Lo confieso: soy monarquista. No es una proclama espontánea, surgida del fervor del matrimonio de Harry y Meghan Markle, ahora duques de Sussex. Tampoco fui siempre así: antes era republicano. Nací en Canadá, y ahí viví mis primeros 20 años. Luego hice mi postgrado en Inglaterra. Y ahí seguía pensando que las monarquías eran sistemas caducos, pero vivir la mayoría de mi adultez en el Ecuador me ha convencido del valor de la milenaria institución británica.
Es curioso que viviendo en Canadá yo haya sido republicano, y recién en América Latina haya cambiado mi noción de la realeza: mi país tiene una fuerte conexión con la monarquía británica. Canadá nunca tuvo una guerra independentista: su ruptura fue amigable. La reina Victoria le concedió independencia de funciones hace 150 años, y ella ahora es celebrada con un feriado nacional. Como si en el Ecuador celebrásemos a Fernando VII, rey de España en 1822. Los canadienses, como mi abuelo, pelearon en la Segunda Guerra Mundial bajo la bandera británica. Recién en 1982, los dos países se pusieron de acuerdo para quitarle a Gran Bretaña la autoridad constitucional de intervenir en asuntos canadienses.
Hoy, la Reina de Inglaterra sigue siendo jefa del Estado canadiense, aunque su poder constitucional está delegado a un representante elegido por el gobierno canadiense. En años recientes, los representantes de la Reina han sido personas que personifican el sueño canadiense bien ejecutado: una migrante haitiana que llegó como joven al país y luego se destacó como periodista en los medios ingleses y franceses del país, una periodista nacida en Hong Kong, y la actual es una astronauta retirada.
Pero aunque los terrenos públicos son considerados ‘terrenos de la Corona’ (crown land) y los fiscales del Estado son ‘fiscales de la Corona’, y las cosas se hagan en su nombre, su poder real es nulo: la Reina no tiene la autoridad de exigir un semáforo en una intersección peligrosa.
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Hay un error recurrente cuando se dice que la Reina es solo un símbolo, como si eso fuese algo hueco: en realidad, los símbolos son poderosos. En el caso del ejercicio del poder, lo que me convenció del valor de la monarquía es el obstáculo que representaría para una persona que pretendiese monopolizar el poder. Y por supuesto, esto lo aprendí viendo a los políticos latinoamericanos.
En los sistemas presidenciales, la jefatura de Estado y de Gobierno es ejercida por el Presidente. Algunos, como seducidos por un anillo mágico, intentan prolongarse en el cargo, creando lo que a la larga son dinastías enquistadas en el poder: formando nuevas familias reales.
En los países de monarquías constitucionales, en cambio, el jefe de gobierno el primer ministro que gobierna en nombre de la Corona. Su poder es mucho más endeble, porque siempre hay sobre ellos un poder que se manifiesta a través de la tradición representada por la monarquía.
El poder simbólico de la monarquía sirve, justamente, para quitar esa ambición de volverse todopoderoso. En la mayoría de los casos funciona: Gran Bretaña no tiene una constitución formal, pero ha evitado la tiranía, Canadá no tiene límites de mandatos de sus líderes, pero no sufre de caudillismo. Por supuesto, no siempre funciona así: Zimbabue era miembro del Commonwealth hasta que fue expulsado por las tendencias totalitarias del recién derrocado Robert Mugabe.
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Como símbolos, las monarquías también van cambiando: sobre todo ahora con el matrimonio de Harry y Meghan, que más que una boda es una declaración de la evolución de la casa real de Windsor.
El siglo 20 fue turbulento para la familia real. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el rey Eduardo VIII abdicó para poder casarse con la divorciada estadounidense Wallis Simpson. La Corona no aceptaba el origen ni el estado civil de la amante del Rey, y él se vio obligado a entregarle la corona a su hermano, y eventualmente dejar el país. La princesa Margarita —hermana de la actual Reina— fue prohibida de casarse con Peter Townsend, capitán del Ejército también divorciado y plebeyo.
El costo de mantener las apariencias en la familia real británica ha sido alto, pero con el matrimonio entre Enrique y Meghan Markle se ve la adaptación de los Windsor al mundo real. En pocas palabras, la Reina ya no ejerce poder ni sobre su propia familia: Meghan es americana, divorciada, mayor que el príncipe, mulata, y actriz, todas condiciones que le hubiesen impedido casarse con un príncipe hace apenas 50 años.
La ceremonia, que debemos recordarnos es un matrimonio real, celebró sus raíces afroamericanos con un coro de gospel y un pastor estadounidense que dio su sermón en la apasionada tradición de la iglesia negra, características impensables en un matrimonio de la monarquía —hasta ahora.
La familia emblemática británica cuyo único trabajo real es sostener tradiciones (Harry tuvo que pedir permiso de su abuela para llevar barba), va abriéndose a nuevas manifestaciones de britanidad, al mosaico cultural que es ahora Gran Bretaña.
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Y los ciudadanos se dan cuenta. Los periódicos han pasado las dos últimas semanas publicando notas sobre la importancia para los británicos afro, hispano, o asiático descendientes de tener un miembro de la familia real de raíces africanas: la homogeneidad étnica de la familia real era un recordatorio de su estado como ciudadanos de segunda clase, algo utilizado por grupos racistas británicos para argumentar en contra de la migración. El periodista británico Gary Younge entrevistó un líder neonazi que insiste que Gary no puede ser británico porque es negro. Ese argumento ya no cuenta con el respaldo simbólico de la familia real.
Más allá del romanticismo de aún dejarnos creer que puede haber príncipes, princesas, y matrimonios reales, la monarquía sirve como un papel simbólico de crear un poder en tradición que puede prevenir la tiranía al poner límites al ejercicio real de poder.
Eso no significa que no deberíamos reconciliarnos con las verdades del pasado, sobre todo los crímenes perpetrados en el nombre de la institución. A la vez, podemos encontrar en la familia real británica un patrón de estabilidad. Visto lo que sucede en Venezuela y en Nicaragua, y el fallido período de poder absoluto que terminó en el Ecuador hace un año, ponerse sombreros ridículos y reírnos de la pompa es un bajo costo que pagar para poner límites que impidan que nos volvamos víctimas de los sueños totalitarios de aquellos que se ven con las semillas de nuevas dinastías que jamás abandonen el poder.
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