Estamos indignados por la violación de Martha en Quito y por el asesinato de Diana en Ibarra. Estamos indignados por los espeluznantes detalles de cada caso: una golpeada y penetrada con objetos por tres hombres; otra, con siete meses de embarazo, acuchillada por su pareja.
Estamos indignados.
Pero nuestra indignación no debe ser momentánea: los casos de Martha y Diana no son excepcionales. No son aislados.
Sus casos son los más recientes y visibles —porque han sido más reportados por los medios y difundidos en las redes sociales— de un problema estructural gravísimo que tenemos en el Ecuador: la violencia de género.
Esto pasa todos los días.
No podemos ignorar que en los últimos cuatro años en el Ecuador 600 mujeres fueron asesinadas solo por ser mujeres. Solo en 2018 fueron 88. No es el espacio para los detalles sórdidos pero muy por encima sabemos que de esas 88 mujeres, 7 fueron golpeadas, 3 quemadas, 3 asfixiadas, 3 ahorcadas, 3 envenenadas.
Cuando las organizaciones sociales que sistematizan y publican estas listas detalladas (a falta de una Fiscalía eficiente) dicen que las asesinaron solo por ser mujeres, quieren decir que los crímenes no se habrían dado si es que las víctimas habrían sido hombres. Quieren decir que mantenían con sus asesinos relaciones cercanas, de poder, en las que ellas, de alguna u otra manera, eran más vulnerables. Se refieren a que las mataron por celos, desacuerdos, venganza.
Las cifras lo explican mejor: el 66% de los asesinos fueron sus parejas, exparejas, esposos o novios; el 7% sus padres o padrastros.
Por eso, cuando hablamos de Diana, hablamos también de todas ellas. De las 600 víctimas de femicidio.
La violación sexual también es un mal de todos los días en el Ecuador.
Cuando hablamos de Martha, hablamos también de las 14 mil mujeres que fueron violadas entre 2015 y 2017 (y lo denunciaron en la Fiscalía, porque según un estudio, la mayoría de delitos en el Ecuador no se denuncia).
Cuando hablamos de Martha, hablamos también de las 7 niñas menores de 14 años que son violadas cada día, de Sandra y Laura, ambas violadas por sus padres, de Gaby, también violada por su padre cuando tenía once años, de Martina, abusada sexualmente por su padrastro cuando tenía apenas cuatro años. Y de miles más.
Cuando nos indignamos por Martha y por Diana, nos indignamos también por esta violencia que lleva ya mucho tiempo sin ser verdaderamente abordada en el país. Un problema que es tan mal enfocado y entendido que cuando sucede no faltan las preguntas sobre por qué la mujer acudió a ese lugar, por qué estaba allí a esa hora, por qué estaba vestida así, por qué estaba sola.
Es tan mal enfocado que el presidente Lenín Moreno se pronunció sobre el caso de Diana pero lo hizo de la peor manera posible: ignorando que se trataba de un femicidio —o dicho de otra manera, de la expresión más burda de violencia de género que es el asesinato— y poniendo la atención en la nacionalidad del asesino, levantando una ola irreflexiva y violenta de xenofobia.
Vivimos en un país donde elegimos enfoques equivocados. Nos olvidamos de atacar directamente al problema que es la desigualdad de género.
Los casos de Diana y Martha son dolorosos indignantes repudiables vergonzosos. Lo son aún más porque son la más reciente expresión de un mal estructural. De un mal que se evidencia con los dolorosos indignantes repudiables vergonzosos 600 asesinatos de mujeres y las 14 mil violaciones que registra el país.
Cuando nos movilizamos, nos indignamos, nos horrorizamos, gritamos por Martha y por Diana también nos movilizamos, nos indignamos, nos horrorizamos, gritamos porque la violencia en contra de las mujeres, de una vez, se acabe.