Un viernes por la tarde María, de 20 años, se cayó saliendo de su trabajo y comenzó a sangrar. Estaba abortando, pero ella ni siquiera sabía que estaba embarazada. “Fui al baño y sentí que me oriné, pero en vez de orina salió bastante sangre”, recuerda. Compró una toalla sanitaria pensando que le había llegado la menstruación, y aunque el dolor era fuerte, esperó hasta el lunes para ir a que la atiendan a la maternidad en la provincia costera de Esmeraldas, en el norte ecuatoriano. “Me dijeron que no tenía nada, que me iban a hacer una limpieza pero nunca me avisaron que estaba embarazada y luego me detuvieron”. María es una de las mujeres en el Ecuador que han sido enjuiciadas —y encarceladas, en algunos casos— por un aborto espontáneo.
La única prueba que tenían para acusarla era un parte policial en contra de tres mujeres que también fueron apresadas el mismo día, en el mismo hospital, que decía que María aceptó que se había provocado el aborto. Un juez ordenó prisión preventiva en su contra, y estuvo dos meses en la cárcel. Su hijo de tres años estuvo con ella en su celda durante esos 60 días, porque su familia no podía hacerse cargo de él. Después de ese tiempo, fue liberada: las pruebas en su contra eran insuficientes. Según el estudio del Centro de Apoyo y Protección de los Derechos Humanos Surkuna, de 157 mujeres procesadas judicialmente desde 2013 por abortar en el Ecuador, cerca del 45% tuvo un aborto espontáneo (no provocado, que ocurre en las primeras 20 semanas de gestación). Pero esta es solo una muestra de lo que pasa a nivel nacional. María —su dolor, su victimización, su tragedia— es parte de esa estadística.
Ser mujer en el Ecuador sigue siendo muy difícil: en 2014 el aborto consentido fue ratificado como delito en el Código Orgánico Integral Penal (COIP). La pena es de uno a tres años de cárcel para quien haga abortar a un mujer y de seis meses a dos años para la mujer que lo permita. El problema, según Ana Vera, abogada de Surkuna, es que identificar un aborto provocado de uno espontáneo es casi imposible —a menos que se encuentre un instrumento dentro de la vagina de la mujer o que se la haya visto tomando pastillas abortivas. Esto hace que muchos denuncien a cualquiera que llega al hospital ya sea por temor a las penas del COIP o algunas veces por convicción. Según el Instituto Nacional Ecuatoriano de Censos (INEC), en el 2014 casi 36 mil mujeres ingresaron al hospital por aborto. Cerca de 5.500 fueron espontáneos. Pero Vera explica que entre 2013 y 2014, se registraron 51 denuncias presentadas por Centros de Salud en contra de mujeres. Lo hacen cuando ha pasado algo que les asusta, como una complicación en el tratamiento. “No quieren arriesgarse a que muera por mala práctica médica” —explica Vera— “también comienzan a denunciar porque la Fiscalía los ha visitado para decirles que tienen que denunciar”. Es en este ambiente de pánico, estrés y culpabilidad donde muchas ecuatorianas llegan para que les salven la vida, y terminan saliendo criminalizadas.
Las mujeres que van a los hospitales por aborto llegan sangrando, asustadas y vulnerables. Muchas veces, la primera reacción de los que los atienden en el hospital es llamar a la policía, tomarles testimonio, condicionarlas: si no confiesan no serán atendidas. Desesperadas, aceptan que las interroguen y muchas veces aceptan haberse provocado el aborto —aunque no lo hayan hecho— solo para tener acceso a un médico. Les hacen exámenes ginecológicos sin su autorización, les sacan sangre para ver si es que ha ingerido alguna pastilla abortiva, y a veces las engañan diciéndoles que encontraron la sustancia en los exámenes y que irán presas. Estas mujeres son procesadas antes o después de su intervención médica, sin presencia de un abogado defensor, y sin decirles claramente los derechos que tienen o las implicaciones de sus declaraciones. Sus versiones ante los profesionales de salud, los policías y los fiscales en las audiencias de flagrancias no deberían considerarse como pruebas válidas según Vera: cualquier declaración que sea autoincriminatoria no tiene valor legal. Las historias que estas mujeres cuentan en un contexto de vida o muerte son supuestos reconocimientos de un delito, pero están hechas bajo la presión extrema que padecen en ese momento. Entre decir la verdad y lo que el médico o enfermero quiere oír para atenderlas, estas mujeres siempre preferirán lo segundo.
La tragedia que padecen suele no tener un preámbulo: muchas de quienes asisten a un hospital por aborto espontáneo no sabían que estaban embarazadas. Vera dice que la mayoría no tiene educación, pertenece a pueblos o nacionalidades indígenas, o son muy pobres. Estas variables hacen que este grupo de mujeres tenga más probabilidad de tener complicaciones durante el embarazo. Según el INEC, 1 de cada 5 embarazadas sufre un aborto espontáneo. Esto significa que una de cada cinco mujeres embarazadas en el Ecuador corre el riesgo de ser criminalizada. Como María, que en lugar de ser atendida por su hemorragia, fue puesta en manos de la policía por aborto consentido. Lo mismo le pasó a Juana (nombre protegido) quien tuvo un parto prematuro —a las 26 semanas— y asistió a una clínica. En vez de atenderla a ella y al bebé, la procesaron judicialmente. Su bebé murió después de tres horas de llegar al hospital por falta de asistencia médica. Lo mismo pasó con otra mujer que todavía tenía restos en su cavidad uterina: en lugar de limpiarla, fue enviada a la Fiscalía. Para Karen Duque, defensora de María, “existe una vana y falsa idea de procesar por procesar, sin investigar la motivación de las mujeres, y sobre todo, pretender aplicar una norma por encima de un derecho”. La vida de estas mujeres vale menos que los procedimientos y tecnicismos legales.
