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Es la madrugada fría del 11 de diciembre 2015 y el nuevo Primer Ministro de Canadá, Justin Trudeau, espera la llegada de un avión junto a los medios de comunicación nacionales e internacionales.  Es un vuelo que transporta pasajeros reales, pero —sobre todo— un símbolo poderoso. Mientras Trudeau caliente las manos en el aeropuerto de Toronto, unos kilómetros al sur, en los Estados Unidos, el emergente candidato populista a la presidencia de su país, Donald Trump, asusta a la clase política con su discurso de “mexicanos violadores” y sus promesas de levantar un muro en la frontera con México y un registro de musulmanes. Al mismo tiempo en Europa incidentes de terrorismo empoderan a los partidos fascistas. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el continente gira hacia el nacionalismo en lugar de acelerar su integración. Unos meses después, en el Ecuador, el gobierno de Rafael Correa incumplirá su promesa de ciudadanía universal para todos los seres humanos y expulsará a cientos de cubanos de su territorio, devolviéndolos al país del que huyen desesperadamente. “Yo no regreso a Cuba, yo prefiero morir”, dirá una mujer. Cuando llega el avión a tierra canadiense, los pasajeros bajan y se encuentran con Trudeau. Él los abraza, les ofrece chompas para el frío. “Llegaron aquí como refugiados, pero salen del aeropuerto como residentes permanentes de Canadá.” —les dice en el francés trenzado que se habla en Canadá— “Están seguros ahora, porque están en casa.” El país celebra, y el Primer Ministro alcanza nuevos niveles de aprobación. Aquel contraste con Estados Unidos, Europa y Ecuador nos obliga a pregunta: ¿qué carajos está pasando en Canadá?

Para mí aquella pregunta no es nueva. En una biblioteca del siglo 18 en Inglaterra dediqué dos años de mi vida al estudio de la formación de identidades nacionales y llegué a una conclusión: las identidades nacionales son construcciones sociales, productos de las narrativas dominantes que nos contamos para justificar nuestra existencia colectiva. La identidad canadiense es distinta a la de estadounidenses y europeos: no ha olvidado que es un país de migrantes.

En su esencia Ecuador no es tan distinto a Canadá. También es un país formado por migración. Varias figuras políticas con apellidos árabes han sido claves en formar nuestra realidad actual: Mahaud, Bucaram, Dahik, Jalkh, Baki son algunos. El actual canciller nació en Francia de un papá inglés, y su orígen es menos controversial que su capacidad de vivir en una realidad paralela en que él proclama que todos están felices en Venezuela y que en Ecuador se celebra la movilidad universal al mismo tiempo que expulsamos en masa a docenas de migrantes cubanos. 

En el ámbito económico ecuatoriano también hay familias de origen de Medio Oriente. Aunque algunos prefieren explicar el éxito de familias judías con teorías de conspiración, la verdad, como explica la autora Amy Chua en su libro World on Fire, es que la migración forzada causada por guerras o eventos catastróficos como el Holocausto Europeo, tiende a producir grupos minoritarios con dominancia económica, porque llegan a sus nuevos países y ven oportunidades. Muchas veces tienden un hilo entre sus sus países de origen y sus países de llegada al importar bienes que no existían aquí y exportan bienes que no había allá. No es casualidad que familias ecuatorianas como los Wright, El Juri, y Deller empezaran como vendedoras al por mayor y evolucionasen a industrias como supermercados y centros comerciales, extensiones lógicas de sus negocios iniciales. Tan fuerte es el vínculo entre migración y emprendimiento que la iniciativa Startup Chile busca crear un ecosistema tecnológico en ese país e invitan a emprendedores extranjeros a fundar sus empresas allí, con beneficios económicos y tributarios. Es un reconocimiento de que el migrante lleva consigo un conocimiento importante cuya aplicación puede transformar la economía a la que llega.   

Hay otras historias de migración que no son tan evidentes porque comparten un origen latinoamericano o español. Las dictaduras del siglo veinte en España, Argentina y Chile hicieron llegar miles de ciudadanos que escapaban de la brutalidad de aquellos gobiernos. Muchos se volvieron académicos o periodistas, influyendo y dirigiendo el debate público. Cientos de miles de ciudadanos colombianos desplazados por la violencia de su conflicto interno han hecho del Ecuador su casa. En la mitología popular el colombiano lleva consigo una cultura de servicio al cliente que gana a la de los locales. La industria del turismo está llena de europeos y norteamericanos que llegaron al Ecuador, se maravillaron con su riqueza natural y dedicaron sus vidas a explorarla y mostrarla al mundo. Hoy llegan venezolanos huyendo de la incompetencia institucionalizada del régimen corrupto de Nicolás Maduro. Como emprendedor extranjero adoptado por el Ecuador, nunca he sentido que mi acento gringo me perjudicara (aunque de vez en cuando haya quienes te quieran ver la cara de gil). 

