Fito Páez está de vuelta. Ha vuelto luego de lo que muchos definen una caída de la gracia que acompaña a las estrellas de la música. Ya sea por opiniones polémicas —sobre todo ligadas a la política— o porque su obra dejó de ser actual.
Una caída natural. Ese silencio en las vitrinas y en los espacios más visibles de los medios porque las cosas cambian, la gente crece, el mundo de la música mueve su foco y otras melodías empiezan a sonar.
Nuevas estéticas, ritmos y géneros. La presencia de un artista en el centro del reflector no es eterna. Eso es ley de vida.
Así que este retorno es valioso. Porque nos echa de golpe frente a la relevancia de Fito Páez. Un compositor, cantante, productor y arreglista argentino que le ha regalado a América Latina muchas de las canciones más hermosas que han existido.
Esto gracias a la serie que Netflix estrenó el pasado 26 de abril de 2023: El amor después del amor. La serie ha acercado a Páez a un público nuevo. También ha llevado de vuelta y de la mano al fanático de ese Fito de 20 y 30 años, para convertir a la nostalgia en presente.
Para mostrar un Fito que crece en los años 70 y 80, en Argentina. El que llega hasta el éxito absurdamente masivo con su séptimo disco, en 1992. Un disco fabuloso que se llama igual que la serie e igual que la canción.
Este Fito que se mostraba y se muestra en las canciones, que usaba lo que pasaba por su vida para crear discos, historias y canciones maravillosas. Un Fito que siempre ofreció su corazón. La serie, de ocho episodios, funciona a ese nivel, al contar —desde la ficción y la constante dramatización de acontecimientos reales— momentos importantes de la vida del músico nacido en Rosario, Argentina, el 13 de marzo de 1963.
Cosas duras, complicadas y tristes —como la muerte de su padre o el asesinato de su abuela, su tía abuela y la mujer que trabajaba en su casa—, instantes de tensión, de descontrol, hechos sublimes —conocer y ser parte de la banda de Charly García y enamorarse de Fabiana Cantilo. Así como ideas y recompensas tienen su espacio en este show. El amor después del amor es un éxito en Latinoamérica, sobre todo en Argentina —no hay cifras, ya que Netflix no revela estos datos—, y eso es un acto de reconocimiento, el que algunos definen como canonización.
Y puede ser cierto, la verdad. Había que volver a Fito Páez.
Fito nunca se fue, nunca se ha ido. Se ha mantenido activo —en los últimos 20 años, ha lanzado 15 discos; los tres últimos en menos de 12 meses. Y, si me preguntan: discazos. Pero ya no como esa presencia constante en medios de comunicación, como opinólogo de cualquier tema. O como ese ser de los escenarios, con conciertos infalibles, inmensos, con el público coreando en conjunto, como parte de esas giras por varios países de América Latina; giras que incluyeron a Ecuador al menos tres veces.
Un día, eso que estaba arriba, bajó.
Y lo que ha convertido a Fito hoy en un músico relevante, es la misma razón por la que no debimos dejar de escuchar sus discos: él es de esos artistas que aparece una vez en la vida.
La genialidad de Páez
El amor después del amor nos coloca ante la génesis de algunos de los temas clásicos de Páez y de frente a la vida y a la gente a su alrededor. Y consigue mostrar la genialidad de Fito como compositor, a través de tres características que, mal o bien, siguen estando presentes.
La primera: las estructuras armónicas que crea, y que sirven como colchón para esas melodías perfectas que él encuentra como si las respirara, siempre están al servicio de hacer una canción que se pegue en nuestro cerebro.
Fito Páez puede hacer canciones con acordes sencillos, con un La, un Re y un Mi, porque el pop es sencillez. Pero también puede complicar los sonidos utilizando la séptima mayor de un Sol sostenido, con una novena disminuida, para que se produzca una sensación particular, una extrañeza, en la historia que está cantando.
Fito, como un hijo musical del gran George Gershwin, usa el piano para crear ambientes, para mostrar un virtuosismo y capturar las ideas que tiene y que consigue expresar como si no le costaran mucho.
La segunda característica es la que más nos acerca a él: Fito hace melodías diseñadas para que las podamos cantar bajo cualquier circunstancia. Así sea esa letanía feliz de Mariposa Tecknicolor —cantar “Todas las mañanas que viví, todas las calles donde me escondí, el encantamiento de un amor, el sacrificio de mis madres, los zapatos de charol” levanta cualquier espíritu. O la ira desbocada de Ciudad de pobres corazones —“En esta puta ciudad (ta ta ta) todo se incendia y se va. Matan a pobres corazones, matan a pobres corazones”.
Las melodías están con nosotros.
Incluso cuando trata de romper lo melódico, Fito no deja de cantar y de crear una experiencia intensa con dos o tres notas y ya —como en Al lado del camino o La casa desaparecida.
