No es que leer nos convierta en seres intelectualmente superiores. Hay libros realmente malos. Uno podría obviar cientos de lecturas y no solo no volverse bruto, sino salvarse de cuartas enteras de mala literatura. ¿Leer nos vuelve mejores personas? No sé. “Antes que cualquier otra mochila”, Fidel Castro “prefería llevar a su espalda la de sus libros del momento”, escribió Juan Rodríguez, presidente del Instituto Cubano del Libro en 2018. La biblioteca de Augusto Pinochet tenía más de 55 mil libros. Hitler, además de vegetariano y amante de los perros, era un ávido lector. Entonces, ¿cuál es el valor de los libros? Que son una de las cosas más prácticas, resistentes y amigables que se han inventado. El libro de papel, digo.
(he pedido a mis editoras que me dejen esa línea mal escrita pero bien hablada. Lo último que quiero es ponerme a pontificar aquí sobre nada, ni sobre el libro, ni sobre la lectura, ni sobre la correcta estructura gramatical, pero).
Maticemos un poco antes de seguir: el libro nos ha vuelto más inteligentes como especie. ¿Por qué? Pues porque el lenguaje nos reconfiguró el cerebro. “Los estudios neurolingüísticos sugieren que un alfabeto fonético con vocales favorece el pensamiento analítico y abstracto”, dice el editor y académico noruego Bård Borch Michalsen en su libro Signos de civilización, cómo la puntuación cambió el mundo. Y el libro de papel, gracias a don Gutenberg, ha sido durante casi seis siglos el más eficiente y masivo vehículo de transmisión de esa forma de inteligencia.
Sí, en el curso de la historia le debemos mucho al libro. Pero en nuestra vida cotidiana, es mejor dejar de endiosarlo y entender que el libro de papel es maravilloso por exactamente lo contrario: por humano, pedestre, práctico, resistente. Los libros de papel son la cosa más simple y maravillosa que existe.
En la quietud forzada de la pandemia del coronavirus, lo recordamos. En las épocas de apagones, nos damos cuenta: ese aparato —el libro es, en todo rigor, un aparato— no necesita ser recargado. Se lo puede llevar bajo el brazo, puede pasar de mano en mano. Y a pesar de toda la terrible crisis de inseguridad en el Ecuador no recuerdo nadie que haya contado cómo un maleante se subió al bus y le increpó “¡el libro, dame el libro o te mato!”. En un mundo cambiante, de algoritmos disparatados, guerras anacrónicas, y turbulencia política[mente correcta], el libro es una de las pocas cosas que no ha cambiado, ni cambiará. Qué alivio.
Es curioso. A finales del siglo XX, se suponía que el libro de papel tenía su condena de muerte firmada. El 21 de junio de 1992, Robert Coover escribió en el New York Times que la “proliferación de libros y otros medios impresos, tan frecuente en esta época de cosecha de bosques y desperdicio de papel, se considerará un signo de su morbosidad febril, el último e inútil suspiro de una forma de vida antes de fallecer para siempre, tan muerto como está Dios”. Qué ingrata puede ser es la futurología.
Su asesino iba a ser el e-book, un formato hipertextual que se puso de moda en la última década del siglo XX. No era la primera vez que un formato nuevo lo amenazaba: lo mismo dijeron de la radio y la televisión. El libro de papel era un periódico de ayer “que nadie más procura ya leer”.
No fue así. En 2023, sólo en Estados Unidos se vendieron más de 760 millones de copias impresas de libros, según el sitio estadístico Statista. En Breves respuestas a grandes preguntas, Stephen Hawkings escribió “Si apilaras uno al lado del otro los libros nuevos que se publican, al ritmo actual de producción, tendrías que moverte a 144 kilómetros por hora para mantenerte al día”. El fin de los libros de papel jamás llegó. Y no llegará.
Pensando en su existencia y su futuro, recordé la maravillosa charla de Neil Gaiman sobre Douglas Adams, el autor de The hitchhiker’s guide to Galaxy. “Hace 30 años estábamos hablando con Douglas sobre los e-books”, recordó Gaiman. La hipertextualidad, le dijo Gaiman, sería la muerte del libro. Adams le contestó que no era cierto.
“Los libros son tiburones”, le dijo Adams. Hay tiburones desde antes de que hubiera dinosaurios, “y la razón por la que los tiburones siguen en el océano es porque nada es mejor siendo tiburones que los tiburones”, le explicó Adams.