Hace un tiempo, estuvimos sentados en un bar de la Mariscal en Quito con amigos y parientes, y entró un grupo de chinos hablando un español completamente quiteño: los fffs y ve sintácticamente puestos en los lugares correctos. Después de varios instantes de escuchar sus conversaciones, un amigo dijo en suspiro “ve, son exactamente como nosotros.” Aunque pertenece a una categoría especial, el inmigrante promedio no vive alejado de la sociedad ecuatoriana. Se casa con ecuatorianos, trabaja con ecuatorianos, come el ceviche y fanesca con gusto y asimila la cultura local con gusto. Deja de ser personas que se definen en términos singulares y se vuelven seres plurales. En el proceso, el migrante ha ayudado a modernizar al país, ha introducido nuevos emprendimientos que dinamizan a la economía y que ayudan acelerar el ciclo de romper y construir depósitos de riqueza. 

Una sociedad de esas características, debe definirse en términos plurales. Como los canadienses, que se niegan a definirse desde enfoques individualistas: mientras en otros países existe un ciudadano ideal —de un origen étnico específico, unilingual, con una religión específica—, en Canadá no. El ciudadano canadiense puede hablar inglés o francés (o cualquier otro idioma), puede ser cristiano o musulmán, puede haber nacido dentro del territorio o en otra parte del planeta. Ser canadiense no es producto de nacer: es un compromiso con una serie de valores inclusivos. Aquella definición de identidad plural genera un contexto único. De las dos últimas gobernadores generales de Canadá —técnicamente, jefas del Estado aunque su papel es simbólico salvo en tiempos de crisis de gobernanza— una nació en Hong Kong y la otra era una refugiada haitiana. El primer ministro canadiense puede ganar una elección prometiendo más migración porque los canadienses celebran sus historias de migración: cualquier canadiense te puede contar cómo su familia llegó al país. El verdadero problema para Trudeau fue tener que pedir disculpas por no llegar a la meta de recibir 25.000 refugiados antes de terminar el 2015. 

Por supuesto, la identidad canadiense también tiene sus límites: cuando hice una prueba genética que me reveló hasta las raíces africanas de mi árbol genealógico, descubrí que un porcentaje de mi ADN era indígena norteamericano. La evidencia científica tomó por sorpresa a mi familia, porque no aparecen indígenas en nuestra memoria colectiva familiar. El concepto de mestizaje existe en Ecuador, pero no en Canadá. Ser indígena también no es sólo una forma de identificarse pero también una categoría definida por el Estado: si puedes demostrar que uno de tus cuatro abuelos era indígena, recibes el carnet de indígena que te da ciertos beneficios como exclusión de pago de impuestos o educación gratis de por vida. Si no tienes la prueba, por más que te identificas como indígena, el gobierno no te reconoce como nativo. 

Si sabemos que la identidad nacional es una construcción social, ¿por qué no seguir construyendola? Al volvernos un país más abierto al mundo nos integramos más al mundo. Generamos más ideas y aprovechamos más del conocimiento y contactos que trae cada persona que ve en Ecuador una tierra de oportunidad. O nos estancamos contando la historias de la grandeza de nuestros antepasados, o nos damos licencia para crear nuevas historias, de un país abierto en una época de cierres, un país que cuestiona las corrientes principales y que buscar ser como Dubai en los Emiratos Árabes Unidos o Singapur, lugares emblemáticos en sus regiones por atreverse a ser centros internacionales. En un mundo cada vez más globalizado, los países más nacionalistas tienen futuros grises, mientras los países que buscan integrarse con el mundo tienen una ventaja estratégica. Hay mucho por hacer si entendemos que una economía no es un juego de “todo o nada,” en que el nativo tiene derecho divino, pero una economía es una entidad viva y creciente cuyo principal poder es expandirse y generar nuevas oportunidades para todos gracias al libre flujo de ideas, capital y talento. 

El celebrado historiador Benedict Anderson usa el término “comunidad imaginada” para describir el estado-nación: “Es imaginada porque los miembros, hasta los de la nación más pequeña, nunca se encontrarán con la totalidad de sus compatriotas, conocerlos, o hasta saber de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imágen de su comunión.” Las historias de nuestros orígenes, muchas veces cuentos de batallas en que nuestro lado pobre y subestimado vence contra toda lógica al poder opresor grande y siniestro, sirven para impregnar a nuestro estado-nación con sanción divina, como si los dioses mismos hubiesen dictaminado nuestra existencia. Si la construcción del futuro depende de narrativas del pasado que justifican la dirección hacia donde vamos, en Ecuador sobran historias de inmigración que podríamos contarnos para para ser ese país dinámico que sale adelante. Ecuador, al igual que Canadá, es un país formado, en parte por sus inmigrantes, pero aquellas historias tienden a disiparse en lugar de ocupar un espacio central en la memoria colectiva. Un país es lo que decide celebrar. ¿será que tenemos el coraje de cambiar la narración de nuestra historia para siempre? 

Bajada

Durante años hemos hablado del valor de los que se van del país —está bien, pero es hora de celebrar a los que llegan

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Fotografía de Ana Guzzo bajo licencia CC BY SA 2.0