El 28 de abril de 2021, cuando la Corte Constitucional despenalizó la interrupción del embarazo en casos de violación, hubo una victoria: desde esa fecha, las niñas y mujeres víctimas de ese atroz crimen, al fin, podían elegir si continuar o no con su embarazo. El 17 de febrero de 2022, cuando la Asamblea Nacional aprobó la ley que regula el aborto en esos casos, hubo una derrota. 

La Corte le exigió a la Asamblea los más altos estándares en derechos humanos para debatir y aprobar la ley. El Legislativo, ahogado por la demagogia que lo asfixia desde siempre, no los aplicó. 

En su lugar, convirtieron a una discusión técnica, de salud pública y derechos humanos en una metástasis de falacias y un baratillo de votos para lograr aprobar una ley —quizá acechados por las consecuencias de no hacerlo (no cumplir con las sentencias de la Corte Constitucional sigue siendo, incluso en este país, una falta grave). 

Hasta el final, los asambleístas negociaron para reducir casi al mínimo los plazos para terminar el embarazo producto de violación: para las mujeres adultas quedó en 12 semanas. Aunque hubo legisladores que entendieron que esta debía ser una ley reparadora para las sobrevivientes, pesó más la presión de quienes creen que los derechos se negocian como en un mercadillo.  

Desde que el máximo tribunal del país publicó su fallo hace casi 10 meses, las organizaciones de defensa de los derechos de las mujeres han exigido que la Asamblea apruebe nada más y nada menos que lo que la Corte ordenó: una ley justa y reparadora. Una ley para que las niñas, adolescentes, mujeres y personas gestantes que hayan sido violadas puedan interrumpir su embarazo sin que el Estado les pusiera trabas.

Pero en los últimos meses, desde que el proyecto de ley empezó a ventilarse en la Asamblea, hubo legisladores que llegaron a sugerir que no se podía abortar sin antes denunciar el delito en la Fiscalía. Ignorando la profunda revictimización y humillación que eso hubiera implicado para las víctimas. Argumentando que, entonces, cualquier mujer podía mentir y decir que fue violada para que le permitan un aborto. Ignorando, además, que la Corte dijo que ese requisito no podía estar en la ley por esa revictimización y porque en más del 80% de los casos los agresores son parte del círculo íntimo de las víctimas. 

En todas las sesiones del pleno legislativo en las que se habló de este proyecto primaron las falacias, se dijeron incluso mentiras. Pero, sobre todo, primó la indolencia de la mayoría de legisladores que nunca entendieron que tenían la oportunidad de reparar —en términos individuales e históricos. De darle otra oportunidad a las miles de niñas, adolescentes y mujeres que son violadas y quedan embarazadas cada año en este país. 

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Durante sus intervenciones, las creencias religiosas y posturas morales estuvieron por encima de las víctimas, quienes fueron mencionadas poquísimas veces. 

Los asambleístas autodenominados provida mostraron una vez más su contradicción: ¿a favor de la vida de quién? No de la mujer violada que acudirá a la clandestinidad para interrumpir su embarazo y morirá por no acceder a un aborto seguro. Señalados como antiderechos —porque no quieren que las mujeres tengamos más acceso a decidir, por ejemplo, sobre nuestro cuerpo—, responden siempre “a favor del feto”. Ignoran en qué condiciones viven las niñas violadas y embarazadas. Ignoran que seguramente viven en la misma casa que su abusador. 

Ignoran que en Ecuador no es permitido entregar a un hijo en adopción voluntariamente. 

Ignoran que no existe la opción, y que al bebé lo intentarán ubicar con un familiar hasta el cuarto grado de consanguinidad. 

Ignoraron que estaban debatiendo una ley para que la vida de las víctimas sea menos traumática.

Hoy en la Asamblea Nacional hubo una derrota porque los asambleístas demostraron que son más importantes sus pactos políticos que las vidas de quienes son sometidas a un acto que ha sido comparado con el estrés postraumático que sufren los veteranos de guerra. 

El aborto por violación ya estaba despenalizado en el país desde antes de que el proyecto de la Defensoría del Pueblo llegase a la Asamblea. Se suponía que tenían que definir aspectos específicos —como los plazos—, debatir y aprobar una ley para las víctimas. Pero perdieron el tiempo entre egos, prejuicios y falacias. 

Se mantuvieron tan firmes que hoy, al primer informe de mayoría le faltaron cuatro votos para ser aprobado. Ese proyecto planteaba 16 semanas para practicar la interrupción en mujeres adultas. Ellos solo cedieron cuando los plazos se fijaron en las semanas que a ellos —sin criterio técnico— les parecían bien.

Ahora, si una mujer adulta que es violada se entera que quedó embaraza a la semana 13 de gestación, se practica un aborto clandestino y muere, esa muerte será responsabilidad de la Asamblea. De todos, no solo los que votaron en contra y se abstuvieron, sino de quienes fueron incapaces de cumplir lo mínimo que exigía la Corte Constitucional: una ley digna para las víctimas. 

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Isabela Ponce
(Ecuador, 1988) Cofundadora y directora editorial de GK. En 2021 ganó el premio Ortega y Gasset. Dos veces ha sido parte del equipo finalista al premio Gabo. En 2019 ganó una mención de la SIP en la categoría opinión por una columna sobre violencia de género. Es consultora para medios de América Latina.

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