Vera explica que hay dos procedimientos: el ordinario y el flagrante. Con el ordinario, una mujer puede ser procesada tras ser denunciada de provocarse el aborto. El fiscal investiga, llama a juicio y el caso es llevado a un tribunal. Este proceso puede durar hasta tres meses. Por otro lado, un delito flagrante debe ser procesado en el momento en que se cometió el delito o hasta 24 horas después. Se resuelven en menos tiempo, entre 15 y 20 días. “Se las procesa como flagrantes porque asisten al hospital con sangrados cuando deberían ir por un proceso ordinario” —dice Vera— “Decir que algo es flagrante es aceptar que hay una culpabilidad sin siquiera hacer una investigación previa para comprobarlo”. En cambio, un caso de femicidio puede tardar en resolverse hasta tres años —o simplemente queda en la impunidad. En el Ecuador, a la balanza de la justicia no la sostiene una mujer.
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Las mujeres que sí tienen un abogado cuando están siendo procesadas no siempre obtienen la mejor asesoría. Ana Vera dice que muchos defensores les aconsejan declararse culpables para tener un proceso abreviado y que la sentencia sea menor —un cuarto de los seis meses. Josefa, de 21 años, de la provincia de Esmeraldas fue violada en el 2013. Ella y su esposo decidieron que lo mejor sería abortar. A su tercer mes de embarazo, tomó misoprostol —un fármaco utilizado para abortar— pero no surgió ningún efecto. Decidió continuar con su embarazo, pero cuando tenía 22 semanas tuvo un aborto espontáneo mientras se mudaba de casa. Fue al hospital, y al examinarla el personal de salud llamó a la policía. La interrogaron, no le informaron de sus derechos, y le dijeron que si no se dejaba entrevistar no la atenderían. Con la confesión de que cuando intentó abortar diez semanas antes —aunque es imposible que el misoprostol tenga efecto en ella después de 10 semanas de ser ingerido— el fiscal ordenó su detención. Durante el proceso su abogado le recomendó declararse culpable para que cumpla una condena rápida. Ella tomó el consejo, pero el fiscal que procesó su caso dijo que quería dar un ejemplo de que no todas las mujeres que confiesen tendrán una condena corta para, así, evitar que más mujeres aborten. El juez dictó prisión preventiva en su contra. Después de siete meses de estar presa, la dejaron en libertad con suspensión condicional de su sentencia. Ahora —dice un informe de Surkuna— lo que quiere es olvidarse de todo. Cuando una mujer tiene que elegir entre quedarse de 4 a 5 meses en la cárcel por prisión preventiva (hasta que se resuelva un proceso ordinario y se demuestre que no es culpable) o declararse culpable y salir mañana, muchas prefieren la salida más rápida. Es otra forma de ser víctimas: que quede un registro oficial de que son responsables de delitos que, en realidad, no cometieron.
La historia de Josefa se repite en varios países. En México, desde 2009, 490 mujeres encarceladas —el 70% de todas la que son procesadas— por aborto tuvieron uno espontáneo. En El Salvador hay más de 17 mujeres encarceladas por abortos espontáneos o partos extrahospitalarios que han causado la muerte de sus bebés. Cumplen penas de hasta 40 años de cárcel por algo que no hicieron. Pero los abusos no terminan en los procesos judiciales. Ana Vera dice que en Ecuador, muchas mujeres son obligadas a cargar sus fetos por días, las llevan a hacer trabajo comunitario en orfanatos para despertar su instinto maternal. “Es como si dijeran: ah no quieren ser madres entonces las vamos a castigar. Y que castiguen a una mujer por aborto espontáneo no es raro porque criminalizan a cualquiera”. A Josefa en el hospital donde convalecía le obligaron a ver al feto muerto varias veces, repitiéndole que era el hijo que ella había asesinado. Cuando le dieron el alta, no recibió ningún tratamiento para manejar el dolor. En prisión, sus compañeras la maltrataban porque le decían que asesinó a su propio hijo. “Es como si tuvieran que castigarte por haber pecado: no te hablan, te dejan el peor plato de comida, no te incluyen en los juegos. Dentro del encierro sientes además que te vas a enloquecer”, dice Josefa en el estudio de Surkuna.
El aborto no puede ser visto sin sus áreas grises. El Estado tiene que asumir un rol más comprensivo para dar tratar a cada mujer dependiendo de su contexto, sus motivos, su salud. Ver al aborto solo desde lo legal simplifica y homogeniza a un problema mucho más grande de salud pública y de derechos de las mujeres. Si siguen aumentando los juicios por abortos espontáneos, lo único que se logrará es que las mujeres no vayan a los centros de salud. Estarán, una vez más, echadas a su suerte pero ya no tendrán su destino en una celda, sino en un cementerio.