Hace pocos días, los médicos nos vestimos de luto. Fabricio, un estudiante de medicina de último año de la carrera, se quitó la vida. Tenía un cuadro depresivo, agravado por condiciones de maltrato,  violencia académica y acoso laboral que sufrió mientras era interno rotativo en un hospital de la provincia de Cotopaxi. El internado rotativo es parte de la formación de médicos y se hace el último año de Medicina, una carrera altamente demandante en tiempo y exigencia, que muchas veces pueden agravar condiciones de salud mental, o desarrollarlas. 

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La historia de Fabricio fue conocida por muchos por su trágico desenlace. Pero algunos pudimos conocer los últimos días y circunstancias que lo llevaron a una terrible decisión. Sabemos que Fabricio sufría de depresión, que recibía tratamiento, pero no pudo continuarlo por las dificultades que atraviesa el sistema de seguridad social. Existen mensajes donde él pidió ayuda  para conseguir sus medicinas o recibir acompañamiento. En ellos relató que varias veces le dijeron que su condición de salud no era compatible con la carrera de medicina. 

Fabricio intentó sobrevivir en un ambiente de abandono y falta de empatía. En sus últimos mensajes recomienda a sus compañeros cuidarse, y relata que “no puede más”. Estos revelan un sistema absolutamente que no tiene los principios elementales de la profesión médica: cuidado, empatía y vocación de servicio.  

Entre las reacciones de dolor e indignación por su suicidio, médicos y médicas que han aprovechado para contar experiencias similares en distintos momentos de su formación profesional. La muerte de Fabricio deja ver el lado más oscuro y violento de la profesión. Ese lado en el que el proceso formativo se vuelve incompatible con la garantía de la salud mental y el cuidado, paradójicamente en quienes nos formamos para cuidar. 

En la formación médica, todos y todas alguna vez fuimos Fabricio.

Las historias que se cuentan en los pasillos de hospitales y escuelas de medicina se mantienen como anécdotas de supervivencia y resiliencia marcadas por la naturalización del maltrato como parte de un sistema jerárquico. En este sistema el acoso y la violencia —laboral y sexual— son reconocidas como herramientas de disciplinamiento y modelaje de las y los futuros profesionales de salud.  

El el caso de las mujeres hay acoso sexual desde referencias a cualidades físicas, pasando por decirles “mi amor” o “mi interna”, hasta llegar a manoseos durante una cirugía e incluso besos forzados. En el caso de los varones, hay alusiones a la fortaleza o debilidad a la hora de realizar actividades físicas. Los comentarios sexistas relacionados a la preferencia sexual son altamente frecuentes, incluso hay reportes de casos de acoso sexual a estudiantes varones, quienes no denuncian por temor a represalias y ser considerados como débiles. 

Hay estudiantes que reciben llamadas de los médicos superiores a altas horas de la noche para “sesiones de estudio”. Esta es otra de las actividades frecuentes donde el acoso y la violencia están a la orden del día. 

Hace poco, la indignación colectiva por el femicidio de María Belén Bernal reveló cómo las instituciones jerárquicas, como el ejército o la policía, donde existen rangos determinados por la experiencia o la formación (como en la medicina), determinan el nivel de poder que se puede ejercer en las y los subordinados. 

Un estudiante de último año de medicina está en la última categoría en la escala de jerarquía. Por eso suelen recibir apodos como “esclavo o esclava” donde está implícita una obediencia incuestionable a las y los superiores. Dicha formación y  las prácticas violentas que las caracterizan,  se reconocen como parte del currículo oculto en la formación de profesionales y servidores públicos. 

Tanto Fabricio como María Belén fueron víctimas de estructuras perversas cuya naturaleza de servicio y cuidado se diluye en una realidad de violencia y abuso que se reivindica y reproduce por sus propios miembros. 

