La muerte de María Belén Bernal indigna. Cabrea. Entristece. El cuerpo de la abogada de 34 años fue encontrado 11 días después de que entrara a un recinto policial viva. El principal sospechoso es su esposo, el teniente Germán Cáceres, quien la habría estrangulado hasta impedir que el oxígeno entrara a su cuerpo. La habría envuelto en una colcha. La habría arrastrado por el piso y por las escaleras. La habría metido en la cajuela del carro. La habría lanzado a una quebrada.
Millones de ecuatorianos conocemos los detalles, contados por Elizabeth Otavalo, la madre de María Belén Bernal. Su reclamo hizo que el ministro del Interior Patricio Carrillo hablara de ella. Que el presidente Guillermo Lasso hablara de ella. Que el país hablara de ella. Que esta atención no sea temporal.
Tenemos que seguir hablando de María Belén Bernal y también tenemos que hablar de las 85 mujeres que han sido estranguladas, acuchilladas, disparadas, ahogadas entre el 1 de enero y el 3 de septiembre de 2022 —y de los 144 niños y niñas que quedaron huérfanos.
Tenemos que hablarlo porque de lo que no se habla, no existe.
El femicidio existe. Y en Ecuador sus cifras crecen.
El viernes 16 de septiembre de 2022, decenas de organizaciones sociales, fundaciones y activistas por los derechos de las mujeres hablaron frente a decenas de periodistas para decir: nos están matando.
Entregaron las cifras que recoge minuciosamente la Alianza para el Monitoreo de los femicidios del Ecuador: los 85 femicidios, los 6 transfeminicidios y los 115 asesinatos de mujeres por crimen organizado en los primeros nueve meses de este año. Las cifras salieron en algunos medios pero casi nadie habló de ellas en la sobremesa o en los chats de WhatsApp o en las redes sociales.
Las muertes se han vuelto números que nos anestesian. Números que no nos perturban. Que no nos indignan. ¿Cómo hacemos para que María Belén Bernal no se convierta en eso?
Lo primero es, quizás, reconocer que su asesinato no es un hecho aislado.
En este caso la responsabilidad del Estado ha sido demasiado evidente porque el presunto femicida es un policía y María Belén Bernal entró a un recinto estatal y nunca salió viva. Pero no deberíamos olvidar que el Estado es también responsable de los otros 85 femicidios en este año, contrario a lo que digan ministros y asambleístas que no entienden la violencia (gritos, golpes, estrangulamientos) contra las mujeres y suponen que es un asunto privado, familiar o de pareja.
El femicidio es, en realidad, un asunto de todos. No solo del Estado. No solo de la Policía. No solo de los ministerios.
Si las cifras no nos inmutan, ¿cómo hacemos para difundir más las historias?
Andrea Gualinga murió el 31 de julio de 2022 en un hospital en el Puyo, en la Amazonía ecuatoriana. Mientras agonizaba y un veneno quemaba sus órganos. contó que su pareja la había obligado a tomar el herbicida.
El cuerpo de Dayana Ortega, de 23 años, fue encontrado el 16 de septiembre, cuando María Belén Bernal llevaba cinco días desaparecida. Dayana Ortega también estaba desaparecida, hace nueve días. Tenía ocho meses de embarazo cuando el padre de su hijo la asesinó.
En febrero, María Barre, de 28 años, caminaba hacia su casa junto a su madre, en el cantón Flavio Alfaro, en la provincia de Manabí, cuando su esposo llegó y le dio varios machetazos hasta matarla.
En junio, María Regina Toaquiza, de 59 años oriunda de la provincia de Cotopaxi, fue golpeada por su esposo y su hijo de 21 años; las contusiones en la cabeza le causaron la muerte. La Policía dijo que habría sido golpeada con una vasija de barro.
En marzo, el cuerpo sin vida de Katrina Ordóñez fue encontrado envuelto en fundas plásticas en una alcantarilla en la manzana 421 de la Cooperativa Colinas de la Florida, en el noreste de Guayaquil. Ordóñez habría sido apuñalada por su exnovio.
En abril, Rossana Calicchio, de 29 años, fue encontrada muerta en una finca en el norte de Esmeraldas. Junto a ella estaban los cuerpos de sus dos hijos de 6 y 4 años.
Estos son resúmenes de solo 6 víctimas de 85. Detrás de cada una hay una historia. Detrás de cada una había una vida. Planes. Proyectos. Detrás de cada víctima hay una madre, como Elizabeth Otavalo, que pudo reclamar lo que muchas quisieran pero no pueden, como Norma Tuti.
Ella, una mujer indígena, pobre, que vive en una comunidad donde el Estado no llega, hoy debe encargarse de sus tres nietos pequeños que su hija Andrea Gualinga dejó en la orfandad.
La violencia en contra de las mujeres, adolescentes y niñas —que tiene al femicidio como la expresión más brutal— nos compete a todos (no solo a las feministas, a las activistas, a las periodistas). Tenemos que dejar de mirar para otro lado porque es demasiado brutal o porque nos incomoda o porque nos altera.
Cuando vi la marcha de la noche del 21 de septiembre, cuando el cuerpo de María Belén fue reconocido, recordé la marcha de enero de 2019 en la que miles de personas salieron a reclamar por el femicidio de Diana y la violación de Martha.
Ambos ocurrieron en una misma semana y #TodasSomosMartha se convirtió en un grito, en un reclamo para que las violaciones y los asesinatos acaben, para que sean sancionados, para que sean visibilizados. A esa marcha fueron más personas que a la del 8 de Marzo o a la del 25 de Noviembre.
No sé qué pasó luego de esa marcha. No sé dónde se fue la indignación. El cabreo. La tristeza. Solo espero que eso que sentimos hoy por María Belén no se vaya. Que eso se extienda a Andrea, María, Dayana, María Regina, Rossana, Katrina y las otras ochenta mujeres que el machismo nos arrebató solo estos nueve meses.
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