Nada es mejor siendo un libro que un libro. “Es del tamaño adecuado, usan energía solar, si se te cae, sigue siendo un libro. Puedes encontrar tu sitio en él en microsegundos”, le dijo el autor de la famosa guía. “No importa lo que pase, los libros siempre van a sobrevivir”, concluyó Adams sin equivocarse aún 19 años después de muerto. A veces, la futurología es bastante grata.
Por supuesto que tenemos varios soportes electrónicos en los que alojar libros, e incluso podemos pedirle a una algorítmica voz que nos los lea. Es maravilloso. Craig Mod escribió en 2019 en Wired: “Mi Kindle Oasis —uno de los más esbeltos, elegantes y caros contenedores de libros digitales que se puede comprar en 2018— es casi tan interactivo como una papa”. Lo que Mod nos está diciendo es que todos esos soportes se parecen más al centenario libro y no al e-book hipertextual que imaginaba el mundo hace tres décadas. De hecho, la luminosidad del Kindle imita la opacidad de las hojas de los libros. Es su mejor disfraz y uno de los factores de su éxito.
Hay ciertos rasgos que hacen imbatible al libro. Nos exige desconexión. En él, no se puede abrir veinte pestañas para ir saltando de una a otra. Hay que estar presentes, sumergidos en sus historias de ficción y no ficción, en la Historia con mayúscula y —ojalá cada vez menos— hasta en el espiritismo, la astrología y la autoayuda.
Además, el libro nunca se queda sin batería (de hecho, somos nosotros los que nos quedamos sin pila leyéndolos). No solo eso, sino que siguen siendo populares. Netflix creó Bandersnatch, una serie que es básicamente la adaptación de los libros de escoge tu propia aventura de mi infancia. “El gran tema es la superioridad del libro sobre la pantalla. O la pantalla que siente nostalgia por el libro”, escribió el crítico cultural Jorge Carrión.
Y si aún duda alguien de la superioridad del libro, considere este experimento: desde una altura de dos metros, deje caer un libro y un iPad. El resultado será revelador.
Esa es su belleza. Su diseño siempre funcional, su perdurabilidad, su capacidad de ser como el vino: cada cual consume el que más le gusta y en la forma que prefiere. Lo demás es esnobismo. Si a uno le gustan los libros de Paulo Coelho, pues bien, y si alguien no le gustan los de Vargas Llosa, también. O si prefiere leer al magnífico Nudge de Richard Thaler y no al hermoso y conmovedor Nada se opone a la noche de Delphine De Vigan, es cosa de cada uno.
Tampoco se trata de comerse los libros a la fuerza, tener que terminarlos porque sí: ese fue el método con el que muchos profesores de escuela y colegio nos divorciaron de los libros. Cuando uno entiende que no hay mejor reseña de un libro que dejarlo en el punto en que nos aburrió, se libra de las trampas de los sistemas educativos basados en el rigor y la culpa.
Quizá cuando lo entendamos, leamos más, y dejemos de ser un país con bajo promedio de lectura —algo de lo que se queja la misma gente que lee para sentirse moral e intelectualmente superior.
No hay obligaciones morales de leer tal o cual libro. Si entendiésemos que es lo mismo que una película o una telenovela, que una serie o un programa de radio, algo así de común, mundano, alcanzable, quizá los pobres mortales, los que no entendemos, leeríamos más.
Lo importante no es leer para ser mejores o más elevadas personas, porque eso está lejos de ser una equivalencia certera: lo importante es que los libros están ahí, a nuestro alcance, y que deben permanecer así, fluyendo libremente, sin censura ni condicionamiento.
Parecería una obviedad ridícula decirlo, pero la realidad es que en 2023 la censura de libros en bibliotecas públicas y escuelas estadounidenses se disparó. Sí, en los Estados Unidos de América, no las teocracias fundamentalistas musulmanes ni los regímenes totalitarios de Venezuela, Cuba, Corea del Norte o Nicaragua.
En todo caso. En medio de la inestabilidad, de la violencia y los apagones, es mejor aferrarnos a aquello que, para bien, no cambia, como las salamandras, los atardeceres y los libros.
*Este texto es una adaptación y actualización de la edición del newsletter Mi hamaca en marte del 22 de marzo de 2020, que José María escribió en GK hasta 2023.
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