primero silencio, luego la obviedad. El resultado de esto: la indefensión.
¿Qué nos queda a nosotros, los ciudadanos?
Nada. Solo el abandono.
El desamparo porque parece que nada funciona. Porque si alguna vez pensamos que asesinar a un candidato presidencial en plena campaña era tocar fondo, Ecuador nos sigue tirando para abajo.
Ya no es posible hablar, siquiera, de que estamos acostumbrados a la violencia. En este punto hay una especie de indignación que puede hacer que surja cualquier locura. Porque las administraciones de Guillermo Lasso —con creces— y lo que va de la del presidente Daniel Noboa no han sido ni son capaces de afrontar el horror de la narcoviolencia. Y, entre decretos de estados de excepción y preguntas para consultas populares, es como no reconocieran la del infierno que vivimos.
Nos sentimos desvalidos.
Hablamos de esto en redes sociales, en chats, en las reuniones de Navidad y Fin de Año. En fiestas, en videollamadas. Con familiares y amigos. Con quienes están fuera del país, con gente que alguna vez conociste y que te escribe desde el extranjero para saber cómo va todo.
Esa idea ingenua de que Ecuador era una isla de paz —especialmente en los años 90 y en parte de la primera década del siglo XXI— nos ha reventado en la cara.
Vemos a la gente querida y en el fondo esperamos que no sea la última vez que la veamos. Que no exista una bala perdida que los desvanezca, que no estén en el lugar equivocado en el momento equivocado. Que no los secuestren.
Somos de la misma estirpe del coronel Kurtz —interpretado por Marlon Brando en Apocalipsis ahora, de Francis Ford Coppola— y susurramos “el horror, el horror” antes de que nos caiga el golpe mortal, porque hemos hecho de la desesperanza parte de nuestro día a día.
Han pasado sólo horas desde la confirmación de que alias Fito ya no estaba en su celda. Hay motines en prisiones —algunos se controlaron por la tarde y que de seguro volverán a suceder. Guías penitenciarios retenidos en contra de su voluntad.
Ecuador sigue tirando para abajo y es como si la presión de seguir hundiéndonos ya nos estuviera dejando sin aire.
Las soluciones que ofrece el gobierno, hasta el momento, son una consulta popular, reuniones del Cosepe, construir prisiones nuevas y hacer llamados al apoyo y unidad a la ciudadanía —como lo hizo el secretario Roberto Izurieta, la mañana del lunes en entrevista en Teleamazonas. Hasta un estado de excepción.
Nada nuevo.
Respuestas que no han funcionado y que no contemplan la magnitud de lo que está sucediendo. Sólo se enfocan en lo punitivo y nos hacen perder el tiempo.
El problema real del desamparo es que va a llegar un momento en el que nadie va a tener nada que perder. Y cuando eso suceda, sólo nos quedará el quemeimportismo, para llegar a un enfrentamiento entre ellos o nosotros, entre “buenos y malos”.
Un Estado derrotado, manejado por gobiernos incapaces de ver de manera integral lo doloroso de la violencia, nos está llevando al despeñadero. Nosotros, sin expectativas, somos esos niños que el flautista de Hamelin guía, hacia el abismo, entonando una melodía macabra.
La flauta es ese llamado a la unidad que ya no sirve.
Y el músico es un funcionario, a veces presidente o con rango de ministro, que cree tener la respuesta, pero no sabe nada.
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