En las viscosas redes sociales circuló un video, en julio de 2019, en el que se ve a un grupo de personas en Tulcán, ciudad ecuatoriana fronteriza con Colombia, pegarle a un hombre en el suelo. Según una nota publicada en un medio local, el hombre habría intentado robar y sería venezolano. “El pueblo ha optado por tomarse al ladrón por sus propias manos, dice la locutora de la nota”. Es solo un ejemplo de cómo algunos tulcaneños rechazan a los migrantes— o, para ser más precisos, rechazan a los migrantes pobres. 

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Ahora son los venezolanos. Pero en el Ecuador suceden cosas similares desde hace años. Lo que cambia es el destinatario del rechazo —donde antes se leía colombiano, luego se leyó cubano o haitiano. En 2014, las noticias de algunos medios de Tulcán eran sobre robos y tráfico de drogas —por lo general, se asociaba a migrantes colombianos a estos delitos. No había una constatación de que así fuera, y cuando el que participaba era un ecuatoriano, no había mención de la procedencia. 

En los tempranos 2000, miles de colombianos salieron obligados de su país por la violencia del conflicto armado. También, han migrado en busca de trabajo y con la intención de mejorar sus vidas. Ecuador es el cuarto país que más los ha recibido, después de Estados Unidos, Venezuela y España. Los haitianos han llegado a Chile, Estados Unidos, Ecuador o Brasil empujados por la crisis económica y sanitaria después del terremoto de 7 grados en 2010 y el paso del huracán Matthew en 2016. 

Muy pocos quieren irse de su tierra. En general, la mayoría sale porque no puede resolver su pobreza en sus países de origen. Esa misma pobreza los hace nuevamente víctimas. Son discriminados y estereotipados. Son perspectivas que se crean sobre un grupo de personas en base a los sentimientos de asco, miedo y hostilidad; y de prejuicios que son opiniones livianas de un colectivo. Y no es nada nuevo dice Marcelo Andrade, doctor en ciencias humanas, en su en análisis sobre la aporofobia.

La aporofobia es un concepto que está por cumplir un cuarto de siglo. Fue creado por la filósofa española Adela Cortina en 1995, en un artículo en el ABC cultura que llevaba por título Aporofobia. En 2017, año en que fue incorporada al diccionario de la Real Academia, fue también elegida por la Fundéu como palabra del año. Es, según su definición diccionarista, la “fobia o rechazo hacia las personas pobres o desfavorecidas”. Según Cortina, cuando los extranjeros llegan como turistas, son recibidos  con amabilidad. Sin embargo, explica la filósofa en su libro Aporofobia,  el rechazo al pobre, un desafío para la democracia cuando esos extranjeros son migrantes pobres, obligados a salir de sus países por crisis o persecuciones son rechazados en los lugares que llegan. 

Esta aporofobia, quizá inconsciente, está permeando en la producción de ciertos medios de comunicación de Tulcán —y de otras partes del país. Y está teniendo consecuencias en el pensamiento común de la gente. El ‘imaginario social’ le llaman los expertos. Elena, una ama de casa de Tulcán, dice que vio a un grupo de venezolanos forcejeando la puerta de un carro estacionado fuera de su casa. Cuando le pregunté cómo sabía que eran venezolanos, dijo que porque llevaban maletas. Elsa, dueña de un local comercial de la misma ciudad fronteriza, dice que en una madrugada unos venezolanos llegaron hasta su casa e intentaron robarle. Dice que eran venezolanos porque “físicamente no son de Tulcán”. 

Cuando los medios de comunicación toman estas experiencias y, en lugar de verificarlas, contrastarlas o analizarlas en contexto, las replican, las consecuencias pueden ser graves. En enero de 2019, la gente saqueó algunas viviendas de migrantes venezolanos en Ibarra, una ciudad andina del Ecuador. La noche anterior al saqueo, se había viralizado un video en el  que un hombre apuñalaba a su expareja en la calle. El hombre era, en efecto, venezolano. Pero la forma en que medios, redes sociales y autoridades resaltaron la nacionalidad del asesino desembocó en el paroxismo xenófobo que fue retratado en medios de todo el mundo.

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Al parecer, no nos gustan los migrantes pobres en la realidad, pero sus narrativas épicas nos fascinan. Jesús, el hijo del Dios católico, era migrante, según la Biblia. Nació en Belén, creció en Nazaret de Galilea. Hizo su vida pública en Jerusalén. Sobre él se han escrito obras de teatro, filmado películas, escrito infinidad de libros. “No soy digno de que entres en mi casa”, le dijo un centurión que le pedía que cure a su criado, dice el evangelio de Mateo, “pero una palabra tuya bastará para sanarlo”. En la realidad, parecería imposible que alguien diga que su casa no es digna de un venezolano que huye de la crisis humanitaria de su país. Por el contrario, le cerrarían rápidamente las puertas. 

Pero no hay que buscar en el plano místico para encontrar otros migrantes que amamos. Ahora que los estudios de cine producen sagas enteras de superhéroes, seguimos con atención las historias de personajes como Superman (un migrante del planeta Krypton), o de Thor (un dios migrante del planeta Asgard). El Ulises que leemos en las clases de literatura pasó veinte años fuera de su país, y fue en su éxodo en que vivió la odisea que nos contó Homero. 

