¿Es posible que un pueblo indígena de más de dos mil personas pueda resistir al poder de una empresa extractiva extranjera y al ejército de un Estado? Si uno mira la historia del Ecuador o de cualquier país latinoamericano la respuesta, a primera vista, es sencilla: un pueblo indígena de más de dos mil personas no puede resistir al poder de una empresa extractiva y al ejército de un Estado. Pero el pueblo kichwa amazónico Sarayaku ha demostrado lo contrario. 

De que el no como respuesta sea fácil de anticipar hay mucha evidencia en los últimos siglos. Desde la conquista española y durante la vida republicana siempre se ha logrado explotar intensivamente la naturaleza a costa de quienes vivían —viven— en esas tierras. Sea la minería, el cacao, el caucho, el banano, las camaroneras, la floricultura, el petróleo, la madera. La novela Huasipungo no fue una mera ficción que reflejó un hecho aislado. Jorge Icaza describió la realidad de los extractivismos. Contó cómo el poder político, religioso y económico se confabularon para la explotación indígena. En el caso de su obra, de la madera. Pero es extrapolable a cualquier otra industria extractiva.

En la gran mayoría de los casos, los pueblos indígenas tenían dos alternativas: someterse a la explotación o morir. 

Detrás de todo extractivismo siempre estuvo el discurso de “desarrollo y progreso”. Hay que sacrificar una porción de territorio y un poquito a la gente para un supuesto bienestar general. Al mismo tiempo, “vienen a educarnos. Nos traen progreso a manos llenas, llenitas”, narró Icaza.“Se puede hacer con esa gente lo que a uno le dé la gana”, escribió. 

Pero el famoso “desarrollo y progreso” ha beneficiado a muy pocas personas y ha provocado más daños que soluciones. Hace 50 años no teníamos la información que tenemos ahora y quizá teníamos la esperanza de que, con el petróleo, Ecuador iba a ser un país mejor. 

Ahora sabemos que a las empresas extractivas y al Estado no les interesa el bienestar general sino el lucro, no les importa la contaminación si eso significa tener más ganancias (ahorro por externalizar los costos), tampoco la cultura de la gente y los territorios donde tienen que explotar. No valoran la biodiversidad ni las culturas diferentes. 

Las actividades extractivas, en todas sus fases, liberan gases, sustancias que deben estar bajo tierra, contaminan, queman, talan, destrozan. La imagen que siempre me viene cuando pienso qué pasa después de un proyecto extractivo es Macondo y su soledad devastadora. O Comala, un pueblo, según cuenta Rulfo, que “se llenó de adioses, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y a allá, deshaciéndonos en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre.”

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El desarrollo y el progreso al final es un mero discurso que suena bien. Pero en realidad es sinónimo de acumulación de riqueza en pocas manos, corrupción, violencia, división en las comunidades, contaminación y muerte. 

Por todo eso es que el pueblo indígena kichwa de Sarayaku es una gran excepción. Su territorio fue concesionado en 1996 a una empresa argentina, la Compañía General de Combustibles (CGC), para que explote petróleo en 200.000 hectáreas de la selva amazónica ecuatoriana. De pronto, el territorio ancestral de los Sarayaku se convirtió en el “Bloque 23”. 

La empresa utilizó las estrategias de siempre. Antropólogos para conocer a la comunidad y “comprarla”. Utilizaron todos los discursos disponibles: la propiedad estatal inalienable del subsuelo, el “desarrollo y progreso”, la amenaza a la seguridad jurídica y a la inversión extranjera, la civilización, la solución a la pobreza. No funcionó. Sarayaku no se comió el cuento. 

Como la estrategia de por las buenas y por unos dólares no funcionó, entonces recurrieron a la segunda estrategia: la fuerza. Despliegue militar, helicópteros, destacamentos, visitas, allanamientos, acusación penal  de terrorismo a las personas dirigentes, persecución, amenazas, estigmatización, encarcelamiento, violencia. Esta resistencia fue la más larga y difícil. Tardó más de dieciséis años. 

Tuvo que ser la Corte Interamericana de Derechos Humanos la que diga al Estado que no se puede extraer petróleo sin el consentimiento de la comunidad, que el territorio indígena tiene valor cultural y que refleja la identidad de la gente. 

Es decir, la tierra no es sinónimo de dólares sino de la vida. El pueblo Sarayaku debe ser protegido y no la empresa transnacional.  La comunidad y su territorio es más importante que el petróleo. El discurso de “desarrollo y progreso” no es suficiente para crear una zona más de sacrificio. 

Por eso, cada año, el 27 de julio, fecha en que se expidió la Sentencia de la Corte Interamericana, Sarayaku celebra.

En 2022, como dicen, “tiró la casa por la ventana” y conmemoró los 10 años de la sentencia. 

Pero como suele pasar con Sarayaku, no solo fue una fiesta, sino un espacio de reflexión y de aporte a la construcción de un estado plurinacional. 

Helena Gualinga

Helena Gualinga, protagonista el documental «Helena de Sarayaku», habla en asamblea comunitaria. Fotografía de Ramiro Ávila para GK.