En estas dos tragedias hay más similitudes que diferencias. Fabricio, al igual que María Belén, pidió ayuda. Fabricio, al igual que María Belén, no sólo no fue escuchado, sino que recibió la estocada final de quienes en teoría debieron sostenerlo y cuidarlo.

El círculo de la violencia en la formación médica empieza con la reafirmación del supuesto arquetipo donde las cualidades humanas, como la empatía y sensibilidad, se reconocen como debilidades profesionales en contraste con la excelencia y el sacrificio. Así se genera un ambiente tóxico de formación donde se produce una deformación del espíritu solidario y generoso que todo profesional de servicio debería tener. 

“No tienes lo que se necesita para ser médico” fue una de las frases que terminaron por sellar la decisión de Fabricio. 

¿Cuántas veces en nuestros procesos académicos de formación y ejercicio profesional hemos oído algo similar? En las dinámicas del poder, la jerarquía opera como una herramienta de control que va modelando a los sujetos a voluntad, bajo la noción de disciplina y exigencia. Va definiendo a los individuos separándolos entre fuertes y débiles, reafirmando modelos sobrehumanos que chocan con realidades sociales que demandan generosidad y empatía. 

Las historias de estudiantes incluyen violencia sexual, acoso laboral y académico que, algunos llevan como medallas al mérito, y otros como cicatrices que los marcan de por vida. 

Si bien, la violencia académica es mayor para las mujeres y diversidades sexuales, hay otros factores que también influyen y permiten entender la dimensión de estos maltratos. Elementos de clase y condición social se han sumado a  los factores determinantes de la  violencia, cuando en los hospitales públicos las y los estudiantes de universidades privadas son discriminados de los servicios y actividades formativas y viceversa, en los hospitales privados con estudiantes de universidades públicas. 

El género, la etnia y las condiciones de vulnerabilidad como la discapacidad, o las condiciones de salud mental, se siguen considerando factores de riesgo determinantes para la violencia en la formación universitaria cuando se identifican como rasgos incompatibles con las condiciones de carga laboral y académica. 

Es así que en un estudio realizado en el 2017 en el Ecuador estableció que el 97% de las y los estudiantes de medicina habían sufrido alguna forma de violencia y que en el caso de las mujeres más del 50% de las que sufrieron violencia, fue de tipo sexual. 

La vulnerabilidad, falta de empatía y de humanismo en el caso de María Belén y en el de Fabricio nos llaman a reconocer la importancia de cuestionar los sistemas de “(de) formación” en las principales carreras de servicio público. ¿Y por qué no pensarlo en todas? 

Mientras lamentamos profundamente la muerte de Fabricio, en días pasados también vivimos la graduación de nuevas y nuevos profesionales de la salud. Una promoción más de sobrevivientes que pudo cruzar el Estigia de la formación médica cumpliendo con la tradición histórica con el principio de cuidar y salvar. 

El fin de la ciencia es servir a la humanidad, y desde la academia es fundamental cuestionar la estructura histórica de los modelos educativos. Es clave entender que no es posible la excelencia sin humanismo, que los valores éticos científicos deben promover el cuidado desde la garantía del derecho a una vida libre de violencia. Todo esto con la convicción de que el aprendizaje rinde frutos cuando se reconoce al otro como la semilla de un mundo mejor al que todas y todos debemos aspirar.

Debemos perseguir que la formación académica, científica y profesional esté atravesada por el compromiso de servicio como el más profundo valor a proteger. 

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Ana Lucía Martínez
Médica por la Universidad Central del Ecuador, y Magister en Ciencias Sociales con mención en Género y Desarrollo por FLACSO Ecuador. Coautora de la Guía Nacional de Supervisión de Salud en Adolescentes. Actualmente desarrolla su PhD en Ciencias de la Salud en la Universidad Rey Juan Carlos de España, donde investiga estrategias de transversalización del enfoque de género en la educación médica de pregrado. Ha trabajado temas de salud sexual y salud reproductiva, violencia de género y educación médica, derechos sexuales y reproductivos.
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