Esto cae de golpe en la tercera característica, una contundente: Fito sabe escribir letras de canciones y parece no sufrir mucho al hacerlo. A pesar de lo duras que puedan ser para él —como las letras de su cuarto disco, Ciudad de pobres corazones, que es el que hizo cuando asesinaron a sus abuelas, en Rosario, en 1986—, Páez siempre sale victorioso.
Hay poesía y simpleza.
A veces más una cosa que la otra. Cuando su papá, Rodolfo Páez, murió en diciembre de 1985, Fito compuso uno de sus temas más bellos, Parte del aire. En él se imagina que su papá y mamá —ella murió de cáncer de hígado cuando él tenía 8 meses de edad— retoman su amor en ese éter en el que se encontraron. “El amor más grande que conocí, sin querer un día pasó por mí, por la Vía Láctea se encontrarán, en algún planeta, en algún lugar. ¿Dónde va la gente y su corazón? ¿Dónde van los años y este dolor? ¿Y dónde voy yo? No me importa ya, vengo de dos ríos que dan al mar”.
En el 2000, cuando se casó con Cecilia Roth, la sorprendió con una canción que llamó Regalo de Bodas. Sentimentalismo puro, que rozaba en lo cursi. “Esta pieza es para ti, clavel, mi presente para siempre y ves, ya ves, mi bien. Y así vivimos, entregados, condenados, abrazados, mutilados… Voy a tener cuidado porque todo con los años pierde aquella irrealidad”.
Tres años después, cuando la relación se había terminado, Fito se desangró en un disco. “El frío ya llegó y me acuerdo que te dije “mi amor”. Ves eso que está en tus manos, no es Versace, nena, es mi corazón”, como dice en 139 Lexatins.
Páez escribe canciones para hablar de él, de lo que piensa, de lo que entiende y sospecha. Para contener sus experiencias, para expiar demonios y contar historias.
Fito también es lector y esas lecturas se filtran en sus letras. Ahí están las referencias a Raymond Carver, a Oscar Wilde, a Osvaldo Lamborghini, a Borges y a su amado Roberto Arlt. Es como si invitara a leer, a que la experiencia sea masiva, a que siempre existiera algo más.
Siempre ha sido así. Tres agujas es de una pureza bárbara y está en su primer disco. Páez canta sobre su visión del mundo, sobre la desazón, la poca ilusión sobre lo que está por venir y la nula utilidad de las instituciones que rigen la sociedad: “Una cuerda es una bala, el amor un ejercicio, una iglesia es como un circo. No, es que yo no quiero más nadar en piletas. Quiero vivir aquí, más quiero cambiar, cambiar para sentirme vivo”.
Casi 40 años después, Fito es más directo, tiene más experiencia y no quiere endulzar nada. Quizás el método de composición no haya cambiado, pero el resultado tiene otro aire, no menor. En Vamos a lograrlo —del disco Los años salvajes, de 2021—, hay una exigencia como esperanza y llamado de atención: “Hay que hacer fuerza contra tanta estupidez, la lucidez hoy es una obligación. Si solo crees en los mercados y no ves a quien tenés al lado vas a perderte lo mejor de los dos”.
Desde 2003, Fito ha hecho discos en los que solo suenan su voz y su piano —como Rodolfo, de 2007, y The Golden Light, de 2022, este más instrumental. Ha entrado de plano en el rock con guitarras distorsionadas hasta la suciedad del desamparo sonoro —Rock and roll revolución es un guiño al Charly García más caótico—; se metió en la cumbia —Ey, You!, que canta con Mala Fama, es una joya del 2020. Siguió abrazando al folklore argentino y la balada exquisita —Por dónde pasa el amor, de 2013—, y ha sido capaz de acomodar su voz al paso del tiempo y de llevar al extremo las melodías, palabra tras palabra, sin respirar —Nuevo mundo, de 2017, y Caballo de Troya, de 2021—.
Este Fito que ha envejecido —tiene 60 años en este momento— es distinto al Fito retratado en El amor después del amor. Pero no tan distinto. Sigue siendo una máquina de hacer música que conmueve, que interpela a su espectador y que también lo invita a ser parte de esos sonidos.
Sin embargo, es otro. Es el padre de dos hijos —Martín, de 23 años, y Margarita, de 18 años—, tiene una posición de anciano de la tribu que le permite explicar lo que para él está sucediendo en la actualidad, para ofrecer alternativas y ha decidido ser el tipo que está repasando su vida y su carrera. No solo a través de la serie —en la que colaboró—, sino también con su música.
Fito ha transitado muchos terrenos. Los dolores más grandes y las ausencias más duras. Ha conocido el amor y la ruptura. Ha sido dios y mendigo. Hoy es figura de Netflix, personaje de una serie y en el fondo eso es un triunfo.
No se es relevante por estar en la lista de los más escuchados durante 80 años, porque eso no tiene sentido. Se es relevante por seguir exigiéndose y exigiendo a su público que vayan a su propio ritmo y creciendo al beat que como artista él propone.
Se es relevante por hacer arte. La música de Fito, incluso en los temas que son hit, son puro arte.
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