No es nada nuevo bajo el sol del dembow —el beat de la batería que es fácilmente identificable con el reguetón, ese tu pá, tu pá, tu pá, tu pá. Desde que la música popular empezó a cambiar a mediados del siglo XX, siempre hubo gente que de una o dos generaciones anteriores se horrorizaban por lo que veían y escuchaban.

¿Y qué veían? A jóvenes bailando de una manera que no se consideraba correcta, moral, o adecuada para los estándares de personas de bien.

En los años 50 fue el turno del rock and roll. Las primeras letras de este género ponían en relieve una invitación al baile, a pasarlo bien en una pista, a acercar los cuerpos. Toda revolución musical ha partido por el cuerpo, ese es el punto de arranque para cualquier transformación. Por eso, no es extraño todos los problemas que en su momento tuvo Elvis Presley, cuando en shows y en televisión aparecía contorsionando su cintura, en una especie de grito de liberación que horrorizó en su momento —las cadenas de TV decidieron mostrarlo de la cintura para arriba, para evitarse problemas.

Elvis fue un punto de arranque masivo.

En 1988, cuando Bob Dylan fue incluido en el Rock and Roll Hall of Fame, Bruce Springsteen dio un discurso en el que dijo: “Elvis liberó tu cuerpo, Bob Dylan liberó tu mente”. El cuerpo liberado es parte de la avanzada de la revolución.

Eso a veces es imperdonable para gente que ha decidido no hacer un esfuerzo por entender lo que otros escuchan o lo que apasiona a gente que puede ser su hijo, sobrino o primo. Ya Bob Dylan lo dijo con claridad en uno de sus primeros clásicos

Vengan madres y padres por toda la tierra

Y no critiquen lo que no pueden entender

Sus hijos y sus hijas están fuera de su alcance

Tu viejo camino envejece rápidamente

➜ Más sobre música

Así que mientras en los 60 se les preguntaba a los padres si dejarían que sus hijas salieran con alguno de los Rolling Stones, en los 70, la música disco y la salsa hicieron que las pistas de baile fueran terreno de movimientos precisos, de sensualidad pura, un preámbulo de lo que podría ser la intimidad.

En los 80 y 90, entre hip-hop, una música que empezaba a mezclar el reggae con otros ritmos urbanos —el General a la cabeza—, el merengue tecnificado —que nos aconsejaba que “si te gusta el hueso / haz como yo / que lo chupo y lo mastico para sacarle el sabor”— y la lambada —con dos niños bailando pegados, como si fuese un bolero que roza lo políticamente correcto—, la liberación del cuerpo ya tenía su cuota de doble sentido.

Ya sea por humor o para familiarizar a todo el mundo con la posibilidad de expresar su sexualidad a través de una coreografía.

El reino impuro de la música urbana

En el nuevo siglo, la música está completamente enfocada en permitir que esa liberación siga teniendo fuerza. Y la sigue teniendo. 

Ya dentro de la tercera década del siglo XXI, el mundo está rendido a los pies del reguetón y del resto de géneros urbanos. Esa música que se supone no reviste de mucha creatividad y que se basa en un beat —de nuevo el dembow— que se supone suena a monotonía y que solo denosta a la mujer y celebra la violencia hacia el cuerpo femenino.

Esa sería una forma de verlo si no se toma en cuenta cómo ha ido cambiando la música urbana, con el reguetón en la cabeza, en los últimos 20 años. 

Existe una conciencia anacrónica, fuera de su tiempo, que es capaz de lanzar sus críticas a un género musical adorado por millones, sin siquiera hacer una reflexión que sobrepase los gustos o cierto sentido añejado de lo que es correcto.

Sí, la generación que se crió con la lambada no soporta el reguetón. Es decir, el propio conocimiento retroactivo —lo que se vivió y se aprendió antes— ha dejado de importar.

Escuchar, cantar, preferir y bailar reguetón no se puede considerar un pecado. Tampoco se debe observar como el acto reflejo de personas con poca educación o con mínima posibilidad de apreciar la música, cuando hay miles de formas de percibir los sonidos. Incluso en lo más básico del ritmo, en una escondida armonía y en una instrumentación casi nula se puede encontrar una sonoridad que esté diciendo mucho sobre este tiempo.

La música no es la responsable de las crisis sociales, ni de los problemas del mundo; tampoco de la inmoralidad que desespera a muchos. Si es algo, la música es una especie de espejo en el que se pueden mirar las transformaciones de la sociedad. Si Elvis movió su pelvis no fue porque fuera el mesías aventurero que se lanzó al vacío; fue porque ese era el momento, porque la transformación se veía venir.

Y la liberación del cuerpo es síntoma de algo más, de una especie de ansiedad e incomodidad presente en la sociedad. Porque el cuerpo propio es ese último espacio de libertad individual, en medio de circunstancias que lo condicionan —como la moda, los uniformes laborales, el cánon de belleza y las políticas de convivencia— y que lo mueven a actuar de cierta manera, por mantener un sentido de corrección o incorrección política. Hasta las ideas propias, las creencias personales, pueden aplastar al cuerpo.

Por eso, en el movimiento que prodiga el reguetón hay una negación de todo lo propio. Una forma de escape: volverse un objeto que niega toda subjetividad y todo lo interior. Un objeto para uno mismo y para el resto. 

Esa es la liberación posible cuando todo lo demás aplasta: olvidarse de lo que se es, recuperar cierto espacio de pura sensación, un espacio casi tribal.

Y esa liberación del cuerpo siempre ha sido un primer paso. Un paso de baile.

De ahí puede llegar el reino de las ideas, o de las construcciones más complejas. Cuando el cuerpo ha encontrado esa libertad hay un nuevo lugar para asentar otras perspectivas. Uno en el que hay un terreno fértil para que otras inquietudes empiecen a germinar. Y ahí aparecen artistas que reconfiguran lo que sucede con el reguetón, con el perreo, con los géneros urbanos.

Artistas que no han dejado de aparecer. Desde Rosalía hasta la venezolana Arca; de C Tangana al argentino Ca7riel; de Bad Bunny a Karol G.

Artistas que, masivos o no, reconfiguran algo. Con una estética que habla de una humanidad en proceso de cambio y con letras que tratan de recordar que la sexualidad y la pasión no tienen por qué ser controladas bajo criterios morales, que solo buscan desnaturalizar actos humanos.

El reguetón, los géneros urbanos, son hoy la música que habla de consentimiento, de cierta responsabilidad afectiva.

Al final, los géneros urbanos no deben ser del gusto de todo el mundo. Pero hay que recordar que si muchísimas personas lo encuentran importante y necesario para sus vidas, no es porque esa gente sea tonta o no sepa apreciar la “buena música”.

Es porque hay algo que resuena en ellos con esos beats; algo que los libera, que les recupera su cuerpo, que los vuelve pura sensación. En esa música impura o poco digna existe una respuesta ante el caos del mundo. 

Eduardo Varas 100x100
Eduardo Varas
Periodista y escritor. Autor de dos libros de cuentos y de dos novelas. Uno de los 25 secretos mejor guardados de América Latina según la FIL de Guadalajara. En 2021 ganó el premio de novela corta Miguel Donoso Pareja, que entrega la FIL de Guayaquil.
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