Tampoco hay que buscar, necesariamente, en la literatura o los cómics para encontrar a estos migrantes con mejor fortuna que los de nuestra vida real. Hace unos años, una telenovela llamada Terra Nostra fue un éxito televisivo en el país. Contaba la historia de dos migrantes, Matheu y Juliana, que se conocen en un viaje trasatlántico entre Génova y Brasil. Ambos iban en busca de un futuro. 

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No se trata de romantizar una cuestión compleja. Hasta agosto de 2019, cerca de 5 millones de personas han salido de Venezuela. Uno de cada cinco , entró al Ecuador desde 2016. Un poco más de 300 mil, se quedaron —es casi la misma población de Durán, la séptima ciudad más poblada del Ecuador. De acuerdo a datos preliminares de la Gobernación del Carchi, la provincia de la que es capital Tulcán, 1800 venezolanos viven en esa provincia. El sociólogo Santiago Cabrera, jefe de la Cooperación Internacional del Gobierno Municipal de Tulcán, dice que la alcaldía abrió un centro de alojamiento temporal para migrantes vulnerables, como embarazadas, madres con hijos pequeños, personas con discapacidad o ancianos. Cabrera dice que el Municipio de Tulcán tiene previsto —con el apoyo de la Organización de Naciones Unidas— colocar baños y duchas en la frontera para los migrantes que crucen. Muchos vienen tras largos días de viaje, con hambre y sin haberse podido asear debidamente. Además, explica Cabrera, la ONU y ciertas organizaciones no gubernamentales dan alojamiento temporal a los migrantes, en distintos hoteles de Tulcán. 

Pero lo que trasluce en las notas de prensa de la ciudad son los migrantes que duermen en parques o lugares públicos. El enfoque no aborda de forma crítica las respuestas del Estado ecuatoriano ante la ola migratoria, sino más hacia la presencia de los venezolanos como un problema en sí mismo. “Decomiso de droga y armas blancas se registró en operativo de desalojo a ciudadanos venezolanos de parques y otras edificaciones de Tulcán” dice el encabezado de la nota sobre el desalojo. 

Ese tipo de discursos asusta a los habitantes del Carchi. Poco a poco, el pánico se va cociendo. En redes sociales, se sueltan todo tipo de comentarios xenófobos justificados por querer mantener la seguridad de la ciudad.  Las notas hablan sobre los desalojos como forma de solucionar el problema que creen que son los migrantes. Sin mencionar los derechos que tienen. Sin decir que han salido de su país obligados por la pobreza. Sin decir que la migración es un derecho humano.

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Nadie sabe a ciencia cierta si el joven agredido en Tulcán es venezolano. No hemos podido verificar esa información, porque ninguna autoridad tiene datos  sobre lo que pasó. La Defensora del Pueblo en el Carchi, Tania Castillo, dice que en la defensoría no sabían que ese intento de linchamiento había sucedido. En el video —que dura cerca de dos minutos— se ve que un patrullero de la Policía Nacional llega al linchamiento, que se acaba ahí . 

Lo único que se sabe es que en la cárcel de Tulcán, de las 649 personas que están detenidas ninguna es venezolana, según la Defensora del Pueblo. En marzo de 2019, el Organismo Internacional para las Migraciones (OIM) dijo que que el 97,7% de los migrantes que encuestó ha sufrido discriminación por su nacionalidad y situación económica. 

Esto contrasta con las cifras de la realidad: según información del Ministerio del Interior del Ecuador de enero de 2019, el 92% de la población carcelaria es ecuatoriana. Cuando ocurrieron los saqueos contra los venezolanos en Ibarra,  la ministra María Paula Romo dijo que en 2017, de los 884 homicidios intencionales que hubo en el Ecuador, ninguno lo cometió un venezolano. En 2018, de los novecientos asesinatos reportados, apenas quince detenidos eran de esa nacionalidad. Sin embargo, muchos relatos mediáticos parecen ratificar las teorías de que, a más venezolanos, mayores tasas de delito. 

Justo por los días en que circuló el video del ataque en Tulcán, el presidente Lenín Moreno anunció que los venezolanos necesitarán una visa para permanecer e ingresar al país, desde el 26 de agosto de 2019. “Como jefe de Estado es mi deber es  tomar decisiones que garanticen orden y seguridad para los ecuatorianos y también para los migrantes”, dijo Moreno. Ecuador llegó al límite de acogida a la población venezolana, dijo en un comunicado de la Secretaría de Comunicación de la Presidencia. En  Carchi, las autoridades provinciales dicen que trabajan en Mesas Técnicas de Movilidad Humana y Seguridad Ciudadana, para mejorar la situación de los migrantes. Hicieron un plan de contingencia por el posible aumento de migrantes venezolanos. 

Pero nada de esto servirá si no trabajamos, como sociedad, en reducir nuestra aporofobia. Para lograrlo es indispensable el concurso de los medios de comunicación, que siguen ejerciendo una influencia real en la forma en que vemos y pensamos sobre los demás y las percepciones que desarrollamos. Esos mismos medios nos han vendido la historias de éxito e inspiración de migrantes de ficción —sean de otros planetas, otros países y hasta otros tiempos—. Es hora de que nos muestran las historias, contrastadas, verificadas y responsables de los migrantes de verdad. Porque, en realidad, el problema no son los migrantes venezolanos, ni que a un tulcaneño le hayan robado, ni si quien robó haya sido, en efecto, migrante. Los prejuicios son el verdadero problema. Y los medios deberíamos ayudar a los ciudadanos a superarlos, invitándolos al viejo ejercicio de ponerse en los zapatos de los demás.