Hicieron el primer encuentro de saberes de los pueblos originarios para el Kawsay Sacha (que significa selva viviente) con la presencia de decenas de representantes de distintos pueblos de la Amazonía. Pidieron el reconocimiento oficial de la Selva Viva para poder cogobernar con todos los seres y espacios vivientes de la selva. Aprobaron la una ley propia para el ejercicio de la libre determinación en la aplicación del derecho al consentimiento libre, previo, e informado. Además,  proyectaron un documental de Heriberto Gualinga, Helena de Sarayaku

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Cuando recibí la invitación y pude arreglar la movilidad para visitar Sarayaku, tuve una emoción adolescente. Ir a Sarayaku para mí era como a los veinte años visitar París.

Sarayaku, el pueblo que pudo desarmar a los militares que les invadieron su territorio., que logró expulsar a una empresa extractivista, que nos ha dado los mejores constitucionalistas en la historia del derecho para comprender los derechos de la naturaleza y los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Entre ellos, Sabino Gualinga, Patricia Gualinga, Túpac Amaru Viteri Gualinga o cualquiera de sus ex presidentes, que pudieron plasmar en palabras una práctica ancestral de los pueblos indígenas: el sumak kawsay y ahora el kawsay sacha. Qué sueño. 

Mi corazón se aceleraba desde que me subí a la avioneta. Después de 25 minutos de vuelo, aterricé en este territorio tan especial. Nos recibió una comitiva. Cruzamos el río y llegamos a la plaza central. “Bienvenidos al pueblo Sarayuku”, decía un cartel.

Me senté en una banca de madera y me dediqué a observar y a sentir a la comunidad y a la selva.

Alguna vez escuché a Patricia Gualinga decir  “cada detalle de Sarayaku nosotros lo convertimos en historia.” Ahora, lo estaba constatando. En un salón, las fotos de la lucha y de los presidentes. En otro, las artesanías, los dibujos en la que los niños y niñas cuentan lo que les pasa a los pueblos que no logran resistir a la extracción minera y petrolera y la selva viva que tanto cuidan los Sarayakus. Los jóvenes que cuentan cómo se hacen las canoas. La pintura para la cara y el pelo. Las vasijas de barro. Las artesanías. La madera trabajada. La comida. La chicha que no deja de circular y el vinillo. Los tambores y la música. Los bailes. 

Mujeres de Sarayaku

Mujeres de Sarayaku explican cómo hacen sus artesanías. Fotografía de Ramiro Ávila para GK.

Pero lo mejor de todo fue oír las historias. No solo los recuerdos de la resistencia, sino las vivencias cotidianas para conseguir alimentos, construir la casa, resistir la inundación del río, las biografías y hasta los chismes. 

Mi cabeza y mi corazón se llenaron de tanta magia, que tuve una sensación de desasosiego cuando llegué a Quito. 

¿Cómo sería Sarayaku si no hubieran resistido a la explotación petrolera promovida por el Estado y por las empresas extranjeras? 

Quizá tendríamos un lugar lleno de cantinas, con jóvenes ebrios soñando con salir a la ciudad, con gente pobre viviendo en casas de cemento sin servicios básicos, sin identidad ni orgullo, con prostíbulos, con selva talada, carretera, que te ofrecen papas fritas en bolsa y colas, con historias de muertes y tráficos. Eso es devastación y no es progreso y peor desarrollo.

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A pesar de la lucha, la Sentencia de la Corte aún no se cumple completamente. Aún hay 1.400 kilos de pentolita (explosivo para hacer prospección petrolera) en su territorio que podría explotar. El Estado tampoco ha cumplido con la expedición de la normativa para garantizar la efectiva consulta previa. 

Niñas de Sarayaku

Niñas de Sarayaku exponen sobre la importancia de la selva y las amenazas de la actividad extractiva. Fotografía de Ramiro Ávila para GK.

Hace pocos meses, representantes del pueblo Sarayaku presentaron una acción por incumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana ante la Corte Constitucional.

La Corte Constitucional tiene la oportunidad enorme de reconocer no solo la importancia de hacer efectiva la sentencia, sino de reconocer la lucha y la dignidad del pueblo Sarayaku. 

La mejor forma de reconocer a este pueblo íntegro, ejemplo de comunidad que demuestra que la organización y la identidad pueden ser los antídotos ante la codicia destructora, como forma de reparación por el incumplimiento del Estado, es que la Corte Constitucional declare que el territorio Sarayaku es una selva viviente, o kawsak sacha. De esta forma se garantizará la no repetición de los hechos que provocaron la condena del Estado ecuatoriano por la Corte IDH. 

Sería no solo procedente a nivel constitucional. Sería, además, un acto de gratitud a Sarayaku por cuidar nuestra Amazonía. Por ser un ejemplo para otros pueblos que resisten. Por dar un sentido profundo a los derechos de la naturaleza con la declaratoria de kawsay sacha y al sumak kawsay con su forma de vida.

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Ramiro Ávila Santamaría
(Ecuador) Constitucionalista andino, fat free, enriquecido con calcio y minerales, 100% natural.
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